Javier Contreras
Son tantos los acontecimientos que describen el irrespeto del Gobierno Nacional a las reglas del juego democrático, que tratar de enumerarlos sería un emprendimiento enciclopédico. Partiendo de esa premisa, conviene entonces analizar la actuación del Presidente de la República y su equipo, como un todo, como una suerte de programa marcado por el único objetivo de permanecer en el ejercicio del poder.
Desde esa lógica resulta comprensible, más no aceptable, el talante abiertamente antidemocrático que da piso a las medidas que toma la reducida cúpula que gobierna. Hoy vemos con asombro la forma irregular en la que se aprobó el presupuesto nacional para el año 2017, prescindiendo de su presentación y discusión en el seno de Asamblea Nacional, Poder Público al que le compete, de forma constitucional, esa atribución.
El hecho en sí mismo es la negación de la validez de la institucionalidad, pero resulta más alarmante cuando se intenta presentar bajo el barniz de legalidad que, en teoría, le otorga estar avalado por una decisión de la Sala Constitucional del Tribunal Supremo de Justicia. En este marco, el desarrollo de la vida política con su implicación en lo social y lo económico, está judicializado, se encuentra supeditado al dictamen de los miembros de un Poder que para supuestamente defender la Constitución Nacional, lo que hace es despreciarla, reduciéndola a la caricaturesca interpretación que la voluntad de quienes gobiernan impone.
Bien vale preguntarse ¿cuál será la próxima ilegalidad del gobierno?, ¿qué nueva decisión acolitará la Sala Constitucional del TSJ?, ¿a qué capricho responderá la siguiente violación de un derecho ciudadano?. Ante cualquier contestación a esas interrogantes, se instala una certeza: los atajos políticos conducen al vacío, a la conflictividad y la anomia. No estamos para atajos, debemos recorrer rutas completas, requerimos valorar la noción de largo aliento y de apego a leyes justas. Es nuestra tarea como músculo ciudadano, es lo que debemos exigir de la dirigencia política, y es, sobre todo, la obligación de quien representa al Estado.