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Editorial SIC 790: Necesitamos celebrar y tenemos motivos

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Revista SIC 790 

Diciembre 2016 

unnamed-1La revista SIC invita a sus lectores a celebrar con el corazón abierto la fiesta santa de la Navidad. Este año necesitamos celebrar más que en otras ocasiones porque nuestra cotidianidad nos resulta muy dura, tanto como nunca hubiéramos imaginado. Y tenemos motivos para celebrarla. Porque lo que celebramos es a Jesús de Nazaret, que es Dios-con-nosotros. Celebramos, pues, que no estamos solos. Aunque la situación sea mala, estamos bien acompañados.  Él nos irá dando fuerzas para vivirla humanizadoramente, para sacar bien de tanto mal y para superarla.

Cuando Moisés le preguntó al que le hablaba desde la zarza y lo enviaba al faraón para que dejara salir a los israelitas, cuál era su nombre, él le respondió: soy el que causa el ser. Le dijo, pues, que era el que iba a estar con ellos dándoles la consistencia que necesitaban. Pues bien Dios siguió acompañando al pueblo hasta que por fin se decidió a quemar las naves, es decir a comprometerse con el pueblo de tal manera que no tuviera vuelta atrás: se hizo uno de nosotros, echó la suerte con nosotros. En adelante, si la humanidad se hunde, Dios se hunde con la humanidad. Dios va en el único barco de la humanidad. A Dios le importa, más que a nadie, que la humanidad no fracase, que se mantenga a flote, que llegue a su plenitud. Dios hará todo lo posible. También lo hará en este pedacito de la humanidad que es nuestro país.

En la Navidad celebramos el nacimiento de Dios-con-nosotros, que ocurrió no en un palacio sino en un refugio de animales. No nació en una casa porque no había sitio para ellos, ya que habían llegado muchos a Belén a empadronarse. Si hubieran sido ricos, alguien les habría ofrecido lugar, pero como eran pobres y la joven estaba a punto de dar a luz, nadie quiso complicarse la vida y Jesús tuvo que nacer en un refugio de animales. Sus papás no gastaron muchas energías en lamentarse por el rechazo y el abandono sentido. Tenían que preparar el parto para que fuera lo más normal, incluso lo más entrañable posible. Y así ocurrió: Jesús, al contrario de sus padres, no sintió ningún abandono. Por el contrario, descansó en dos pares de brazos cálidos por el amor y serenos por la confianza en Dios. Se sintió muy bien acogido.

Como la sagrada familia, hoy muchísimos en nuestro país se sienten excluidos: sin recursos para vivir ni trabajo productivo y congruamente pagado y en una inseguridad total. Así entró Jesús al mundo. Y al poco tiempo tuvo que huir del país como refugiado político y luego se convirtió en emigrante. Hasta que logró un mínimo establecimiento como trabajador manual. La Navidad conmemora que Jesús, el Hijo único y eterno de Dios, vino a compartir nuestra suerte. Se encarnó. Tomó nuestra misma carne y, precisamente, carne necesitada y sufrida. Pero también carne recibida y amada por sus padres, trabajadores pobres. También pasa hoy entre nosotros. No pocos, viviendo a salto de mata, sin ninguna seguridad y con mucha escasez, sin embargo, viven sin estar en trance sino serenamente porque confían, como los papás de Jesús, en que estando en las manos de Dios, él no los va a desamparar y por eso guardan todas sus energías para responder a la vida, no ávidamente sino conviviendo, compartiendo y consiguiendo que la generación que se levanta lo haga incluso esponjadamente, a pesar de todo. Gracias a Dios, en nuestro país se da el milagro de que no se ha acabado la convivialidad, el buen trato, el cariño y la ayuda recíproca y la protección a la infancia. Sí tenemos motivos para celebrar, a pesar de todo.

¿Y para qué se hizo Jesús carne de nuestra carne? Ya lo hemos dicho: para compartir nuestra suerte. Nos amó tanto, se comprometió tanto con nosotros, que quiso compartir la suerte con la humanidad desde compartirla con los pobres. Dios quiso mostrarnos que lo que salva no es la fuerza de las armas ni del dinero ni del poder, sino la fuerza del amor. Quiso mostrarnos que no es salvación digna de Dios ni digna de seres humanos la que se lleva a cabo desde afuera y desde arriba. Como sucedía en tiempos de Jesús que había paz, pero la de los vencedores, que tenía postrados a todos, menos a los ricos que, conchabados con el régimen, hacían grandes negocios.

En la Navidad Dios nos quiso decir, para que no cayéramos en la tentación de usar también nosotros la fuerza y el desprecio, que solo se salva desde dentro y desde abajo. Jesús hizo con los demás lo que habían hecho con él sus papás: acoger, apoyar, alentar con su presencia, iluminar, fortalecer, levantar de la postración, rehabilitar, convocar. En definitiva sembrar la respectividad positiva con su respectividad positiva. Hacernos hermanos con su fraternidad gratuita y perseverante. Y tuvo tanto éxito que, habiéndose encontrado con un pueblo postrado por el peso excesivo y la falta de esperanza, logró levantar al pueblo, logró que el pueblo le echara cabeza, pensara por cuenta propia, cobrara esperanza, se levantara de su postración, se encontrara y se movilizara. Por eso intentaron desprestigiarlo, pero como no lo lograron, como el pueblo creía más en Jesús que en las diatribas de ellos, lo apresaron a traición y lo ejecutaron tras un juicio sumarísimo.

Si esa vida que comenzó rechazada acabó con un rechazo total ¿qué hay que celebrar?

Primero que no acabó con ese rechazo: como pasó al principio con sus padres, el pueblo le fue fiel hasta el final; lo acompañó solidariamente en la ejecución y cuando murió se regresó dándose golpes de pecho, como todavía hacen los semitas, como manifestación de rabia y protesta. Pero además podemos celebrar por dos razones más: la primera que Jesús no murió como mera víctima, echándose a morir lleno de abatimiento, terror y rabia. De ningún modo, Jesús murió como había vivido: dueño de sí, relacionándose positivamente con todos, pidiendo perdón a su Padre por sus asesinos y llevándonos a todos en su corazón. Cuando se consumía en la tortura, se consumaba como ser humano. El que había sido dueño de su vida, fue dueño de su muerte. El que había gastado su vida a favor nuestro, al fin murió dando su vida por nosotros. Por eso su Padre lo recreó en su mismo seno con su misma gloria y por eso con Jesús, en su corazón estamos ya realmente nosotros. Esa es la prenda firme de nuestra esperanza. La última palabra no la tienen los que aplastan con su fuerza, los que retienen por todos los medios el poder aunque eso entrañe el hambre, la inseguridad, las enfermedades desasistidas y la falta de producción. La última palabra la tiene ese Dios que se la ha jugado por nosotros y que nos ha entregado el Espíritu de su Hijo para capacitarnos a seguir su mismo camino.

Les invitamos, hermanos, a celebrar con gozo la Navidad: la encarnación para siempre del Hijo de Dios. La celebración tiene dos aspectos: el primero alegrarnos porque estamos muy bien acompañados. El segundo, comprometernos a participar del misterio de la Navidad, prosiguiendo la actitud de Dios: encarnándonos también nosotros en la realidad que nos ha tocado vivir. Esto entraña no buscar una salvación individual, desencarnándonos de los demás, negándonos a compartir su suerte. Entraña, por el contrario, echar como él la suerte con la humanidad, que pasa por echarla con nuestro sufrido pueblo. Entraña no querer salvarse a costa de nadie ni excluyendo a nadie, ni siquiera a los excluidores. Entraña buscar la salvación por el camino de Jesús, que no es la lucha contra el rival, sino la palabra como puente tendido, la palabra verdadera para entender los nudos problemáticos de nuestra situación y para entendernos unos con otros, para alcanzar soluciones mancomunadas.

Que así sea.

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