Editorial Sic 706. Julio 2008
En la Constitución se establece como un propósito del Estado promover un régimen socioeconómico que privilegie “los principios de justicia social, democratización, eficiencia, libre competencia, protección del ambiente, productividad y solidaridad, (…)” (art. 299). El fin es lograr un desarrollo humano y armónico que permita afirmar nuestra soberanía económica, y en particular la seguridad alimentaria (art. 305).
Sin embargo, el hecho es que hoy más que nunca somos una economía dependiente y portuaria, pues apenas exportamos poco más que un producto y recibimos del extranjero toda suerte de manufacturas e incluso mercancías que fácilmente podrían ser producidas aquí. Nuestro producto bandera es el petróleo. Pero la producción petrolera ha tenido un grave decrecimiento desde el nefasto paro de 2003 y la decisión, más nefasta todavía, de expulsar de la industria a la mayoría de los técnicos y proclamar irresponsablemente que la credencial más decisiva para pertenecer a la empresa es ser incondicional del gobierno.
La política seguida con PDVSA ilustra el fracaso de la política económica del gobierno. El abrupto decrecimiento en la producción y más todavía en la exploración y refinación se debe a la contaminación ideológica de la empresa. Estamos de acuerdo con el gobierno en que la gerencia de la empresa ha de seguir los lineamientos del ministerio de Minas e Hidrocarburos. Pero lo que no tiene sentido es que todos los trabajadores tengan que profesar la ideología del gobierno para ser contratados o permanecer en sus puestos. Para pertenecer a una empresa del Estado hace falta ante todo demostrar las credenciales y la competencia necesarias para desempeñar el cargo y de modo genérico manejarse dentro del Estado de Derecho. El cultivo de la ideología del gobierno ha de estar rigurosamente ausente de la empresa, que es del Estado y no del gobierno.
Una parte considerable de la producción petrolera se ha estado destinando a los llamados intercambios solidarios con los pueblos latinoamericanos y del tercer mundo. Al margen de otras consideraciones ello requeriría de un importante potenciamiento de nuestra productividad petrolera, de tal manera que lo que se destina para la ayuda externa no implique un detrimento en la obtención de recursos para cubrir las necesidades nacionales y mucho menos perdidas que en el fondo tendrán que ser cubiertas por las rentas nacionales. Por eso, aún en este caso, el negocio petrolero requiere ser rentable, más aún, altamente productivo.
Es elemental que una empresa como PDVSA, sea cual sea la ideología del gobierno, no puede trasformarse en una red de empresas autogestionarias ni en un pool de cooperativas. Es una empresa capitalista, en este caso capitalismo de Estado, pero capitalismo, puesto que se distingue entre la propiedad de la empresa y los trabajadores, que no son accionistas sino que reciben un salario, aunque pueden y deberían recibir bonos por productividad, por cierto práctica típica del capitalismo actual. Pero todavía más el producto de esta empresa se vende en el mercado internacional para lo cual requiere ser competitivo. Bajo esta misma lógica funcionan muchas otras empresas del Estado. Es un engaño pretender que, bautizando con otros nombres esta realidad, hayamos efectivamente cambiado la condición estructural de esas empresas.
También en Venezuela existe economía privada, a la que por cierto hizo referencia recientemente el primer mandatario como necesaria para el desarrollo del país en articulación con las políticas económicas del Estado en el marco de la Constitución. Si el Estado está verdaderamente interesado en cumplir el mandato constitucional que prescribe apoyar la productividad y la seguridad alimentaria, debería apoyar aquellas empresas privadas grandes, medianas o pequeñas que realmente cumplieran con el objetivo de producir más y con mayor productividad.
En el caso de la producción de alimentos tan sensible en esta época, no tiene sentido empecinarse en ensayos que ya demostraron su inviabilidad y que por tanto uno tras otro resultan fallidos y, por otro lado, como hay que alimentar a la población, recurrir al expediente suicida y antinacionalista, de importar a precios más caros que los nacionales no fomentando de esta forma la productividad nacional.
Es cierto que durante toda la historia ha habido en nuestro país, y hay hoy, latifundismo improductivo así como una cadena comercializadora que se parece más a las aves de rapiña que a empresas modernas. Lo que corresponde es investigar los costos, poner impuestos diferenciados según la productividad de cada tipo de suelo, fomentar la productividad y obligar mediante ese sistema impositivo diferenciado a que los elementos improductivos tengan que repotenciarse o dejar el campo a otros más productivos. Respecto de la cadena comercializadora hay que estudiar mejores soluciones. Pero en ambos casos se requiere tomar las decisiones con la participación de los propios interesados y con la academia, de manera que todo sea objetivo y a la altura del tiempo en punto a técnica y gerencia, y no dolorosamente anacrónico.
Consideramos importante que frente al capitalismo de Estado y la economía privada se avance exitosamente en el fortalecimiento de la llamada economía social (cooperativas, cajas de ahorro, empresas de propiedad colectiva, banca comunitaria, etc.) en la cual se hagan verdaderos esfuerzos productivos generadores de riqueza para quienes la producen y para la colectividad en la cual conviven. Estos esfuerzos han de ser realistas y acotados a metas susceptibles de ser alcanzadas considerando ventajas estratégicas del lugar, recursos y las personas que se involucran.
En general la productividad debe procurarse en todos los campos. Ponemos como ejemplo el ámbito educativo. Lamentablemente mientras la educación pública se encuentra en estado comatoso y nada se hace para ponerla a la altura del tiempo, la educación católica, por ejemplo de Fe y Alegría, se esfuerza por ser cada vez más integral, eficiente y más articulada con la comunidad. Es muy triste que se acose a estas instituciones con continuas inspecciones, y en vez de recibir apoyo, se la ahoga no dándole los recursos convenidos y fiscalizándola indefinidamente. En particular es injusto que los educadores de AVEC no hayan recibido el aumento que sí se les dio a los trabajadores de la educación pública, pues ello significa una nueva discriminación. El principio a seguir es que a igual trabajo, igual salario.
En lo que coincide el socialismo y el catolicismo es en poner en un lugar destacadísimo el trabajo humano, fuente no sólo de vida y socialización, sino de humanización de los propios trabajadores, tanto manuales como intelectuales. Es obvio que en un país como el nuestro sólo un trabajo a la altura del tiempo en cuanto a técnica y productividad es fuente de vida y de humanización. Un trabajo mal organizado y perezosamente realizado despilfarra los recursos que deberían aplicarse a producir vida y deshumaniza a quienes lo realizan, eso independientemente del nombre que se dé a la empresa o al programa.
Quisiéramos que se avanzara en nuestro país en materia de responsabilidad social de la empresa e incluso en acentuar su carácter social, es decir de obra de una comunidad de trabajadores, haciendo participar a los trabajadores de sus ganancias, como se los requiere para la obtención de una productividad cada vez más alta. Sería bueno que el gobierno dirigiera hacia estas metas su política económica. Pero para eso debería dejar, de una vez por todas, ese ensayo infecundo en direcciones fracasadas y reconocer y promover la iniciativa privada, como lo manda la constitución vigente (art. 112). Frente al intento de reforma socialista de la Constitución que fue rechazada, todos, empezando por el gobierno, debemos esforzarnos por realizar la responsabilidad social (art. 2) y regirnos por los principios de “cooperación, solidaridad, concurrencia y corresponsabilidad” (art. 4).