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El desafío de lo improbable

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Insatisfacción, temor y expectativa de cambio, confianza en un logro que la realidad vuelve huidizo, transformación desde lo improbable. Si una noción plantea un juego de espejos en el que la política se reconoce y cuestiona a la vez, esa es la esperanza. Aunque frente al tópico de la esperanza política suele oponerse una visión descarnada del poder, no se puede negar que esa simbiosis se hace muy nítida, por ejemplo, no solo en medio de grandes crisis históricas, sino –como bien saben los expertos en comunicación política– en los momentos electorales. El ciclo de la espera, la ligazón emocional entre el político y sus anhelantes audiencias sella entonces el pacto de la eventual representación. Uno que antes ha exigido fiarse de las grandes promesas y utopías, y trascender esa mirada desencantada sobre el presente que en ocasiones ataja la evolución. Abrazando esta suerte de fe que se planta ante la dificultad, esta confianza en que el ideal contiene una faceta realizable, los individuos se animan a hablar, construir redes, juntar fuerzas y cambiar, cambiar lo que les resulta defectuoso, nocivo o inadmisible. 

¿Qué es lo que moviliza el apoyo masivo? No se puede decir que sea el grado de opresión. Con mucha frecuencia la represión aguda funciona, impidiendo que los menos audaces estén dispuestos a participar activamente en el movimiento… No, lo que moviliza a las masas no es la opresión, sino la esperanza.

 A partir de una evaluación crítica sobre los fracasos de la experiencia socialista del siglo XX, y asociando la acción transformadora de los sujetos sociales al momento de crisis terminal y bifurcación, Immanuel Wallerstein afirmaba que el motor de la movilización humana reside en la esperanza, incluso frente al riesgo de enfrentarse al propio poder constituido. En clara sintonía con Marc Bloch y su “principio esperanza”, Wallerstein advierte que la tarea no es hacer utopía sino “utopística”. Mientras define la primera como “sueños del cielo que nunca pueden existir en la tierra”, subraya en la utopística “… una serie de evaluaciones sobre alternativas históricas, el ejercicio de nuestro juicio como racionalidad sustantiva en torno a sistemas históricos alternativos posibles”.

Recomienzo y metamorfosis

Reflexionar sobre el rol de la esperanza en el devenir político lleva así a distinguir entre las dinámicas de continuidad y ruptura, entre aquello que habla del paso de lo normal a lo excepcional, y viceversa. En respuesta a tal necesidad y ante lo que aparece como probable –esto es, la desintegración implícita en esas rupturas– el padre de la teoría del pensamiento complejo, Edgar Morín, opone una singular contracara. Hablamos de “lo improbable, aunque posible”, que es la metamorfosis. La inducción del futuro que capta el impacto de los azares decisivos y de la creatividad, del surgimiento de lo nuevo en los procesos en curso, es lo esperanzador, porque emerge como alternativa al determinismo de la disolución. De allí esa expectación que cobra carne y nervio en medio de la desesperanza. La creencia de que una transformación radical –similar a la de la oruga amarrada a tierra, presta a licuarse en la crisálida, deshecha y recompuesta para dar paso a la criatura alada– dotaría al ser humano de nuevos recursos para superar lo que debe ser superado. Así, afirma el francés, el decrecimiento de lo que contamina y destruye, al tiempo que el crecimiento de lo que salvaguarda y regenera, es un esbozo de solución racional para la contradicción.

Ciertamente no se trata de extraer soluciones milagrosas –de otro modo, se estaría impugnando de plano a la política–, sino pensar el mundo por venir, “enunciar una vía política de salvación pública” a partir de una doctrina del desear vivir y del revivir que nos libre de una “inhumanidad tranquila”, de la apatía y la resignación, como también apunta Morin en la obra que desarrolla junto a Stéphane Hessel. Esto es, buscar formas saludables de ser optimistas que apelan a esa virtud de lo imprevisible. “No pidamos a la política que exorcice la angustia humana. No le corresponde a la fe política encargarse de la salvación religiosa”.

Y es que aun considerando el poder movilizador que, no por casualidad, pensadores asociados al posmarxismo atribuyen a la esperanza, germen y sustento de estas “utopías posibles”, (paradójicamente, fue el fracaso del propio marxismo lo que agotó el pensamiento utópico) conviene alertar sobre la distorsión que dicha creencia pudiera entrañar. Esto es, el tipo de esperanza que invocan ciertos diletantes, rabiosamente distanciados de la ética de la responsabilidad. Una que al desmerecer la naturaleza de los medios para alcanzar un fin, sería también portadora de manipulación, calamidades y deletéreas artimañas. 

Trampas y expectativas

La historia nos enseña que esa esperanza sin racionalidad puede desembocar en formidables tragedias. El mito del triunfo del progreso ascendente que propagó el idealismo romántico, triunfo predeterminado por “leyes” inexorables o producido de forma automática, no ha dejado de chocar contra la realidad. “La historia conoce bifurcaciones aleatorias. Muchos progresos pueden determinar regresiones y viceversa”, recuerda Morín. La fórmula del optimismo-esperanza que aplica al cambio político requiere entonces ser depurada de euforias nocivas e ingenuidad, compensada con ingentes dosis de “pesimismo de la inteligencia” a fin de que promueva verdaderas capacidades para “voltear al mundo”, como proclama John Holloway.

De modo que atender a esa razón práctica que pone orden en la acción política, obliga a no dejar de lado a la prudencia: cualidad que, lejos de operar como anuladora del conatus, del impulso de vida, del eterno rehusar y crear, sirve para moderar esa pasión que tiende a hundirnos en la simple embriaguez. El peligro de suscribir la apuesta a un futuro sin condicionantes es bregar con las coordenadas siempre resbaladizas, siempre inexactas del no-lugar, la espera inacabable. La política, en todo caso, amén de despertar entusiasmo y revertir la desesperación, debe estar comprometida con tiempo y espacio, con una razón finita; y procurar el arribo a buen puerto, portar llaves y cuñas que destraben puertas y amplifiquen la posibilidad de lo improbable.

Confianza, capital social

Importa insistir en el papel del liderazgo a la hora de conciliar esperanza y potencialidad, deseo y realización, teoría y práctica. La democracia, de hecho, en tanto fruto de la interacción entre el empuje del deber –la teoría, los ideales, la prescripción– y la resistencia del ser –la realidad política, la descripción, como puntualiza Sartori– podría haber acabado en el basurero de las utopías de no haber contado con el audaz acompañamiento de esa razón práctica que han desplegado sus constructores. Hay que recordar a Rousseau cuando observaba que era “… contrario a la naturaleza de las cosas que la mayoría gobierne y que la minoría sea gobernada”. No obstante, por encima de la contradicción, superando el escepticismo de Weimar y las roturas de la guerra, la esperanza de la democracia liberal se abrió paso, posicionando a este sistema como el más solvente para garantizar desarrollo individual y colectivo en los países.

Pero, ¿qué ocurre cuando, ante la anemia de resultados, las sociedades son rebasadas por la frustración recurrente? La pregunta nos remite a la serie de episodios que, una y otra vez, empujan a la política a un paredón. Es evidente que las expectativas de mejora promovidas por el auge del Estado de bienestar hoy se ven seriamente constreñidas. De allí que la desesperanza, reverso de la esperanza política, puje por tomar el volante. El sentimiento de incertidumbre, inseguridad y vulnerabilidad que Zigmunt Bauman asocia a la desaparición de puntos fijos en los cuales situar la confianza en las instituciones y los gobernantes, en uno mismo, en los otros y en la comunidad, conspira contra la disposición a generar soluciones.

He allí un círculo vicioso que solo anticipa parálisis y desintegración social. Los seres humanos necesitan creer que sus acciones serán suficientes para alcanzar sus metas. De otro modo, no se movilizarán o asociarán, no se animarán a adherirse a las visiones de otros ni tendrán motivación para emprender proyectos propios. Sistemas políticos, sociales y económicos cada vez más complejos no pueden funcionar eficientemente si no se basan en la confianza entre sus participantes, añade Francis Fukuyama. Virtud social, activo intangible: esa expectativa respecto a un comportamiento predecible, honesto y basado en reglas de juego compartidas por los miembros de la comunidad, resulta clave para que el cuerpo social desarrolle la autonomía que lo articula de forma armoniosa y crítica con la conducción política.

Esperanza vs. la impotencia

Si no hay confianza en las capacidades del ciudadano, en fin, si no hay esperanza que lo salve de la impotencia y el marasmo, que lo aleje de la impresión de que es imposible afectar la realidad o hacer algo para controlar su futuro, la amenaza de la regresión política gana terreno. En el marco de sociedades exasperadas –como las nombra Daniel Innerarity– la indignación tenaz y sin resolución favorece el ascenso de predicadores mesiánicos, hábiles para estrujar el pesimismo y volverlo causa de una cohesión que, al nacer de la heteronomía, al final tampoco se libra de la ofuscación y el abatimiento moral. Ah, nos consta que la tarea de revertir esos daños que se traducen en polarización, cierre identitario, competencia brutal y atasco, en sospecha de que el distinto es un rival a suprimir, a menudo se hace cuesta arriba.

Son estos algunos de los retos de las transiciones que entraña toda crisis. Restaurar el ánimo nacional, desanquilosar la vitalidad social mediante una política democrática que alienta la sana expectativa y la construcción de entornos estables, resulta entonces una prioridad. Se trata de no renunciar a la esperanza, siempre que esta secunde el aprovechamiento y expansión de nuestras fortalezas, no de la debilidad. Una “espera activa” que incorpora la aceptación de los límites que requiere el sistema para funcionar adecuadamente, y que a la vez nos aparta del miedo hobbesiano y la infantilización de la sociedad. La búsqueda de ese esquivo balance impele a no conformarnos, a desear ir más allá. En ese sentido, no puede perderse de vista que las metamorfosis no surgen de la nada, sino que comportan la entrega y el ajetreo infatigable de quien antes ha decidido transformarse.

*Periodista, articulista. Especialista en gerencia de equipos creativos,producción de contenidos, gestión de Comunicación e Imagen.|

@Mibelis

Lee también: Vínculo Sawubona: Visibilizando el Racismo en Venezuela

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