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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Del emigrar

Sarai Santiago

emigrar

Se discute en todos lados. Se siente. Poco a poco la ola va arropando, sobre todo a la juventud. Primero, los que viven bien acá, pero vivirán mejor afuera; luego, los que saben para dónde va el país y aunque quizá no quieran, prefieren irse antes de que llegue el desastre; finalmente los que no pueden tener el mínimo necesario (de estabilidad económica, tranquilidad, expectativas) para vivir de forma independiente y “decente”. Pero ¿Cómo se nos ocurrió que esas cosas, ese “mínimo” es verdaderamente normal y necesario? Si miramos atrás, las familias de quienes leen hoy esto, bien porque revisen blogs como algo normal, o porque cayeron aquí por casualidad, vivieron y aprovecharon los años de bonanza petrolera con poca población, lo que les sirvió para alcanzar un bienestar económico que aún hoy nosotros, en cierta medida, disfrutamos. Nuestros padres y abuelos quizá hicieron negocios o fueron a la universidad entre los años 50 y 70, quizá obtuvieron un buen trabajo, carros, casa, bienes, vacaciones. Somos los hijos del sueño americano tropicalizado, ese que fue Venezuela durante tantos años, tanto para europeos pobres como para muchos latinoamericanos y emigrantes de varios rincones del mundo. De inmediato recuerdo la historia del profesor de idiomas que conocí en la universidad. Es francés y es encargado de los intercambios con universidades de su país. Cuando le pregunté por qué, teniendo una carrera y su familia en París, decidió hace ya más de cuarenta años venir y quedarse en Venezuela, me responde “Aquí había mucha libertad. Si tú querías hacer, te dejaban, si no querías hacer, también. Yo quería hacer y aquí estoy”.

 Somos los hijos y nietos de la tierra de las oportunidades. Sí, somos sus hijos bastardos. Crecimos “en la bajada”, probablemente por culpa de quienes no ampliaron su panorama de futuro. Mi generación sí lo hace, y por eso sabe que “el proceso”, como gustaron de llamar a la Revolución Bolivariana en sus inicios, es una calle ciega que recorremos desde hace ya más de veinte años, de la que quién sabe si nuestros nietos puedan salir. Dos generaciones, que se sienten ya en las entrañas, son un costo muy alto.

La Querencia

I.

 

La querencia puede tener muchas formas. Los símbolos, las caras, los paisajes. En mí todo se mezcla con intensidad, porque mis padres, que no tienen otras tierras, otras familias ni otros recuerdos; ellos que no saben de ancestros en diásporas, ni distancias inconmensurables, ni abandono de la lumbre, ellos me enseñaron a querer esto a través de la música. Porque el sonido de la paradura en el páramo no es el mismo en Trujillo, ni mucho menos los joropos del Oriental o las danzas del Zuliano, ni como hace tiempo el capitalino con sus merengues de comienzos de siglo. Todos lo ritmos y jugueteares de cuerdas los escuché de las manos de mi padre, y a todos los quise.
Vivo en un país con un alma hermosa.

II.

Voy leyendo “Guerra y Paz” una noche de febrero en un bus que recorre la carretera trasandina hasta mi casa. Hoy por suerte el chofer que nos lleva deja la luz encendida y así puedo leer, a pesar del vallenato a todo volumen. Pese a que en realidad estoy acostumbrada, es difícil que eso, más la incomodidad y el ruido normal del autobús no me irriten. De la nada una bomba de agua lanzada por algún chiquillo entusiasta del carnaval golpea la ventana de mi puesto y mi libro y yo nos empapamos. La ira se apodera de mí.

Un momento ¿Por qué exploto? Yo sé que estamos en Carnaval y que hay que cerrar las ventanas cuando voy en el autobús, porque aquí la gente no enseña a sus niños a respetar a los demás ¿No soy yo, la veinteañera con una novela rusa de 1500 páginas quien desentona con ese contexto?
Vivo en un país extraño.

III.

Haciendo la cola para la harina Pan un hombre de alrededor de treina años intenta ponerse delante de mí. Le reclamo y arguye que todos lo hacen. Me cuido poco de levantar la voz y le digo a él que todos nosotros somos unos pendejos y que él es el vivo, y que por eso merece un premio, que más allá de que él no respetara el tiempo de los demás, también se llevaría los dos paquetes del preciado polvillo que alguien que sí hizo su cola no obtendría. La cola se disuelve porque la mercancía se terminó. Me siento satisfecha de que el señor delante de mí no pudo comprar, aunque yo tampoco lo hiciera. Es viernes, la gente que pudo comprar celebra. El desastre típico de motos y equipos a todo volumen no se hace esperar.

En las noticias abundan los muertos. Niños de tres años abaleados. Asesinatos de veinte disparos para robar un celular. Gente que mata porque la miran feo, porque no les correspondieron una invitación a bailar, porque un perro se les acercó y los olió antes de que su dueño se diera cuenta. En mi pueblo, sembrado en el páramo, ya asaltan con armas y amenazan de muerte. Gente atemorizada. Impunidad. Revolución de cascarón. Discriminación política. Resentimiento, contra el español, contra el rico, contra el que no gasta y tiene algo, contra todos, menos contra el gobierno. Porque el gobierno es como ellos, como la buena de la novela, a la que la mala sabotea para que no sea feliz.

Vivo en un país enfermo.

¿Quiénes somos?

Yo estoy en el medio. No soy cosmopolita, soy del campo, pero he viajado tanto en libros, he soñado con tantos lugares, que me siento de muchos lados. Pero primero de aquí, porque le he encontrado algo grande para amar. Hay quienes han sido de varios y lejanos sitios, por familia, por vivencias y por espíritu, y se han aferrado a cosas de muchos sitios, que no necesariamente los atan. Hay quienes son sólo de un lugar; esos son los que más tarde despiertan, si es que lo hacen.
Del otro lado está el que aún piensa que somos un país rico y que eso está por encima de todo, personas para las que ni siquiera existe el problema que acá se plantea. También está el que no tiene nada más y su conocimiento le permite salir, pero no su bolsillo. Están los que simplemente no se quieren ir. De cualquier modo, todos somos víctimas de la miopía y el suicidio político de nuestros mayores, y nosotros al vernos las caras acá no hacemos sino renegar del azar y darle una solución a los problemas materiales de su parte infortunada. Es probable que varios extrañemos lo relajado y jolgorioso, que la soledad nos muestre una cara insospechada, pero ese es el precio que se paga por un poco de tranquilidad.

La realidad

En estos momentos el gobierno aún no tiene un proyecto para la juventud. Yo lo escuché de una analista político del gobierno: “Ese es un problema de la revolución. Incluso Cuba manda a sus jóvenes a viajar, siempre buscando que vayan a observar las complicaciones que hay en el resto del mundo y que no hay en Cuba, luego ellos regresan y ese impulso de rebeldía se ha ido. Nosotros acá aun no tenemos esa política pensada para canalizar esos impulsos, porque el joven que va a la universidad o que trabaja probablemente no se conforme con el teléfono caro y los pequeños gustos materiales. Nosotros hemos hecho por desmontar esa percepción de inmunidad, de que los males del mundo no nos afectan, percepción que se proyectó durante la cuarta república, pero debemos estar muy atentos a escenarios de malestares sociales ocultos”. Pienso que tiene razón, y que la oposición no está muy por encima de eso.
Por otro lado vivimos desde otro aspecto un momento muy diferente a los de las generaciones anteriores, porque el mundo globalizado y la Modernidad nos estimulan a ser universales y dejar atrás los nacionalismos exacerbados y que tanto ayudaron a los Estados Nacionales a desarrollarse durante el siglo XX. América Latina, para muchos el “extremo occidente”, percibe las corrientes de pensamiento mundial, pero no las adopta como regla general. La responsabilidad histórica no está por encima del bienestar individual, sobre todo si nos encontramos con un discurso salvaje más vivo que nunca, y que es alimentado por los poderosos. El trabajo y la excelencia no son las prioridades, más bien parecen enemigos a eliminar. En esta parte del ciclo parece que no se puede hacer mucho, y más vale cuidar la propia vida.

Por eso, el triste adiós.

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