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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

De la iglesia de ayer a la iglesia de hoy

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Elías Pino Iturrieta

La conducta de la jerarquía eclesiástica frente a la dictadura de nuestros días representa un deslinde de proporciones históricas, en relación con sus reacciones del pasado ante los asuntos públicos. Jamás se había mostrado como bloque compacto para opinar sobre los negocios de la sociedad y para comprometerse en posiciones enfáticas. Los jefes de la iglesia católica están estrenando una conducta, una presencia insólita para sus fieles y para la colectividad en general, fenómeno que reclama una explicación que vaya de lo panorámico a lo particular para entender el significado de lo que ahora intentan los obispos desde una región habituada a pasar sin escándalo muchos capítulos exigentes de la historia ante los cuales prefirió callar, o asomarse apenas un poco.

Pasos sin prisa

La explicación panorámica aconseja una búsqueda en el campo de la historia de las mentalidades, según cuyas teorías los actores de una sociedad determinada, principales y subalternos, reaccionan de manera automática ante las solicitudes del ambiente hasta cuando ese ambiente, conmovido por sus carencias y sus insatisfacciones, los obliga a cambiar en sentido progresivo. Las reacciones no son sucesos de plazo breve, sino todo lo contrario: se prolongan durante siglos, hasta cuando la mentalidad colectiva, presionada por los pasos cotidianos de su vida, propone actitudes de diferente cuño cuyo destino es la ruptura del cascarón en el que se ha refugiado durante siglos. Entonces se advierte una mudanza de la vida que no se puede medir de acuerdo con las agujas de los relojes habituales, sino mediante las señales perezosas de un calendario poco proclive a las sorpresas.

En el caso de la iglesia establecida en Venezuela desde los orígenes coloniales, su función de soporte de la evangelización a través de su papel de pilar del trono conduce al predominio de un entendimiento de la vida a través del cual hace causa común con la cúpula para apuntalar la dominación del papado y del príncipe que aparece como su socio y, por lo menos en el papel, también como su dependiente. Los mitrados son valedores incondicionales del poder civil, con contadas excepciones que no conducen a rupturas dignas de consideración

sino a diferencias a las cuales mueve una rivalidad transitoria. En general, el condominio de la Corona con la sede pontificia funciona con regularidad, apenas con molestias caracterizadas por la fugacidad de contados enfados de los obispos. Los curas de almas se desempeñan de manera semejante, en especial porque lo intrincado de la geografía les permite licencias a través de cuya aplicación se convierten en una especie de mandarines con sotana a quienes escuda una ley canónica que se hace de la vista gorda mientras en Madrid nadie se entera de sus pecados.

Entre el rey y la patria

El movimiento de Independencia modifica la situación, sin transformarla del todo. Gracias a la aparición de un clero relacionado a medias con el pensamiento ilustrado, pero en especial vinculado de veras con los intereses de los blancos criollos que proponen la ruptura con España, se produce una escisión que no llega hasta las sedes episcopales sino lentamente, pero que es capaz de promover la creación de banderías patriotas y realistas entre los sacerdotes de la región. Para resumir la situación, el historiador José Virtuoso habla de una Crisis de la catolicidad llamada a la orientación de realidades diversas en el futuro. Estamos frente a un caso digno de especial reflexión, si se considera la actitud de Roma ante las revueltas. Mientras Pío VII publica una encíclica para exigir a sus sacerdotes de las colonias la defensa de Fernando VII, muchos de sus destinatarios venezolanos prefieren trabajar como capellanes de Bolívar y de Páez, o redactar oraciones patrióticas que podían penarse con excomunión. Esta primera crisis de la catolicidad abre el camino de un itinerario político que no se había trillado, pero que no significa un cambio general de las autoridades eclesiásticas.

La reacción de numerosos representantes del clero a favor de la Independencia se puede explicar por la timidez de los revolucionarios en el tratamiento de aspectos carísimos para la fe tradicional, como los relacionados con la libertad de cultos. En la medida en que los insurgentes mantienen la exclusividad de la religión católica, hasta el punto de conservar sin retoques su monopolio, un escollo importante se supera en los cabildos eclesiásticos. Cuando Bolívar le hace carantoñas al arzobispo de Bogotá, quien las recibe sin disgusto, o se comunica sin muestras de heterodoxia con el arzobispo de Mérida de Maracaibo para tratar sobre sedes vacantes y sobre la necesidad de pedir la mirada indulgente de Su Santidad, otras piedras desaparecen del sendero. La realidad legitima la escisión, sin que nadie sea remitido a las candelas del infierno. Ha ocurrido un primer tránsito de la iglesia venezolana, de las alturas del poder a los sobresaltos de las luchas terrenales, sin el predominio del escándalo. ¿Cómo ven los feligreses esta primera mutación? No hay evidencias sobre sus respuestas, pero no se muestran especialmente conmovidos.

Palo abajo

En cambio, la iglesia que ha intentado un cambio de rol sale con las tablas en la cabeza. Pierde a muchos de sus sacerdotes, quizás a los más eminentes, y queda sin recursos para la formación de nuevos seminaristas. Debe acostumbrarse a un trato distinto con las nuevas autoridades, sin saber cómo hacerlo en términos uniformes. Ha de enfrentarse a desafíos inimaginables, pese a que tales desafíos se habían asomado en contadas discusiones sobre el papel de los eclesiásticos en una sociedad liberal que no existía, pero que estaba a punto de estrenarse sin remilgos. Deben insistir en la amistad de los liberales con la Santa Sede, mientras unos liberales de nuevo cuño están empeñados en la fundación de una sociedad laica. Deben combatir las prédicas del evangelio capitalista que ahora no solo se predica, sino que también se vuelve práctica retadora en los negocios de las ciudades, en el descaro de unos prestamistas desenfrenados y en los litigios del Tribunal Mercantil. Jamás imaginaron los representantes de la fe tradicional que fuesen Páez y Soublette los campeones de la indeseable metamorfosis.

La promulgación de la libertad religiosa y la eliminación del fuero provocan el exilio del arzobispo, quien se une a los militares para un primer alzamiento en 1835, condenado al fracaso, pero heraldo de una situación que repercute negativamente en los cabildos eclesiásticos. El desastre de la primera escaramuza pone de relieve la precariedad de un poder determinante desde la antigüedad, para que el estado laico se vuelva más robusto y pueda llevar a cabo sus planes sin mayores miramientos. El pueblo no sigue con entusiasmo a su prelado, ni a los solados soliviantados, para que el poder político se sienta aliviado por la precariedad de un antagonista sobre cuya fuerza no se tenían noticias ciertas. Ahora predominan las evidencias sobre su debilidad, fenómeno que después permite el descubrimiento de otras fragilidades que animarán a una hegemonía mayor sobre la jerarquía eclesiástica y sobre los sacerdotes que le deben obediencia. De momento, Páez elimina los diezmos y propone la limitación de los monasterios, sin que la sangre llegue al río.

Socios menores

Las potestades eclesiásticas al servicio de los hermanos Monagas y el silencio de unos púlpitos que antes no ahorraban sermones sobre este valle de lágrimas, confirman la decadencia. Sobre el punto se deben considerar los documentos recopilados en Roma por el historiador Lucas Castillo Lara sobre la segunda mitad del siglo, a través de los cuales no solo se descubre la disminución del influjo de los templos en las actividades económicas, que manejaban a través de un sistema generalizado de préstamos a los fieles y mediante el control de numerosas decisiones testamentarias, sino también por la rudimentaria formación de los seminaristas. Las escuelas para la educación de los futuros sacerdotes son apenas un remedo, para que sus criaturas carezcan de latines y aún de una instrucción elemental cuando se ocupan de los curatos. Sus ideas del pasado pierden fuelle por la anemia de los voceros, mientras en la casa de gobierno tratan con tranquilidad a los obispos y a sus sucesores. Cuando Guzmán profundiza sus planes para el dominio de la madre iglesia, encuentra el camino despejado.

De allí que los designios liberales que se concretan a partir de 1870 carezcan de enemigo. En Venezuela no ocurren guerras provocadas por las reformas de los “progresistas” porque las fuerzas tradicionales carecen del liderazgo de una iglesia disminuida. Nada de sangrías como las que suceden en México y en Colombia debido a la trascendencia de las sotanas, por ejemplo. El Ilustre Americano solo se las tiene que arreglar con un arcediano levantisco, quien no encuentra clientela para levantarse en armas contra los amarillos pecadores. Pío IX debe mandar desde Roma a un emisario, con instrucciones para establecer la paz ante batallas campales que jamás existieron. Estamos ante el perfeccionamiento de un proyecto laico sin escollos de importancia, ante una hegemonía de la potestad temporal que señala el invariable silencio eclesiástico, aún ante desmanes que claman al cielo, como los que predominan durante la dictadura de Gómez. Apenas una media docena de curas valientes se opone entonces a las atrocidades de una etapa lóbrega, mientras los obispos nadan entre la colaboración y la mudez. Por fortuna para la institución dominada, el propio Gómez, cuando permite el retorno de los jesuitas a quienes piden los prelados auxilio para la restauración de los seminarios y para una instrucción coherente de sus alumnos, en los tiempos que siguen recobrarán su voz y su influencia.

Hacia el renacimiento

No se trata de una recuperación automática: a la complicidad con el gomecismo sigue el entusiasta apoyo de la dictadura de Pérez Jiménez, quien se hace coromotano y legionario de la fe nacional mientras los prelados pasean la custodia de la Patrona por todos los estados en una exhibición de seguimiento sumiso. La posibilidad de entender el cambio que sucederá en breve no solo radica en la vitalidad de la educación de las nuevas promociones de sacerdotes, sino también en la orientación propuesta desde el Vaticano desde los tiempos de León XIII, cuya encíclica sobre la explotación de los humildes y sobre la necesidad de que los católicos la impidan, no solo se aclimata en los seminarios y en los apuntes de los directores espirituales, sino también en las aulas de los colegios religiosos. Ahora no solo se fomenta progresivamente un nuevo discurso en los templos, que concierne a la sociedad en general: cuenta con un auditorio juvenil que no había existido desde los tiempos de la Independencia. El fenómeno se observa en toda su magnitud durante el Trienio Adeco, cuando varios sacerdotes se convierten en voceros de su institución y de buena parte de la feligresía en las sesiones de la Asamblea Nacional Constituyente, mientras se estrena un partido socialcristiano con vocación de poder. No ha de ser superficial esa presencia, debido a que un movimiento de los colegios religiosos pone entonces a temblar a los líderes del octubrismo.

De allí la aparición de posteriores conductas, aisladas en principio, pero orientadas hacia cosechas más voluminosas, que se advierten después del desmantelamiento del ensayo democrático intentado por los adecos. La Pastoral del arzobispo de Caracas, Arias Blanco, sobre las injusticas padecidas por las clases trabajadoras durante el perezjimenismo; y la conducta enfática del rector de la Universidad Católica Andrés Bello, Barnola, contra las atrocidades de la dictadura militar, anuncian el advenimiento de la beligerancia religiosa que hoy se ha convertido en realidad palmaria. En el mensaje de un prelado y en la reacción de un sacerdote desde un plantel de altos estudios, se advierten las raíces próximas del árbol que ha florecido en los documentos de la Conferencia Episcopal Venezolana de nuestros días. Después de transitar un moroso sendero, los prelados ahora son populares, quizá como jamás en el pasado, y se han convertido en poderoso imán.

Debe saber el lector que ahora apenas se ha intentado el esbozo de los antecedentes de un fenómeno mayor de la actualidad, a través del cual se propone un intento de comprender cómo unos actores de la historia republicana pasan de los rincones al centro de las tablas. Hacen falta versiones más pausadas y profundas, a cuyo trabajo se invita desde aquí, con las correcciones que convengan, para no dejar las cosas en la mitad del camino. Amén.

Fuente:

http://prodavinci.com/blogs/de-la-iglesia-de-ayer-a-la-iglesia-de-hoy-por-elias-pino-iturrieta/?platform=hootsuite

 

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