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Buscando a Dios en medio del mundo

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“Todo esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el Señor por medio del Profeta: Mirad, la virgen concebirá y dará a luz un hijo, a quien pondrán por nombre Emmanuel, que significa Dios–con–nosotros”[1].

 

El penúltimo indicio del fenómeno fue el multitudinario concierto de la banda Hakuna en la Puerta del Sol de Madrid[2], miles de jóvenes reunidos al son de unos villancicos. Semanas atrás, había sido la portada del último disco de la cantante Rosalía, que eligió para la ocasión vestir un hábito de monja que, explicaría luego, buscaba simbolizar los paralelismos entre la vocación religiosa y la manera en que ella vive su vocación artística[3]. En las redes, junto con bagatelas de todo tipo, proliferan sitios que reproducen las mejores frases de santos y autores cristianos clásicos.

 

Vivimos tiempos de paradojas. Mientras las encuestas de opinión en Occidente sugieren un aparente goteo constante de secularización estabilizada, caracterizada por una desconexión institucional pero con una persistencia de la espiritualidad individual —con cifras que siguen mostrando un crecimiento de los “sin religión”[4]—, bajo la superficie de la estadística parece estar emergiendo un fenómeno cualitativamente distinto: un renacimiento de la sed espiritual que la tecnología, el bienestar y el consumo no han logrado saciar. Según el caso, se puede tratar o no de un retorno a la fe heredada y luego extraviada; otros nunca la han llegado a conocer; en el fondo hay una búsqueda de sentido en medio de un ruido ensordecedor.

 

Todos recordamos la clásica sentencia de San Agustín en sus Confesiones: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. Esa inquietud agustiniana parece estar cobrando cada vez más vigencia en la juventud actual, que tras haber navegado el océano de la hiperconectividad, se descubre naufragando en una isla de soledad. En De Trinitate, el obispo de Hipona exploraba cómo la imagen de Dios está grabada en la estructura misma de la mente humana (memoria, inteligencia y voluntad). El renacer actual de la fe podría ser, en términos agustinianos, un acto de “rememoración”: el hombre moderno, cansado de su propia desintegración, empieza a recordar su origen, a mirarse a sí mismo más allá del plano material, a reconocerse como un alma necesitada de la Gracia.

 

Ese hombre moderno ha descubierto que puede tenerlo todo, pero si no tiene un porqué y un para qué, siente que su vida se desmorona. La cuestión es siempre vieja y siempre actual, la tendencia natural del ser humano hacia lo sagrado, ese misterioso desiderium Dei, es hoy como ayer tan inquietante como innegable: hasta un ateo necesita a Dios para no creer en Él.

 

Ya los clásicos se habían adentrado en la cuestión. Tomás de Aquino, con su enjundiosa lucidez, nos recordaba que el deseo de felicidad es el motor de toda acción humana. Sin embargo, advertía que confundir el fin último con bienes temporales (dinero, placer, poder) es la receta perfecta para la angustia y la insatisfacción. El renacer actual de la fe surge, precisamente, de esa saciedad que no sacia de los ídolos con pies de barro. En la línea filosófica tomista, el vacío contemporáneo es la prueba negativa de esta tesis: el hastío existencial de las sociedades opulentas confirma que nuestra naturaleza anhela lo sobrenatural y tiende a lo infinito.

 

A menudo se nos ha pretendido decir que la fe no es más que una evasión, una excusa, una huida de la realidad. G.K. Chesterton, con su proverbial ingenio, sostenía lo contrario: el loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo excepto la razón. La fe no viene a anular la razón, sino a ensancharla, a darle propósito, claridad y sentido; base sólida sobre la que edificar una vida plena. En este mundo paradójico, Chesterton argumentaba que el cristianismo mantiene un equilibrio de paradojas: la humildad y el coraje, la libertad y la disciplina. En una sociedad polarizada que nos obliga a elegir entre extremos vacíos, la fe se presenta como esa “tercera vía” que reconcilia las contradicciones del corazón humano. En un mundo que se fragmenta en realidades -o irrealidades- líquidas (Zygmunt Bauman dixit), el cristianismo ofrece un sólido anclaje de cordura.

 

C.S. Lewis explicaba en Mero Cristianismo que el cristianismo no es una mejora de la fachada, sino una reconstrucción total de la casa. “Dios no quiere simplemente personas educadas, quiere hombres nuevos”. El renacimiento que observamos hoy pareciera no buscar una religión cosmética que decore la vida social, sino una que le dé sentido a la existencia frente al sufrimiento, el vacío y la soledad. Su argumento del deseo (“Si encuentro en mí un deseo que ninguna experiencia en este mundo puede satisfacer, la explicación más probable es que fui hecho para otro mundo”[5]) es hoy la base de un diálogo fecundo entre la razón y la fe.

 

Puede que este renacer no sea masivo ni vendrá con trompetas. Tal vez será como el Reino: una semilla de mostaza. En un tiempo donde todo parece ser efímero, lo eterno vuelve a golpear a la puerta. No por nostalgia del pasado, sino por necesidad de futuro, un futuro que no es el mañana, sino la eternidad. Porque, al final del día, como bien sabían los clásicos, la fe no es un refugio contra el mundo, sino la clave para entenderlo y transformarlo. El panorama espiritual de nuestra época no se define ya tanto por las fronteras denominacionales, sino por una línea divisoria más profunda: la que separa el materialismo asfixiante de la apertura al Misterio.

 

La fe que renace es una fe que, armada con la lógica de Aquino y la pasión de Agustín, sale al encuentro del que se siente perdido. Es la convicción de que, por encima de las siglas y las etiquetas, hay una Verdad que nos precede y una Belleza que nos salvará. En la grieta de nuestra crisis actual, lo que está entrando no es sólo una doctrina, sino una verdad, una luz que —como decía Lewis— nos permite ver todo lo demás.

 

Siguiendo con Lewis, no se trata de una búsqueda a ciegas: se trata de buscar la verdad para encontrar el consuelo. Y a los cristianos nos toca ser portadores de la Verdad revelada por la Buena Noticia. En estos días de Navidad, conviene tener más presentes que nunca aquellas palabras del Evangelio de Mateo con las que quise empezar estás líneas y que la Iglesia ha querido proclamar el último Domingo de Adviento. El hecho más trascendental de la historia, la auténtica revolución pacífica que supuso el cristianismo, aquello que muchos buscan a veces sin saberlo, ya nos ha sido revelado: que Dios se hizo hombre y habitó entre nosotros. Me atrevería a decir que aquellos que lo buscan con un corazón humilde y sencillo, sin lugar a dudas lo encontrarán, pues Él ha salido primero a nuestro encuentro. Y cuando lo hallemos, allí en el pesebre, ojalá recordemos que sigue buscando donde habitar, y no podríamos ofrecerle mejor morada que nuestros corazones, y los de todos los hombres de buena voluntad.

 

[1] Mt 1, 22-23, Evangelio del cuarto Domingo de Adviento.

 

[2] EL PAÍS https://share.google/N1R29aGLU7NhGhqDN

 

[3] The Times https://www.thetimes.com/world/europe/article/nunmania-spain-convent-culture-wql59qm7k

 

[4] Pew Research Center https://www.pewresearch.org/religion/2025/09/04/many-religious-nones-around-the-world-hold-spiritual-beliefs/

 

[5] Mero Cristianismo, Libro III, Capítulo 10.

 

Lee también: Comunicado de la Conferencia Episcopal Venezolana

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