Luis Ugalde
Monseñor Romero era callado y tímido. Fue asesinado porque su voz se volvió libre, convertida en palabra de Dios que sale en defensa de los débiles, de los atropellados, de los campesinos ninguneados, para cuya vida digna no había lugar en El Salvador, ese pequeño país apropiado en exclusiva por un puñado de familias. Fueron bloqueados repetidamente los caminos democráticos y de paz hacia una vida digna para todos; fracasaron los intentos de desmilitarizar el gobierno y estalló la guerra para resolver el problema a sangre y fuego.
Monseñor Romero era un hombre de Dios, un arzobispo deseoso de que el gobierno resolviera los problemas; pero dolorosamente fue descubriendo que desde el poder se habían decidido a resolver el conflicto social con balas y represión. Veían como delito el ser miembro de las comunidades cristianas de base. A los catequistas de los pobres y a los pastores de los campesinos los fueron asesinando, hasta que acribillaron al P. Rutilio Grande, s.j. el amigo y confidente espiritual de Romero, junto con dos campesinos que compartían su labor apostólica.
Rutilio y otros fueron mártires que dieron su vida por la fe en Jesús, que es inseparable del amor y de la justicia. Al no querer hacer justicia, el gobierno se fue convirtiendo en delincuente negador de la vida.
Romero, como Jesús, en la oración se sintió llamado a hablar con la verdad y la fuerza de Dios y a convertirse en voz de los campesinos sin poder. Como el joven Jeremías, Romero sintió que Dios lo llamaba a hablar con palabras de fuego y, como el profeta, se resistió y le dijo a Dios que buscara a otro, pues él no sabía hablar (Jeremías 1,6); pero Dios le respondió “No les tengas miedo, que estoy contigo”, “Mira he puesto mis palabras en tu boca” (1, 8 y 9). De repente, la voz de Romero se hizo fuerte, poderosa, libre e indetenible. Cada domingo retumbaba por la radio para anunciar la paz y denunciar la guerra y los atropellos y, se escuchaba con esperanza en todo el país por cientos de miles, trascendiendo, incluso, las fronteras. Hasta que un día hizo un llamamiento directo a los hombres del ejército, guardia nacional y policía: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios… Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla… Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre (…) En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno, en nombre de Dios: ¡Cese la represión!”
Estas palabras fueron su sentencia de muerte y Romero estaba dispuesto a dar la vida, porque aprendió de Jesús que nadie tiene más amor que el que da la vida y que quien la da por amor no la pierde sino que la encuentra en la plenitud del Amor de Dios. Eso fue el 23 de marzo de 1980. Al día siguiente celebraba la misa en su capilla habitual y leía el evangelio del día: “Les aseguro que, si el grano de trigo caído en tierra no muere, queda solo; pero si muere, da mucho fruto.” (Juan 12, 24). Y comentaba, “Acaban de escuchar en el Evangelio de Cristo que es necesario no amarse tanto a sí mismo que se cuide uno para no meterse en los riesgos de la vida que la historia nos exige, y, que el que quiera apartar de sí el peligro, perderá su vida. En cambio, el que se entrega por amor a Cristo al servicio de los demás, este vivirá como el granito de trigo que muere, pero aparentemente muere” (…) “Esta es la esperanza que nos alienta a los cristianos. Sabemos que todo esfuerzo por mejorar una sociedad, sobre todo cuando está tan metida esa injusticia y el pecado, es un esfuerzo que Dios bendice, que Dios quiere, que Dios exige”.
Poco después, un disparo al corazón desde la puerta de la iglesia le quitó la vida en medio de la celebración eucarística. Hoy, de ese trigo que parecía morir, nace la espiga abundante del beato Oscar Arnulfo Romero; Su primer y más grande milagro ha sido unir a la Iglesia de El Salvador, derribar las sospechas y prejuicios políticos contra él en el propio Vaticano, que impedían ver que hablaba como obispo desde el Amor de Dios, que se levanta para defender la vida del pobre y del excluido. Cuánta falta nos hace en Venezuela la fuerza del espíritu fuerte, del amor de Dios que afirma a los débiles por encima de las armas, del poder y de la riqueza. ¡Beato Romero, ruega por nosotros, para que seamos capaces de defendernos como pueblo maltratado y democracia pisoteada y caminemos juntos hacia la reconstrucción reconciliada!