Fernando Torres
Había un hombre sordo y tartamudo, por no decir mudo del todo. Es decir, no había comunicación posible. Ni de él hacia la sociedad ni de la sociedad hacia él. Por eso, el sordomudo no fue él a Jesús sino que lo tuvieron que llevar. En realidad no era más que una especie de cosa inútil e inservible. Pero Jesús hace el milagro. Le cura, le abre a la realidad que le circunda. De repente, la comunicación se restablece. Aquel hombre, que por la falta de comunicación se había convertido prácticamente en una cosa, volvía a ser persona, miembro de la sociedad, hermano de sus hermanos. ¡Cómo no se iban a alegrar y admirar los que lo veían!
Jesús cumple así las expectativas del pueblo, representadas en las palabras del profeta Isaías en la primera lectura. En ellas está el título de esta homilía. Son palabras que podemos sentir como dirigidas a cada uno de nosotros por parte de Dios: “¡Ánimo. No temáis!” Porque Dios está con nosotros. Porque el Dios de Jesús es Padre y no quiere que ninguno de sus hijos se quede convertido en un trasto inútil e inservible, que se arrincona, que se deja a un lado. Dios quiere a sus hijos sentados todos a la misma mesa, al mismo nivel, compartiendo juntos el pan de las alegrías y las penas, de los gozos y las penalidades que conlleva siempre la vida humana. Dios quiere a sus hijos viviendo juntos en el amor y en la esperanza. Porque él es padre y madre que cuida siempre de sus hijos. Y sus hijos, lo último que pueden hacer es perder la esperanza y la confianza en su Padre. Por eso, no debemos de temer. Dios viene en persona a salvarnos.
En esta perspectiva, la de los hijos e hijas de un solo Padre, entendemos mejor las palabras de la carta de Santiago. ¿Cómo es posible que en la comunidad cristiana se haga acepción de personas? Como es posible que siga habiendo títulos, distinciones y privilegios? ¿Cómo es posible que siga habiendo luchas por el poder y por los primeros puestos? Y mucho cuidado con situar esos problemas sólo en las grandes alturas de la Iglesia. Eso sucede también en las comunidades parroquiales, en los grupos y movimientos, en las comunidades religiosas. Todos lo sabemos por experiencia. Por eso, hay que estar muy vigilantes. No hay que pensar que lo que dice Santiago es para otros. Lo decía por su comunidad de aquellos tiempos y lo dice por nuestra comunidad de hoy. La tentación del poder siempre estará presente en el corazón humano y es una amenaza fuerte y permanente para la fraternidad del Reino. Hace exactamente lo contrario de lo que hizo Jesús al curar al sordomudo. Excluye, divide y separa en vez de unir y juntar.
Para la reflexión
¿Hay luchas por el poder y los privilegios en mi comunidad? ¿Qué hacemos para defendernos de esa tentación? ¿Cómo se trata a los marginados en mi comunidad? Quizá la respuesta a esta última pregunta sea la clave para liberarnos de la lucha por el poder.