Sociólogo y profesor universitario de la UCV. Como director del Centro de Investigaciones Populares (CIP), Alexander Campos ha velado por la divulgación de sus investigaciones sobre el mundo popular venezolano. En esta oportunidad, quisimos realizarle algunas preguntas acerca de la cultura del venezolano, a la luz de la realidad del país en estas últimas décadas
Por Juan Salvador Pérez
—Los estudios de opinión, tanto cuantitativos como cualitativos, nos muestran que el venezolano es desconfiado, desconfía de las instituciones, del Gobierno, de la oposición, incluso desconfía de los otros. ¿Esto, en su criterio y experiencia, a qué se debe?
—Si el venezolano es tan desconfiado como, según usted, dicen esos estudios de opinión, ¿por qué debiera el venezolano confiar en quienes los hacen y revelar la identidad que le identifica tal cual es? ¿O por qué debería yo, siendo venezolano como lo soy, y por tanto desconfiado, confiar en esos estudios? De ese modo podríamos seguir y hundirnos sin posibilidad de salir a flote en la atmósfera que desde el poder se quiere que vivamos: desconfiando unos de otros. Al final de ese camino, en el único que habría que confiar sería en aquel que induce la desconfianza como base de nuestro relacionamiento societal. Lo que en la práctica sucede es que aquella desconfianza que tiene bases reales e históricas “infecta” a otros sujetos, experiencias y realidades de las que el poder quiere que desconfiemos porque a él sí le conviene en su proyecto de dominación.
Su pregunta, en el fondo, presenta como mala la percepción del venezolano con respecto a lo público. Pero te pregunto, ¿no tiene suficientes razones el venezolano para desconfiar de todo aquello que venga desde el poder? ¿Tiene alguna razón para tener fe y esperanza en una relación que no solo le da motivos para desconfiar, sino que desde hace mucho tiempo le da motivos para temerle? El poder, para el venezolano, no solo resulta un extraño, se ha convertido en un enemigo y, en el caso nuestro, en un enemigo mortal. La pregunta más bien sería cómo esa desconfianza todavía no se ha convertido en violencia abierta y defensiva, sino que se ha resuelto, en lo político, solamente en rechazo, alejamiento y desdeño.
Otra cosa es lo que preguntas sobre la supuesta desconfianza en el otro. A pesar de que la estructura de este poder-enemigo se desarrolla y desenvuelve al modo comunal, es decir, que convierte al vecino, al más próximo en un agente del poder y, por tanto, hace de las relaciones más cercanas unas relaciones de dominación, el modo convivial propio de la cultura venezolana ha logrado, proporcionalmente, desmontar el objetivo de esta maquinaria. No le ha sido fácil y en el camino ha fallado y sigue fallando, y el sistema de poder sigue intentándolo; no desiste en convertir al vecino en su delegado agresor, pero en general la cultura de apertura-confianza priva sobre la desconfianza. Ahora, mientras se mantengan en el poder van a seguir intentándolo y ninguna cultura es inmune a ataques tan estructurales.
—¿Qué modelo de organización social tenemos hoy los venezolanos como referente?
—Cuando dialogamos con las distintas comunidades del país –populares o no– sobre cómo ha sido su relación con el modelo de poder chavista, lo que narran es una historia de expulsión. Expulsión de la vida de las comunidades de todas aquellas experiencias organizativas que representen para esas comunidades algo distinto al chavismo. Por tanto, el chavismo no se ha impuesto por afirmación propia, sino por destrucción de la memoria de aquello que represente otra cosa, especialmente otra cosa en materia organizativa.
El primer trabajo del poder no fue imponer sus símbolos y representaciones, sino expulsar otros símbolos y representaciones o, si se quiere, un trabajo simultáneo de imponer los propios expulsando los otros. En ningún momento de su desarrollo, el chavismo ha convivido con lo distinto a él.
Con esto lo que queremos decir es que, a través de múltiples estrategias, el chavismo fue sacando de las comunidades y de la vida pública a todo aquel modelo que representara otra cosa distinta a su modo de concebir lo organizacional y el poder. Estrategias unas veces abiertamente violentas en las que se involucraba el uso de la delincuencia, y otras veces de una forma menos abiertamente violenta, pero igualmente efectiva, como recurrir a tácticas legales o administrativas para ahogar a estas organizaciones. El hecho es que de las comunidades fueron expulsadas –a veces resistiéndose, la mayoría de las veces sin resistir– aquellas organizaciones que no reproducían los esquemas, dinámicas, estructuras e intereses del poder político.
De ese modo las comunidades fueron quedándose solo con las estructuras comunales por un lado y, por el otro, con el gran referente histórico antipoder dentro de la historia venezolana que siempre ha sido la Iglesia católica fundamentalmente, y en algunos casos las iglesias evangélicas. Especialmente la primera ha permanecido, aunque no con esto queremos decir que lo haya hecho sin recibir modificaciones en la cualidad referencial de su presencia. No en todas las comunidades esto ha significado una presencia al modo alternativo al poder, a veces esta ha sido meramente acomodaticia. Sin embargo, el valor fundamental de esto es que representa para las comunidades la posibilidad de pensar y hacer otra cosa distinta al modo de relacionamiento opresivo del poder.
—¿Y la diáspora, qué papel ha jugado en la redefinición de la venezolanidad?
—A nuestra diáspora creo que todavía no se le ha comprendido en su exacta dimensión y no solo estoy hablando de su dimensión demográfica, que ya es bastante decir, sino de lo que ha significado en la construcción de lo que hoy somos como sociedad y como cultura. Es un trabajo que debemos abordar sin miedo, pero con seriedad y rigurosidad y, lo más importante, sin prejuicios. Se está estudiando cómo impacta nuestra diáspora a las sociedades donde se asienta, cómo es su tránsito hacia allá, cómo continúa su movilización y cuál es el comportamiento de los distintos sujetos de nuestra diáspora en los pueblos que los reciben y cómo los reciben, pero parece que no queremos ver que a lo interno ese vaciamiento va teniendo unas consecuencias y va dejando unas huellas.
Ninguna sociedad sale siendo la misma después de una debacle como la que produjo esta diáspora. Ella, en sí misma, es una devastación nacional que debemos comprender porque, no nos hagamos ilusión, no somos ni seremos los mismos.
Nuestro futuro está siendo construido desde la perspectiva de la diáspora. ¿Qué significa hacer familia y ser familia, ser jóvenes, hacer política, tener fe teniendo siempre la maleta hecha? ¿Qué sentido de la responsabilidad y hacia quién se tiene responsabilidad si se vive desde la experiencia de la diáspora? ¿El compromiso político, el compromiso religioso cómo se vive desde la diáspora? El poder que produjo la diáspora espera que el desarraigo que ella conlleva llegue hasta el alma porque mientras el desarraigo solo sea temporal y espacial siempre correrá el riesgo de convertirse en ira, en violencia. Por eso le conviene que la diáspora se mantenga, sin que exista un responsable por la misma.
—Aparece también en los estudios una suerte de desinterés por la política, los partidos políticos, incluso por lo “público”, ¿Podríamos hablar de que atravesamos un pesimismo por el cambio político?
—La lógica de la investigación científica tradicional no parece ser suficiente o, mejor dicho, estar capacitada para conocer en estas condiciones. Yo desconfío de esos estudios diseñados para conocer dentro de la norma. Hay que pensar y diseñar instrumentos, métodos no normativos, que capten una condición y una lógica fuera de la norma.
Aunque sí es cierto que en algún momento, especialmente cuando la crisis económica y social vivió su pico más alto, el venezolano se encontró con una experiencia inédita en su historia social y, por tanto, sin herramientas a las cuales recurrir para hacerle frente y se recluyó, como medida de supervivencia, en los limites más estrechos de la familia, también es cierto que rápidamente se dio cuenta de que esa no era la solución porque resultaba una estrategia que a la larga atentaba contra su propia forma de ser. Ese fue el momento en el que el venezolano fue más pesimista con respecto a lo “político”, a lo “público” entendido en sentido amplio.
De esa experiencia ha salido fortalecido. Encontró que lo “público” puede ser reconstruido en lo vecinal y así no solo sobrevivir y mantenerse, sino resistir y hacer frente, por tanto, hacer política ante el régimen.
La dura experiencia de estos años nos ha hecho entender que la solución política tradicional, los modelos, medios e instituciones políticos tradicionales no son eficaces ante un modelo político tan destructivo como el que representa el chavismo-madurismo, por tanto, no es que desconfía de lo político, sino de un modelo de hacer política ineficiente a la hora de entender y enfrentar este modelo tan destructivo que padecemos. Por supuesto, los actores y pensadores de la política tradicional evalúan esta posición del venezolano como un rechazo a lo político y, por tanto, a ellos, que representan “la política”. ¿No sería interesante preguntarse si detrás de eso que se llama desinterés por lo político lo que hay es una reconfiguración o reorientación de lo político? No se comprende cuando se compara una realidad con un modelo previo, se comprende cuando reconocemos cuál es el significado que esa realidad tiene en sí misma. Invito a leer lo que llaman desinterés por lo político desde esta clave de lectura.
—Vemos con preocupación que Venezuela vive un momento de gran desigualdad. El padre Alejandro Moreno hablaba del desencuentro de mundos. ¿Cómo podemos hacer para que los mundos se encuentren? ¿Qué debemos hacer para reencontrarnos?
—Cuando Alejandro Moreno hablaba de desencuentro de mundos no entendía este desencuentro en términos económicos. El desencuentro no tiene nada que ver con que ocupen lugares opuestos dentro de un mismo espacio. Es el desencuentro de los que habitando un mismo espacio practican la vida desde sentidos distintos.
Es verdad que el proyecto revolucionario chavista acentuó la profundidad de este desencuentro porque no solo nos alejó en términos de visiones de mundo, sino que profundizó la separación hasta llevarlo al plano físico. Hoy, más que nunca, el venezolano ha sido aislado, separado del otro, incomunicado. Por eso el reencuentro debe empezar por lo básico, por volver a crear las oportunidades para el encuentro físico, el encuentro que favorezca el mero intercambio. Nuestra experiencia nos dice que ya este mero acto tiene un potencial no solo terapéutico, algo nada desdeñable en nuestra realidad, sino como instancia necesaria para reconstruir redes que se conviertan en redes políticas.
Veo con mucho interés cómo a lo largo y ancho del país distintas organizaciones, especialmente de la Iglesia católica, están reconociendo esta necesidad y están abriendo las puertas de sus obras para que los fieles se reencuentren sin otro fin que el encuentro mismo. Muchas veces fallamos en los grandes proyectos porque no hemos puesto las bases para que las estructuras del proyecto se sostengan.
DESCARGA PDF Revista SIC N° 844. marzo – abril 2023.