Los venezolanos enfrentan una emergencia muy grave donde está en peligro la vida de las mayorías por el hambre, las enfermedades no asistidas por falta de medicinas e implementos y la violencia diseminada e impune. Ante este panorama es fundamental pensar y accionar los puntos básicos para una agenda de diálogo para la concertación
Pedro Trigo, s.j.*
Nuestra apuesta política fundamental consiste en un gobierno de concertación nacional o al menos un gran acuerdo, un horizonte básico alternativo, que se comprometan a respetar todas las partes. Queremos tematizar la importancia que tiene para nuestra situación este tipo de gobierno. La razón de fondo es que en el país no sobra nadie y, sin embargo, el Gobierno con su lógica revolucionaria –que entiende que todo comienza con él y que antes no ha habido nada bueno desde Bolívar, lógica muy reforzada por el talante militarista que plantea sus acciones de gobierno como batallas en contra de enemigos, que son en gran medida venezolanos– ha dividido a los venezolanos entre los que lo apoyan y los que no lo apoyan o lo adversan y, en contra de la obligación de un gobierno democrático, que es el gobierno de todos los venezolanos, solo gobierna para los que lo apoyan, es decir, que gobierna para sí mismo. Y una parte de la oposición, participando de esa lógica adversativa, cree que no hay nada que hacer con los que apoyan el proceso que inició Chávez.
Si nos plegáramos a esta lógica dejaríamos de ser cristianos, porque lo que distingue a los cristianos no son doctrinas ni ritos, sino relaciones: de filiación con Papadios y de fraternidad con todos. La relación de filiación excluye el endiosamiento propio y el individualismo, y por tanto excluye la aceptación de la lógica política y económica liberal, que está basada en los individuos libres que hacen de su vida lo que quieran, con tal de que no obstaculicen a los demás, pero compitiendo con los demás para que lo suyo prevalezca. La relación cristiana de fraternidad se extiende a todos, sin excluir a nadie, ni siquiera a los que se entienden como individuos sin lazos ni a los que excluyen, y privilegia a los pobres, porque ellos son el lugar de la universalidad concreta: solo cuando les vaya bien a ellos les irá bien a todos.
Por tanto, no podemos resignarnos a que en nuestro país triunfe un partido –sea cual sea–, una parte sobre la otra, de tal manera que la excluya. Este es un horizonte trascendente, porque está basado en que, en Jesús, el Hijo único y eterno de Dios, todos somos hermanos porque tenemos un mismo padre que es su Padre, y por tanto es un horizonte gratuito e incondicional, ecuménico, horizontal y simbiótico. Desde él no podemos aceptar un horizonte societal y político escindido y excluyente como el que existe hoy en el país; como tampoco podemos aceptar el horizonte que se ha impuesto a nivel global, que es todavía más excluyente ya que está basado en el dominio despótico del capital, y ni siquiera el productivo, sino el especulativo, que sacrifica a la mayoría de la humanidad, una mayoría creciente.
Por eso la incomodidad actual de los cristianos, que tenemos que rechazar la polarización política en nuestro país y que tenemos que rechazar igualmente la de la globalización neoliberal. Pero, no lo olvidemos, sin rechazar a los que rechazan, aunque rechacemos sus políticas. Por eso, para pasar de una confrontación antagónica a una variedad de posturas más o menos compatibles entre sí o que al menos no rechazan a los contendientes, sino que por el contrario los aceptan como conciudadanos con plenos derechos, tenemos que pasar por un gobierno de concertación nacional. En este gobierno no pueden faltar aquellos chavistas que ni absolutizan su horizonte ni se han dedicado a enriquecerse escandalosamente. Tenemos que decir de entrada que estos chavistas existen y que no son excepción.
Pero además de esta razón de fondo para encaminarnos a un gobierno de concertación como paso previo para retornar al pluralismo democrático, existe una razón, que podemos llamar de realismo craso: así como el gobierno actual no está gobernando porque está dedicando casi todas sus energías a combatir a los que considera sus enemigos, así, si hubiera referendo revocatorio y lo ganara la oposición y si hubiera elecciones y también las ganara, va a tener que emplear muchísimas energías en combatir a los chavistas en la oposición. Si no hay acuerdos básicos pactados por todos y que todos respeten, no vamos a salir del hoyo.
Hay que concentrarse en el país
Porque estamos tan mal, la emergencia es tan grande, que se necesitan todas las fuerzas para poner a flote al país y para eso hay que concentrarse en él. Luego habrá tiempo de volver al poder político relativo y no antagónico.
Para eso, claro está, todos tenemos que reconocer que estamos en una emergencia gravísima porque está en peligro la vida de las mayorías por el hambre, las enfermedades no asistidas por falta de medicinas e implementos y la violencia diseminada e impune; porque no podemos salir del hoyo por la falta de trabajo calificado y productivo; y no hay trabajo porque las empresas están arruinadas por el Estado; y las empresas expropiadas y, más en general, la administración no funcionan porque los criterios respecto del personal no son la cualificación para el puesto y la eficiencia demostrada, sino la adhesión a la causa, que es un criterio aberrante para un organismo que representa a los ciudadanos y está a su servicio y es responsable ante ellos y no, ante todo, ante el Gobierno, que debe mantenerse lo más independiente posible respecto del Estado, acentuando únicamente algunas líneas estratégicas de acuerdo con la ciudadanía y velando por su eficiencia, conjuntamente con los usuarios que son los más directamente implicados.
Todas las fuerzas del país deben concentrarse en que haya medios de vida y seguridad básica y para eso en que se reinstaure el circuito económico y que el Estado vuelva a su función básica, que no ejerció tampoco en las últimas décadas del siglo pasado. Por tanto, debe haber acuerdo básico respecto de estos problemas y del camino para resolverlos.
Este debe ser el objetivo del gran acuerdo nacional y del gobierno de concertación que lo lleve a cabo. Si esto no fuera posible, tiene que darse al menos un acuerdo signado por todos y que todos se comprometan a realizar. Sin embargo, como no es fácil exigir ese cumplimiento, creemos imprescindible el gobierno de transición, que no puede ser obviamente partidista.
Si insistimos que la solución no es salir de este Gobierno, sino salir de la terrible postración actual que está convirtiéndose en simplemente letal, no podemos proponer lo contrario de lo que hoy hace el Gobierno, sino lo contradictorio. No podemos irnos al otro polo porque los contrarios no son superadores. Ya hemos dicho que para nosotros no es ningún ideal plegarnos a la dirección dominante de esta figura histórica globalizada. El horizonte que tenemos que consensuar tiene que ser alternativo. Por tanto, ese horizonte alternativo tiene que ser una superación dialéctica de las fuerzas en liza, en el sentido preciso de que tiene que incluir sus positividades y negar sus negatividades. Ese horizonte es el que tiene que establecerse como el gran acuerdo en que convengan, en que convengamos, todos.
Puntos básicos para una concertación
Vamos a exponer, en base a la problemática detectada, que nos parece inocultable, los que consideramos como puntos básicos para una concertación en el aspecto político. Que no puede no tomar en cuenta los niveles sociales, económicos y personales de la situación, que no tocaremos nosotros.
Solo una palabra sobre el nivel personal: si la vida está en peligro, si la producción y la productividad está por los suelos, si el Estado casi no funciona, y si es verdad que estos son males muy graves, estamos convencidos de que el mal más grave que padecemos los venezolanos es el daño antropológico. La gente que de un modo u otro está aprovechándose de la situación, dejando de lado su dignidad, no es excepcional, sino que en cierto sentido da el tono a la situación. No es de ningún modo la mayoría, pero sí es una minoría consistente y, bastantes, empecinados en el mal. Si desde nuestro punto de vista no podemos excluir a nadie, tenemos que contar con procesos exigentes y prolongados de rehabilitación personal. Tenemos que combinar la justicia legal, sobre todo para casos ejemplarizantes, con la justicia regeneradora. Si no dedicamos muchos esfuerzos exigentes y prolongados a lograr la rehabilitación, el país no será viable.
Estos serían, a nuestro modo de ver, los puntos básicos para una agenda de diálogo para la concertación:
Estado como institución que administra los mínimos de bien común pactados por los ciudadanos, con la contraloría de ellos. Institución imprescindible, pero no única, de solidaridad social. Una institución que funcione efectivamente como órgano de la voluntad general, más allá del particularismo de tribus o de partidos que se presentan como facciones o de las élites económicas, culturales y sociales o más allá también de su propia lógica corporativizada.
Rechazamos que el Gobierno actual haya absolutizado al Estado, a la soberanía y a la seguridad nacionales y a la patria, con lo que, de hecho, ha relativizado a los ciudadanos, reduciéndolos a la condición de súbditos o adherentes entusiastas y colaboradores o a individuos meramente tolerados. Rechazamos complementariamente que haya que reducir al Estado a lo mínimo indispensable y haya que dar a los individuos, en realidad al capital, toda la libertad posible.
Si nos constituimos como personas por las relaciones horizontales y simbióticas que entablamos, no podemos absolutizar ni a los individuos ni a una institución. Tenemos que rescatar al Estado repolitizando a la sociedad con asociaciones intermedias, redes sociales, desde individuos densos en relaciones personalizadoras. También tenemos que reponer lo público en nuestro imaginario social, lo público como lo que no es susceptible de apropiación privada por parte de nadie, tampoco de un partido político ni de un líder mesiánico, y como lo que es responsabilidad de cada uno, compartida por todos. Hay que desterrar del imaginario social la idea del Estado como fuente de ingresos privados discrecionales, idea que se fue fraguando durante el siglo XIX, que fue desechada en la fase de modernización desde Medina hasta el primer gobierno de Caldera y que luego rebrotó hasta ocupar en buena medida el imaginario público.
Estado civil. El mínimo de un Estado democrático es que sea un Estado civil. No puede ser eclesiástico, por la injerencia, por ejemplo, de ayatolas o talibanes o de la institución eclesiástica. No puede ser cívico-militar, por la injerencia de los militares o por dar al estamento militar una participación programática en el Estado y el gobierno, ni por militarizar a la sociedad con la constitución de milicias como apoyo al gobierno, ni armando a grupos civiles, con el mismo objetivo, que serían así paramilitares. Tampoco puede ser un Estado plutocrático, por la injerencia del poder económico en las leyes y más aún en la administración de los asuntos, que acaba secuestrando lo público en función de sus intereses, de manera que las ganancias sean privadas y las pérdidas las asuma el Estado y finalmente la sociedad de a pie. Ni mediático, por la injerencia de los que dirigen los massmedia, que pertenecen a los grandes grupos económicos y están corporativizados. Tiene que ser un Estado civil. Por tanto, los militares tienen que volver a sus cuarteles y dejar de ser deliberantes, aunque retengan el derecho a voto. Hay que prevenir, en el otro polo, que gobierne el capital y, como un aparato suyo, como ahora lo son del gobierno, los massmedia.
Democracia representativa y responsable. Negamos la pretensión de la democracia directa, que, como ya experimentaron los griegos, siempre acaba en demagogia. Negamos también el predominio de la participación sobre la representación, porque la participación es imposible en ámbitos demasiado grandes y también en tareas demasiado complejas. Pero sí pretendemos que se dé efectivamente una representación auténtica. Esta supone un respeto básico de los gobernantes respecto de los gobernados, que actualmente no existe. El respeto se traduce en que el programa electoral tiene que ser efectivamente el programa de gobierno y por eso tiene que ser claro y preciso de manera que los ciudadanos sepan qué votan y puedan hacer luego la contraloría (el caso más claro de lo contrario fue el segundo gobierno de Carlos Andrés, que por eso acabó en su destitución).
Un punto de honor en ese Estado responsable que tiene que advenir es la trasparencia. No solo tienen que estar claros los presupuestos y al día su ejecución y las cuentas claras a la Asamblea Nacional y a la opinión pública, sino que los presupuestos se calculen por el estimado real de los ingresos y no se dé la ficción de un estimado muy bajo de ingresos, sobre todo la renta petrolera, para disponer de la diferencia discrecionalmente. La opacidad es el mayor atentado a la democracia, tanto porque la ciudadanía tiene derecho a informarse para hacer contraloría social, como porque es el mayor aliciente de la corrupción y lo que la convierte en sistemática e impune.
En la teoría y en la práctica hay que poner al Estado, en nuestro caso al gobierno, en su lugar. Él es mero mandatario de los ciudadanos. No es ningún poder originario, ningún poder de suyo y en sí. Y, por tanto, tiene que servir a los ciudadanos y no erigirse sobre ellos. Tiene que ser responsable ante ellos.
Separación efectiva de poderes, con jueces y miembros del poder moral y del Consejo Nacional Electoral independientes, tanto de partidos como de poderes económicos, íntegros y capaces, elegidos por consenso. No, como pasa actualmente, elegidos por el Ejecutivo por su reconocida subordinación a él y dependientes de él. No es alternativa superadora repartirse los cargos según la proporción de votos obtenidos. Tienen que ser realmente independientes.
Superación del rentismo. El rentismo que debe ser superado es el que convierte a la renta petrolera en la fuente principal de los recursos del Estado, mediatizado por el gobierno, y de la sociedad. Sin embargo, debemos de contar con la renta petrolera como palanca para motorizar la productividad de la sociedad y la solidaridad del Estado, de manera que lo puesto en movimiento supere con creces a la renta petrolera y se transforme en plataformas estables de dinamismo económico y solidaridad social. Eso es sembrar el petróleo.
Pero no basta. Como el recurso es volátil, no se puede sembrarlo todo; una buena parte tiene constituir fondos a largo plazo de estabilización macroeconómica y como renta para una seguridad social inclusiva, efectiva y a la altura del tiempo, que, sin embargo, también tiene que financiarse con las contribuciones de los ciudadanos mediante impuestos progresivos a la renta y no tanto con impuestos indirectos.
Meritocracia en todas las áreas del Estado, oposiciones y carrera administrativa en base al desempeño. No, como pasa actualmente y pasó, aunque en menor medida, anteriormente, dar cargos como modo de premiar a sus militantes, con la única credencial de la adhesión a la causa. Esto requiere un proceso arduo de reinstitucionalización en base a los méritos y la vocación de servicio público.
Este rediseño reclama el surgimiento en el país de una cultura institucional, en el sentido preciso de concebir y valorar las relaciones abstractas, im-personales, sin rostro y nombre conocidos, basadas únicamente en el atenerse a las funciones y los protocolos, y descartando el familismo, amiguismo y partidismo. Valorar este tipo de relaciones equivale a considerarlas como fuente imprescindible de personalización.
Servicios públicos eficientes: educación, salud y seguridad social a la altura del tiempo. Como se logró en los años 60 y 70. Se excluye la educación ideologizada y partidizada, la salud atomizada en misiones e ineficiente, y la seguridad social reducida a una cobertura mínima y no pocas veces como premio a los suyos. Se excluye el otro extremo: reducción al mínimo de esos servicios y privatización de los servicios como norma general. Esto requiere un sistema tributario equitativo (no basado sobre todo en impuestos indirectos) y eficiente (no tanto a las empresas cuanto al patrimonio).
El servicio público mínimo exigible, que actualmente no se da, es el de la seguridad básica: fin de la impunidad generalizada. Para lograrlo, no puede haber guardias, policías ni jueces empleados partidísticamente, sino altamente profesionalizados y moralizados.
Apoyo del Estado a la empresa privada productiva con función social. Se excluye la guerra actual a la empresa privada y el apoyo a las empresas gobiernistas, que son el equivalente de las subsidiadas antes del régimen actual. Se excluye también el Estado empresario por el robo descarado de empresas privadas que una vez en manos del Estado han dejado de ser productivas. En el otro extremo se excluye también la libre empresa ocupada solo en optimizar sus ganancias a costa de sus trabajadores y de los consumidores. La propuesta es que el Estado custodie que la empresa privada cumpla con su responsabilidad social, que no equivale a propaganda corporativa, sino que se ejerce con sus proveedores, sus trabajadores y los destinatarios de sus productos, mediante relaciones simbióticas en las que todos salgan ganando y no seguir jugando el juego de que lo que gana uno, pierde el otro.
Empresas básicas del Estado, con productividad. Sobre todo, las de petróleo. Tiene que estar institucionalmente claro que estas empresas no son del gobierno y que por tanto no pueden ser llevadas de modo clientelista y discrecional, sino que tienen que restringirse a lo suyo, llevado eficientemente. Pero no pueden constituirse, como llegó a pasar antes de Chávez, en un Estado dentro del Estado. Complementariamente tampoco deben ser privatizadas. Ante todo, porque las ganancias tienen que ser para los venezolanos y compartirse entre la empresa adjudicataria y el Estado; pero también porque es bueno para el Estado, como pasó con la nacionalización, tener solvencia empresarial a la altura del tiempo, de manera que esa cultura se disemine en la sociedad.
Descentralización participativa porque, como insistimos desde el comienzo, así como en lo muy extenso y complejo es inviable la democracia participativa, en lo local es en extremo conveniente para que los ciudadanos tengan conciencia de lo que es decidir y gestionar responsablemente. Este objetivo de la descentralización excluye que de hecho funcione, como en buena medida ha sucedido hasta hoy, como el reino sin control de los poderes fácticos locales: los caciques, la oligarquía local, los adinerados de siempre.
Si no hay democracia a este primer nivel es porque los ciudadanos se desentienden de su responsabilidad, porque no son demócratas, porque no asumen las riendas de su destino, o porque no han adquirido suficiente consistencia como para que pongan en su lugar a los poderes fácticos.
En ambos casos, aunque haya democracia procedimental, nunca habrá democracia real en el país, hasta que los ciudadanos crezcan en densidad personal y responsabilidad. Por eso es tan importante ir logrando una participación cualificada a nivel local.
Dar lugar al pueblo como sujeto consciente, en vías de capacitación continua y organizado. Esto excluye dos extremos: ante todo, el actual: hacerlo todo en nombre del pueblo, utilizándolo partidísticamente y en el fondo como cliente. Pero también excluye, el otro lado, tratarlo como mero ciudadano, indistinto de los demás. Frente a esos dos extremos nosotros propugnamos una discriminación positiva para contrarrestar la discriminación negativa. El punto de partida, también en nuestro país, es la democracia liberal, que parte de que todos los ciudadanos son iguales ante la ley. De ese modo la ley reconoce y protege la desigualdad real del punto de partida de la constitución democrática. El otro polo, es el del Gobierno actual: hacerlo todo en nombre del pueblo, pero mediatizándolo, utilizándolo como mera correa de trasmisión de sus políticas y como coro aplaude y acuerpa, a cambio de dádivas en dinero o en especie. La dependencia del pueblo lo infantiliza y a la larga le causa mayor daño que quien lo desconoce y obliga a que dé de sí al máximo por estar en condiciones de inferioridad.
La superación dialéctica es la discriminación política, que va unida siempre a la exigencia. Lo que se da, sobre todo, son facilidades para la capacitación a la altura del tiempo y la posibilidad de crédito en condiciones favorables para sus emprendimientos; todo eso, con los debidos controles de calidad. También se propicia su organización, pero en organizaciones de base, no clientelares.
Estos serían a nuestro modo de entender los elementos mínimos de un horizonte superador realmente alternativo, con las actitudes básicas que los posibilitan.
*Miembro del Consejo de Redacción de SIC.