Es importante contextualizar su figura; así veremos la correlación entre el tiempo que le tocó vivir y el nuestro.
Por Pedro Trigo, s.j.
Trascendencia histórica del empeño de poner a Venezuela a la altura del tiempo en medicina
Nace el año 1864, el año siguiente al Tratado de Coche que dio fin a la guerra federal, que no sólo fue devastadora, sino que dejó al país dividido entre dos bandos enconados. Respecto de la institución eclesiástica, que se había identificado con el bando conservador, la época en que nace es de persecución y desmantelamiento institucional, tal vez el más sistemático y hondo de América Latina, llevado a cabo por Guzmán Blanco. Cuando se inicia el siglo XX, las dictaduras andinas se llevan a cabo bajo la inspiración positivista; son dictaduras para el desarrollo. Por eso sólo se alzan contra ellas pidiendo libertad los que habían nacido en ellas: la generación del 28. Las generaciones anteriores transigieron con la falta de democracia por el logro de la paz y el camino al desarrollo. Pero este desarrollo fue muy incipiente en casi todos los campos hasta Medina Angarita en la década de los cuarenta cuando la modernización ya se hizo notar. A nivel religioso los regímenes que siguieron a Guzmán Blanco mantuvieron la misma normativa en la que la institución eclesiástica carecía de entidad legal, pero en la práctica transigieron en sus actividades, incluso alguno apoyó discretamente.
Pues bien, en ese ambiente, JGH nació y vivió como cristiano consecuente, manteniendo en la Caracas positivista la fe abierta, que en los Andes nativos contaba con un ambiente buen conductor. A nivel humano y científico se cultivó dando el máximo de sí, en un medio en el que había muy pocas oportunidades. Habría que decir que tuvo el privilegio de estudiar en el colegio de más prestigio de Caracas, casi el único, gracias a la visión de su maestro y al sacrificio de su padre. Pero en el colegio destacó tanto que desempeñó funciones de disciplina y enseñanza. Luego, gracias a su trayectoria académica, obtuvo una beca para especializarse en medicina en París con los médicos más notables del momento y con los instrumentos médicos más avanzados. El compromiso era traer esos mismos elementos (tanto los libros como los laboratorios) al país y llevarlos a la facultad de medicina y enseñar en ella para socializarlos. Y lo hizo con toda solvencia, en emulación positiva con sus colegas médicos. Unió la investigación con el ejercicio responsable de la medicina. Más aún, siempre consideró que la investigación y los adelantos técnicos eran un medio poderoso para lo que constituía el fin de la medicina: poder curar y sanar a los seres humanos con más solvencia.
Y lo hizo públicamente desde su vivencia cristiana de Dios, creador y amigo de la vida, y de Jesús, que vino para que tuviéramos vida y vida abundante y que se la pasó sanando enfermos. Lo hizo congruentemente desde su vivencia cristina, aunque el ambiente y más concretamente aquel de científicos y especialistas en que se desenvolvía consideraba a la religión como algo retrógrado, incompatible con la ciencia y el mundo moderno que empezaba a formarse a partir de ella.
Creemos que en nuestro país este empeño pionero por asumir la comprensión y el funcionamiento de lo humano y su incidencia científico-técnica en ello para corregir sus desperfectos y optimizarlo, como un empeño por el que merece la pena vivir y esforzarse y dar lo mejor de sí, no fue algo que dio el tono a nuestra sociedad hasta el comienzo de la democracia, a principios de los años sesenta, cuando tomó carta de ciudadanía e impregnó el ambiente hasta configurar una emulación positiva en esa dirección. Pero en las dos últimas décadas del siglo pasado se fue desdibujando y hoy está ausente del ambiente. Y sin embargo la situación lo reclama perentoriamente, aunque la mayoría no se dé por aludida y además no haya estímulos ambientales sino carencias clamorosas que hacen heroico entregarse a ese empeño.
Por eso, una figura como la de José Gregorio Hernández, que se dedicó a ello con solvencia, no para subir en la escala social ni para hacer dinero, sino como un empeño vocacional en favor de los seres humanos, sus conciudadanos, es muy oportuna e inspiradora.
¿Huir del mundo para servir a Dios o servir a Dios en el mundo?
Ahora bien, al desarrollar su vida cristiana en el esquema de restauración de la cristiandad, entendió que el extremo de la entrega al Señor estaba en la dedicación completa, incluso exclusiva, a él. Por eso se fue a la cartuja y luego intentó estudiar en Roma y en Caracas para ser presbítero. La salud le impidió hacerlo en Europa, además el consejo del arzobispo, le insistió que lo que Dios quería para él era que continuara su labor profesional con el espíritu con que lo hacía. Y el arzobispo se lo dijo por los muchos que acudieron a él, haciéndole ver lo necesario que era el ejercicio de la medicina tal como lo venía haciendo, que era un servicio indispensable por lo eficaz y lo luminoso, es decir lo ejemplar; hoy diríamos que un verdadero ministerio laical.
Hay que recordar que desde la antigüedad todos los libros sobre espiritualidad se dirigían a sacerdotes y religiosos. El primero que fue escrito para laicos que vivían en el mundo fue la Introducción a la vida devota de Francisco de Sales (1609), pero aun ella se refiere a cómo hacer oración y recogerse en medio del mundo. No trata del sentido santificador de la vida en el mundo, llevada como Dios quiere. Para esta orientación cristiana consciente y consecuente habría que esperar hasta el concilio Vaticano II, que se centró en la responsabilidad con el hermano y ante la historia (GS 55), prosiguiendo la dirección vital y el espíritu de la encarnación del Hijo de Dios.
Muchas personas han vivido esta responsabilidad a lo largo de la historia del cristianismo. La han vivido consecuentemente por seguir con fidelidad la incitación del Espíritu desde más adentro que lo íntimo suyo. Pero el no poder teorizarla, porque la doctrina era dicotómica entre lo natural y lo sobrenatural e incluso entre la contemplación y la acción, ha creado en no pocos la tensión entre lo que sentían que era lo más perfecto y por tanto aquello a lo que les llamaba Dios y el fruto que producían en su vida profesional vivida, de hecho, aunque no pudieran teorizarla así, como una verdadera vocación cristina. La serenidad con que vivió esta dedicación JGH y la fecundidad de su entrega hacen ver que él también la vivió así. Pero los tres intentos de ir hacia lo que consideraba más perfecto, indican también la dicotomía que sembró en él esa doctrina típica de la cristiandad, que obviamente no puede remontarse a la vida de Jesús, que pudo ser sintetizada diciendo que “pasó haciendo el bien y liberando a todos los oprimidos por el mal” (Hch 10,38).
Una trayectoria oportuna y fecunda, que nos llama a hacer lo mismo
Hoy nuestro país está desmantelado, tanto a nivel de las estructuras y de la producción como de la investigación, del estudio, de la enseñanza, incluso de la convivencia. Por eso es claro que el tiempo nos demanda que demos la talla, que pongamos a producir lo mejor que Dios ha puesto en nosotros y que lo hagamos, como él, no para nosotros sino para reconstruir el país en emulación con los que están en lo mismo.
No vivir un presentismo vacío, no derrochar la vida de manera que se nos escape como el agua entre las manos, ni cualificarla para nuestro provecho individual o de grupo, sino dar lo máximo de nosotros para que en Venezuela haya vida y dinamismo y una estructura productiva y societaria sólida y en favor de todos es una demanda de la época y de Papadios en ella. Y más concretamente Dios nos pide que demos al máximo de nosotros mismos, pero que no nos desarrollemos para subir y para provecho de los que pueden y tienen, sino incluyendo sistemáticamente a los pobres, estando a disposición de ellos, en una atención cualificada y horizontal que los haga verdaderos sujetos.
JGH no sólo es el médico de los pobres, que ya es muchísimo. Fue una persona que estuvo a la altura de su tiempo histórico, con ayuda de sus padres y de otros, pero sobre todo con su esfuerzo tenaz y personalizado, pero no un esfuerzo autocentrado y egoísta sino para aportar al país y específicamente a los enfermos y a la medicina, en este orden. Así se lo hace notar a su sobrino que estudiaba medicina: “te encargo mucho que no pierdas de vista el fin de tus estudios, y que no es para ser buen histologista, ni fisiologista, ni bacteriologista sino para ser buen médico, y es buen médico el que sabe curar a sus enfermos, lo cual se empieza a aprender, no en el laboratorio, sino en el hospital; el laboratorio es simplemente un auxiliar, pero la clínica es lo esencial” (Nueva York nov,12,1917). Hoy necesitamos saber servir eficazmente, a la altura del tiempo, a nuestros conciudadanos, sobre todo a los más necesitados.
Ahora bien, antes que eso y de modo más radical, necesitamos querer servirlos y no servirnos a nosotros mismos ni llegar a estar arriba para que nos sirvan los demás. JGH supo y quiso servir y lo hizo de modo eximio. Y así se humanizó según el paradigma de Jesús, es decir se hizo santo.
Y esto es lo que percibieron con gran edificación sus contemporáneos de todas las clases sociales. Los que más lo consideraron suyo fueron ciertamente los pobres, pero su muerte la sintieron todos y todos en coro celebraron lo que había sido su vida, empezando por sus colegas positivistas y otros intelectuales progresistas que por eso se habían despegado del cristianismo y que en ese momento ensalzaron esa posibilidad cristiana, porque eran conscientes de que lo que había llegado a ser JGH lo vivió desde su congruencia cristiana.