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Zimbabue, dudas ante la reconfiguración

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Javier Contreras

Hablar de este país africano es hacer referencia a un gobierno envuelto en abusos y autoritarismo, y ese gobierno tiene nombre propio: Robert Mugabe. Desde su independencia del imperio británico, a través de una lucha armada que terminó en 1980, la antigua Rodesia del Sur ha estado bajo el mandato de quien es considerado uno de los padres de la nación y, quien hábilmente, ha sabido sacarle provecho a tal condición. Entre 1980 y 1987 gobernó ejerciendo el cargo de Primer Ministro, y luego de una reforma que permitió concentrar el poder en la figura del Presidente, ha ocupado ese cargo con férreos controles políticos y militares.

Luego de 37 años, los desgastes, los quiebres y las resistencias hacia su figura y su forma de concebir el poder, se han hecho cada vez más frecuentes. A la atmósfera política hay que añadirle la delicada situación económica imperante, y como dato relevante, tener en cuenta la avanzada edad de Mugabe, quien tiene 93 años. Con todos estos ingredientes se puede comprender mejor lo que ha venido ocurriendo en el país desde el 15 de noviembre, acontecimientos que, al menos en las primeras de cambio, no arrojan suficientes luces para un diagnóstico definitivo de los motivos, y mucho menos, una predicción de los posibles escenarios a corto plazo.

Una de las aspiraciones compartidas por la mayor parte de la comunidad internacional, es el establecimiento de condiciones realmente democráticas en Zimbabue, aspiración que no se cristalizará, automáticamente, con la salida de Mugabe. Esta intuición, casi elemental, gana consistencia cuando se ve que las Fuerzas Armadas, brazo ejecutor de los abusos del Presidente, se ha erigido como la institución encargada de sanear y adecentar el accionar político.

Con las características antes descritas, es lógico pensar que el tema de la sucesión en el poder es el gran tema, tanto para partidarios como para adversarios del ahora senil  Mugabe. Las desavenencias entre el histórico líder y parte del movimiento político al que está ligado, crecieron en la medida que la primera dama, Grace Mugabe, ganó protagonismo y peso en la toma de decisiones, llegando a convertirse en opción para hacerse con la presidencia. Esta pretensión no fue bien recibida en el seno del partido gobernante, incluso una buena parte de la población consideró una traición el tarto que recibió el vicepresidente y héroe de guerra, Emmerson Mnangagwa, quien fue depuesto de su cargo y expulsado del país.

La actuación de los militares no ha sido del todo clara, circunstancia que alimenta la especulación sobre la posible división interna en cuanto a cómo manejar este conflicto. Esa posible división bien podría ser cierta, ya que también existe entre los aliados a Mugabe, y no obedece exclusivamente al tema de quién será el nuevo Presidente, la pregunta es el por qué habría de serlo. Esta distinción coloca la mirada en una disputa generacional, no en un impase ideológico, y por eso los militares no acaban de tomar una postura más firme.

Si finalmente la controversia se centra en el cambio nominal y no programático,   la salida de Robert Mugabe tendrá impacto, pero no apunta a la democratización de las estructuras de Zimbabue. Es sano que no se consumara un golpe de Estado, con la violencia y las consecuencias que suele traer aparejadas; de igual manera sería sano que, quienes celebran la salida de Mugabe, comprendan que se está dando en una coyuntura que no anima a pensar en transformaciones reales. No cambiará el autoritarismo con rasgos dictatoriales mientras no se cambie el modelo que ha permeado la cotidianidad.

 

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