Pedro Trigo, SJ*
Siento íntimamente que el 10 de julio es una fecha para celebrar y para dar gracias a Dios y a muchísima gente. Celebro mis 50 años de cura desde otra época que aquella en la que fui ordenado, pero no he vivido ninguna ruptura interna, sino aquilatamiento de la opción.
Me ordené al acabar tercer año de teología. Salvo algunos profesores que pertenecieron como expertos a la minoría conciliar, los demás, partiendo de que lo anterior no valía, nos daban las líneas más gruesas de la versión conciliar de su materia. La tesis, por ejemplo, del profesor de Derecho Canónico fue que el Derecho Canónico vigente no valía, pero que de todos modos no podía dejar de haber un derecho en la Iglesia. Yo compartía esas líneas maestras, pero eso no equivalía a un tratado en toda la regla. Lo que sí se nos dio copiosamente y lo absorbimos entrañablemente fueron los cursos de Biblia, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento.
Además, estudié la teología con un grupo de compañeros en una residencia universitaria para latinoamericanos, sobre todo postgraduados, en el campus de la universidad Complutense. Era un tiempo de secularización y de lucha ideológica. Nuestro apostolado, por así decirlo, consistió en dar testimonio, desde la convivencia fraterna con todos, de que se podía ser plenamente humano estudiando para cura y practicando el celibato.
Cuando esperábamos en la sacristía al obispo para ordenarnos yo dije a los compañeros que ellos eran testigos de que yo no tenía intención de ser ordenado sacerdote; que yo quería ser cura. Esto da cuenta de que la ordenación presbiteral se dio en un ambiente fuertemente contrastado, en el que la mayoría no había aceptado el Concilio y lo resistía activamente. Nosotros teníamos conciencia de la tremenda ruptura que significó el Concilio, que para nosotros consistió en pasar del fariseísmo cristiano y la salvación por el sacrificio ritual, a la encarnación solidaria en la sociedad que nos tocó vivir, siguiendo a Jesús de Nazaret y dejándonos guiar por su Espíritu y participando de su misión.
Ahora bien, era cierto que tenía más claro lo que no quería ser que aquello para lo que había sido ordenado. Yo tenía claro que Jesús nunca aparece en el templo ofreciendo sacrificios rituales ni dice nunca que eso sea lo que Dios quiere para nosotros. Tenía claro que Dios no lo envió al mundo para que fuera sacrificado y que sacrificarlo en la cruz fue el acto más inhumano de la historia. Lo que, sin embargo, culminó su vida, entregada a su Padre y a nosotros, fue el modo como él vivió la tortura: arrojándose en los brazos de su Padre cuando sentía su abandono y culminando así su existencia de Hijo, y llevándonos a todos en su corazón y pidiendo a su Padre por sus asesinos, consumando así su condición de Hermano de todos. A ese Jesús quería seguir como discípulo y de esa misión filial y fraterna quería participar y me sentía llamado a hacerlo. La Cena del Señor sería el símbolo vivo: Jesús nos da su persona (su cuerpo) y su vida (su sangre) para que, recibiéndola y haciéndola vida de nuestra vida, hagamos lo mismo: la entreguemos a los demás en memoria suya y en su seguimiento.
Para encauzar mi modo de ejercer el presbiterado me ayudó enormemente el tiempo que pasé en Perú con Gustavo Gutiérrez el año 1973. Él vivía en una parroquia popular y cuando lo llamaba siempre se ponía al teléfono alguien distinto, obviamente popular, que estaba allí como en su propia casa. Los fines de semana iba a un barrio en formación en el que el maoísmo, lo que sería Sendero Luminoso, pretendió llevarse al grupo juvenil de la parroquia; el domingo a la noche decía misa en la iglesia de un mercado popular; y cuatro días al mes acompañaba a una comunidad cristiana en una zona campesina de la sierra, en tiempo de reforma agraria y resistencia de los hacendados. Asistir desde estas vivencias a los cursos, seminarios y conferencias de Gustavo Gutiérrez me dio el humus vital desde el que robustecer mi pertenencia a la Teología de la Liberación. Aunque estudié concienzudamente, no la pensé sistemáticamente desde un escritorio sino desde esta compenetración con cristianos populares en un clima muy contrastado.
Esto se concretó en mi pertenencia al Centro Gumilla, en el que pasé un mes antes de ir a Perú y al que regresé a principios del 74 y en el que sigo hasta hoy. En él seguíamos el acontecer nacional desde la perspectiva latinoamericana pretendiendo que la democracia se profundizara con el protagonismo del pueblo organizado y la colaboración de profesionales solidarios. En ese momento tomaba gran auge la inserción de la vida religiosa en barrios y nos dedicamos a acompañarla, apoyando a los grupos y organizaciones que iban surgiendo, desde las comunidades eclesiales de base. Insistíamos tanto en la alimentación cristiana de este proceso, como en el compromiso social que de él se derivaba. Lo que más me alimentaba a mí era la lectura orante del evangelio y la Cena del Señor celebrada comunitariamente, además de la compañía fraterna de tantas hermanas y hermanos.
La demanda era mayor que nuestras posibilidades y viví esos años de un lado para otro, escribiendo papeles de trabajo para discutir en los grupos, que luego se convertían en artículos y no pocos finalmente en capítulos de libros. Como se ve, un modo de producción muy inductivo. Quiero insistir que siempre me consideré como un teólogo interdisciplinar, lo que significa que para mí no se daba la dispersión sino la complementación de los diversos niveles de la realidad desde la perspectiva cristiana. Y el alimento de fondo, lo que me ayudaba a no perder la perspectiva, era, además de la oración cotidiana, la lectura orante del evangelio en comunidades populares y la Cena del Señor celebrada en ellas. Ellas fueron también alimento para mi teología.
También daba misa los domingos en parroquias y tenía charlas, retiros y Ejercicios. Y desde el año 80 comencé las clases de teología, que para mí formaron parte también de mi oficio de cura.
Lo que sentí vivamente, no como ruptura interior, sino como sentirme fuera del horizonte vigente fue la entrada abrupta en el ambiente del neoliberalismo en la segunda mitad de los años 80. Hasta entonces, aunque en la oposición, nos sentíamos todos en el mismo horizonte ya que los valores reconocidos, aunque no siempre practicados, ni mucho menos, eran cristianismo secularizado, es decir sin remitirse a sus fuentes. La honradez, la justicia, la laboriosidad, la verdad y la solidaridad era lo que se valoraba, por eso si un empresario se enriquecía con prácticas deshonestas tenía que hacer ver lo contrario porque no se estimaba la riqueza mal habida. Pero desde que se estableció el horizonte neoliberal, se abandonaron esas finuras y sólo contó tener establemente mucho dinero. Insisto que no sentí crisis interna. Pero sí me pareció que me quedaba solo. Por eso sentí la necesidad de intensificar la relación con Dios y con Jesús para dejarme guiar realmente por su Espíritu y no por otros espíritus sacralizados.
Además, poco a poco empezó a bajar la inserción al envejecer los, y sobre todo las, insertas y haber pocos reemplazos y al sobrevenir la crisis económica cada vez más aguda que empujó a la vida religiosa a la concentración en instituciones económicamente solventes. La gente popular se fue quedando sola y a la larga decayeron las comunidades. También los políticos dejaron solo al pueblo. Faltaba el trabajo y se agudizaba la crisis económica. Por eso, la resonancia de la prédica de Chávez, que puso todo eso al descubierto y prometió renovarlo todo desde el protagonismo popular. Por eso no pocas de esas comunidades se hicieron chavistas. Él tuvo el poder de encantar a la gente. Pero al fin el que no estaba completamente ciego fue capaz de ver que unimismaba a la gente en torno a él y por eso robaba la condición de sujeto: si “yo soy Chávez”, como se decía, no soy yo y si “todos somos Chávez”, como se escribía en las paredes, Chávez nos había robado a todos la condición de sujetos. Sin embargo, el montaje que hizo en los barrios, llevando a cabo contra el querer de la gente lo que había propuesto en el referéndum para reformar la Constitución, que perdió, dificultó enormemente que se dieran organizaciones de base. Sin embargo, todavía sigo acompañando a comunidades de base y de solidaridad en medios populares.
Quiero expresar que entiendo mi oficio de cura desde mi participación fraterna en lo que podemos llamar primera comunión o primera eclesialidad, que consiste en llevarnos mutuamente en la fe, en el amor cristiano y en la vida. Es lo que está promoviendo intensamente el papa Francisco con el nombre de sinodalidad: caminar juntos como cristianos. Es tan patente que he vivido así que en ninguna de las comunidades en que he compartido me han llamado “padre”, sino “Pedro” o “hermano Pedro” o simplemente “hermano”. Por eso yo les digo que no estoy ahí para ellos, sino que acudo, como ellos, porque, como ellos, lo necesito. Acudo fundamentalmente como cristiano, aunque desde esta comunión básica les ayudo como cura. Esto es tan verdad que, al faltar por la pandemia la posibilidad de encuentros presenciales, tenemos uno los domingos por zoom y realmente que me ayuda mucho, como a los demás. Ya van más de 40 sesiones.
Desde este estar como paciente pastoral, ejerzo mi papel de cura. Consiste en poner a la gente con Jesús o, mejor, en ayudar a que se pongan para que, contemplándolo con su mismo Espíritu, lleguemos a ser sus discípulos y a participar de su misión. Consiste también en inscribir el caminar cristiano de cada uno y el de las comunidades en el de la Iglesia venezolana y latinoamericana y universal y en esa historia viva que se remonta a los primeros seguidores a los que llamó Jesús y a los que se les apareció recreado por su Padre y les entregó su Espíritu para que prosiguieran su misión. Eso, no ante todo como disertaciones sino cuando viene a cuento, como acto de comunión. También consiste en celebrar con ellos la Cena del Señor y en dialogar personalmente con ellos y en el sacramento de la reconciliación.
Quisiera inscribir esta vivencia personal en el discernimiento de Ignacio de su “presbiterado a la apostólica a título de pobreza”, tal como aparece en la Autobiografía, un discernimiento implícito, porque en ella no se dice explícitamente ni una palabra de por qué se hizo presbítero, pero un verdadero discernimiento. Lo hago, no sólo porque estamos en el quinto centenario de su conversión, sino porque me siento en el mismo camino. Lo que puedo llamar mi conversión consistió en no dedicarme a mis aficiones, como había comenzado a hacer con todo empeño, sino a poner mi vida en que Jesús no sufriera tanto, porque la vista diaria, de dos grandes crucifijos, a la mañana en la parroquia en la que iba a misa, como en un santuario mariano, donde acudía todas las tardes a hacer una visita a la Virgen, era para mí la señal de lo que estaba sufriendo Jesús. Yo sabía obviamente, que él había sido resucitado, pero no me podía quitar de la cabeza que si lo veía así es porque algo marchaba muy mal en el mundo, que lo hacía sufrir tanto. Eso que lo hacía sufrir era para mí, sobre todo, la opresión de los trabajadores.
Ser jesuita fue para mí la concreción de esa llamada y mi destino a Venezuela por parte del provincial y en el fondo del maestro de novicios fue porque intuyeron esta radicalidad social de mi entrega a Jesús de Nazaret y comprendieron que aquí se realizaría más libre de trabas. Por eso estoy aquí desde los 17 años.
Ordenarme a título de pobreza conllevaba para mí la solidaridad con los pobres, no como individuos sino como cuerpo social personalizado. A la apostólica significaba no ligarme a una estructura eclesiástica, como, por ejemplo, una parroquia, sino donde hiciera falta, y no para inscribirme en lo estatuido, sino para empatar con la misión de Jesús, refiriendo todo a él explícitamente y tratando de hacer lo equivalente. Creo que con muchas limitaciones y a la medida del don recibido, eso es lo que he tratado de vivir.
Al comienzo de los años 70 todavía la palabra revolución tenía para mí un gran prestigio; incluso creía que nos encaminábamos a ella poco menos que inexorablemente. Aunque siempre coloqué a Jesús en el centro y por eso relativicé la política. Pero ya para el 74 pensé y escribí en esta revista que no tenía sentido una alianza de los cristianos con el marxismo y también pensé y escribí que yo no iba a ver en Venezuela ninguna revolución. Quiero decir que, aunque en ambientes de compañeros cristianos latinoamericanos había por aquellos años una sobredeterminación política que no hacía justicia a la realidad y aunque yo también la sobreestimé al comienzo, nunca dejé de poner en el centro a Jesús ni de considerar mi misión como ayudar a que se viera la pertinencia de seguir a Jesús en ese proceso de superación del orden establecido injusto, excluidor y deshumanizador.
Hoy el problema es el contrario: para la mayoría lo que es inexorable es la dirección dominante de esta figura histórica globalizada. El que vive de este modo, lo teorice de un modo u otro, de hecho, se entiende como un miembro de este conjunto y no ya como una persona libre, responsable y fraterna y tampoco filial, porque absolutiza la dirección dominante de esta figura histórica. Para mí nada es inexorable porque siempre podemos seguir el Espíritu de Jesús, porque el Resucitado es el Señor de la historia. Mi condición de cristiano y de cura me lleva a proclamar esta esperanza, a caminar en esta dirección y a hacer lo posible porque más y más se encaminen hacia la fraternidad de las hijas e hijos de Dios que nos alcanzó Jesús.
A pesar de que esta globalización, que entiende al mundo como mercado, no es mi mundo, me siento hermano de todos, tanto de los excluidos y oprimidos, como de los opresores deshumanizados y, por supuesto, de los solidarios. Entiendo que forma parte de mi misión de cura pedir por todos, proclamar que no se puede excluir a nadie y marchar con tantas y tantos hacia una alternativa realmente superadora, que retenga la ciencia y la técnica, pero que aspire a que todos seamos sujetos responsables y solidarios en una emulación simbiótica que nos potencie y humanice y haga viable y floreciente la vida del planeta.
Siento que cada día tengo menos fuerzas; pero sigo tratando de dar de mí. No estoy de ningún modo satisfecho; pero creo que mi vida ha merecido la pena y que en el fondo ha sido una vida en fidelidad, a pesar de lo que capto en mí como pobreza humana. Por eso, lo que quiero y deseo es seguir más a fondo cada día, con la gracia que nos alcanzó Jesús y con la ayuda de tantas hermanas y hermanos, sin los que no sería nada. Con ese deseo quiero celebrar esta fecha emblemática. 50 años es toda una vida y una vida que ha sido capaz de atravesar épocas distintas sin quebrarse sino asumiendo el reto de cada una, a la medida del don recibido.
* Doctor en Teología. Profesor universitario. Investigador de la Fundación Centro Gumilla. Miembro del Consejo de Redacción de la revista SIC.