Por Antonio Pérez Esclarín*
Me temo que no queremos aprender las lecciones que pretende darnos la naturaleza con la pandemia y, a nivel global, estamos perdiendo la oportunidad de transformar en serio nuestras estructuras mentales, económicas y sociales que destruyen el planeta y condenan a miles de millones de personas a una vida miserable.
Pareciera que no estamos dispuestos a poner la economía al servicio de la vida y no nos interesa comprometernos en la construcción de un mundo más justo y fraternal, donde enfrentemos no sólo la pandemia del coronavirus, sino las de la injusticia, el hambre y la miseria, que ocasionan muchísimos más muertos, algo que pareciera normal y ya no causa alarma ni sobresaltos.
Preferimos seguir dormidos en la inconciencia y en la irresponsabilidad y, a pesar de las advertencias y de los gritos callados del virus, no queremos despertar del sueño de nuestra inconsciencia y de nuestro egoísmo individualista a la verdad de lo que somos, a la vulnerabilidad de nuestras vidas. Despertar al convencimiento de que no podemos caminar solos y aislados, sino que necesitamos unir nuestras fuerzas. Despertar a la sencillez, la humildad y la solidaridad. Despertar a la necesidad de una vida más humana y más justa, vacunarnos contra el egoísmo y la insensibilidad y empezar a contagiar el virus del respeto, la compasión y el amor. Despertar en Venezuela a la necesidad de salir del pasivismo y la resignación y movilizarnos para salir de esta dictadura que nos está matando de hambre y de penuria. Despertar a la propuesta del evangelio que después de dos mil años sigue inédito y no ha penetrado las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales.
El evangelio es de una dulzura y sencillez increíbles. Jesús nos trae la Buena Noticia de un Dios Padre-Madre que nos ama entrañablemente y quiere que vivamos como hermanos. El Dios de Jesús no es un dios insensible, ajeno a nuestros problemas, sino que es el Dios de entrañas misericordiosas, con una increíble debilidad por los pobres, por los desvalidos, por los enfermos. Es el Dios del amor incondicional, que nos quiere como a hijos y nunca deja de querernos.
La revelación es más bien develación, ocultamiento: Dios se esconde en un niño que tiembla de frío sobre un pesebre y que enseguida tiene que emigrar porque los poderosos lo buscan para matarlo; en un pobre carpintero de una aldea miserable; en un crucificado que, en medio de terribles sufrimientos, grita su desamparo y, aun así, es capaz de perdonar.
La Buena Noticia que Jesús nos trajo aporta también una increíble novedad sobre el hombre. La plenitud humana no se encuentra en el poder, el dinero, la fama, sino en el servicio y el amor. Seguir a Jesús es proseguir su misión de construir un mundo justo y fraternal. Para seguir a Jesús hay que estar dispuesto a caminar hacia abajo, al encuentro del pobre, del desvalido, del marginado, del contagiado, del despreciado; combatir las estructuras injustas y opresivas que impiden la vida, trabajar sin descanso para que la sociedad se humanice.
Jesús nos enseñó que Dios se oculta y se revela en el contagiado, en el enfermo, en el hambriento, en el necesitado. Sólo es posible llegar a Dios mediante el servicio al hermano. Si creemos que el evangelio sigue siendo Buena Noticia para Venezuela y el mundo, los cristianos debemos tener el valor para proponerlo con entusiasmo.
¿Qué pasaría en Venezuela y en el mundo si empezáramos a tomar en serio el evangelio?
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