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La voluntad de participar

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Sin duda hay circunstancias, condiciones y momentos de la vida en los cuales nos encontramos de manera indefectible ante diatribas que nos obligan a fijar posiciones y tomar decisiones.

Jorge Luis Borges, en su culta narrativa ficticia, plantea en el cuento “El jardín de senderos que se bifurcan” que “cada vez que un hombre se enfrenta con diversas alternativas, opta por una y elimina las otras…”. De seguidas, él mismo nos ofrece el contraargumento en el caso de aquel que “opta –simultáneamente– por todas” y de esta forma crea diversos porvenires, diversos tiempos que proliferan y se bifurcan.

El acto de elegir

Elegir (incluso elegir no elegir) es un acto que realizamos todos nosotros, todos los días y muchas veces al día. Salvo casos muy excepcionales, los expertos dicen que una persona toma al día un promedio de 35 mil decisiones. Solo muy pocas se toman de manera consciente, pero no por ello dejamos de tomarlas.

Visto esto así, elegir no es lo que define a una democracia. No es lo que la define porque sencillamente no es un acto propio ni exclusivo de ella. Es decir, elegimos todos los seres humanos más allá del tipo de gobierno que tengamos. Elegimos porque elegir es parte intrínseca de la propia vida.

Sin embargo, para muchos, hablar de democracia es simplemente hablar de elección. Y participar en democracia se trata y reduce a ello: a elegir, ir a elecciones. Pero no.

De esas 35 mil decisiones diarias, acaso somos conscientes de menos del 1%. Y obviamente, cuando hablamos de participación, ciudadanía y democracia, entramos en ese reducidísimo porcentaje de decisiones y elecciones que tomamos –o al menos así debería ser– de manera consciente.

Condiciones sine qua non de la participación

Nos dice Giovanni Sartori que la participación como expresión democrática supone tres condiciones sine qua non. La participación debe ser: activa, personal y voluntaria.

Activa: es decir, aquellos que participan deben tener capacidad de actuar, de poder ejercer esa capacidad y de estar efectivamente en acción. Es difícil –quizás sea estratégico en alguna ocasión, pero no puede ser la actitud imperante– pensar en personas democráticas que no actúen, que no hagan nada, que simplemente se dispongan y dediquen a ver qué hacen los otros. Esperar que otros hagan, atenta contra la democracia en tanto concepto y en cuanto sistema de gobierno. De igual modo, optar por no hacer nada y pretender que las cosas cambien atenta contra la responsabilidad ciudadana más elemental. Pero sobre todo (y acaso peor) contra el sentido común.

Personal: en el sentido literal del término. La participación debe ser ejercida por la persona portadora y sujeto del derecho a participar y no por otra. La acción le corresponde ejercerla a quien le corresponde. Aplica en este supuesto de manera precisa el principio de la subsidiaridad. Como aquel que busca promover la autonomía y la responsabilidad de cada uno, evitando intervención de entes externos u otras personas, salvo que sea necesario y cuando la persona responsable no pueda hacerlo de manera efectiva.

Voluntaria: a este punto le otorga Sartori especial relevancia. Nos dice con insistencia que participación es ponerse en marcha por uno mismo, no que otros te pongan en marcha ni que te movilicen desde arriba.

La relevancia que Sartori da a la voluntad merece especial atención. No debemos confundir participación con movilización, ni tampoco participación con chantaje. Pues el uso de la fuerza siempre es un vicio de la voluntad. Y cuando estamos en presencia de sistemas de gobiernos y de luchas de poder, el uso y abuso de la fuerza siempre suele estar presente.

Participar es un acto de voluntad

Tres potencias definen el alma del ser humano según la escolástica medieval: memoria, entendimiento y voluntad. Estas tres facultades o capacidades innatas son las que permiten al ser humano realizar sus funciones esenciales.

La memoria nos permite saber quiénes somos, recordando lo que más ha influido en nosotros, lo más entrañable y profundo de nuestra naturaleza. Por su parte, el entendimiento permite conocer y descubrir la verdad, distinguiéndola del error y la mentira, conduciéndonos así a la perfección. Y la voluntad, nos permite decidir y actuar, nos permite desear y elegir el bien, rechazando el mal, y alcanzar la trascendencia. Pero de estas tres potencias, aunque son inseparables para definir el alma, podemos (y espero que San Agustín de Hipona nos permita esta licencia) atrevernos a decir que en materia del ejercicio democrático la voluntad cobra particular relevancia.

Veíamos al inicio que es un porcentaje menor al 1% el relativo a las decisiones que tomamos de manera consciente. Siendo esto así, se nos hace claro y evidente que hay decisiones que no solo se toman de manera consciente, sino que representan y traen consigo consecuencias tremendamente importantes. No solo para nosotros en nuestra individualidad, sino para el conjunto de nuestra sociedad y entorno.

Tal es –o debería ser– el caso de las decisiones de carácter político. Por ello, la importancia de la voluntad como potencia del alma, pues esta concede y otorga la capacidad fundamental para la libertad y la elección.

Los seres humanos somos libres, fuimos creados libres. Y somos libres para vivir en libertad y para elegir en libertad.

Cuando elegimos participar

Ciertamente elegir no es sinónimo de democracia, ni la define ni le da especificidad. Pero participar sí define y sí otorga especificidad a la democracia. O, mejor dicho, no podemos hablar de democracia si no nos es posible participar en ella. Ni tampoco es posible hablar de demócratas que renuncien a la participación o resuelvan dejar de hacerlo o que lo hagan otros en lugar de ellos. Al hacer esa renuncia, se corre el altísimo riesgo de renunciar a ser ciudadanos democráticos.

Volviendo a Sartori la participación es clave en la democracia, y debe ser activa, personal y voluntaria. Que no se nos olvide esto.

Ser democráticos no es una circunstancia, es una decisión (de esas que entran en el 1%): somos democráticos o no lo somos, somos demócratas en la manera de relacionarnos con los demás, de concebir y respetar los derechos del otro, de llevar adelante un modelo de vida ciudadano y virtuoso en sociedad a pesar de los reveses, de los atropellos, de los obstáculos, a pesar de los antidemocráticos.

Somos demócratas, verdaderamente demócrata, en tanto y en cuanto decidamos seria y libremente serlo. Entendiendo, ¡claro está! la libertad en el ser humano, como aquella fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad en democracia supone que nadie puede estar obligado desde arriba, pero tampoco nadie puede estar obligado por sus pares. Nadie puede estar constreñido a cumplir la voluntad del otro, ni – peor aún – hacer algo en contra de nuestra de voluntad.

Es así, pues, que cuando elegimos libremente ser demócratas, cuando optamos por vivir en democracia, cuando elegimos participar, lo hacemos desde nuestra más íntima disposición interna.

Somos demócratas porque así queremos vivir, aunque las circunstancias no estén dadas. Somos demócratas cuando elegimos construir democráticamente la democracia.

 

Publicación original en Diálogo Político

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