El terrorismo de Estado en Nicaragua
Héctor E. Schamis
El 6 de septiembre de 1979 Buenos Aires amaneció empapelada por calcomanías de la bandera nacional con una inscripción: “Los argentinos somos derechos y humanos”. Las crónicas relatan que se repartían para ser pegadas en vehículos particulares y en los del transporte público, con lo cual se veían en todas partes. El mensaje tenía como destino la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, arribada ese día en visita in loco.
Era la Argentina de Videla. El viaje fue para documentar las denuncias de los sobrevivientes del terrorismo de Estado, los familiares de las víctimas y los exiliados. La CIDH estuvo en el país dos semanas, visitando centros de reclusión clandestinos —maquillados para la ocasión— y entrevistándose con líderes políticos y de la sociedad civil. Recogieron más de cinco mil denuncias de secuestros y desapariciones, agregadas a las tres mil anteriores que habían motivado la decisión de viajar.
Pero para el régimen se trataba de una campaña anti-argentina basada en mentiras, llevada a cabo en el país y en el exterior por elementos subversivos de extrema izquierda. No importaba que la vasta mayoría de los desaparecidos hubieran sido llevados de sus casas por paramilitares, el régimen decía que eran terroristas. Y que usaban diferentes estrategias, entre ellas la agenda de derechos humanos, evidencia de la claudicación de Occidente frente al marxismo internacional.
Esta columna es sobre Nicaragua, pero una dictadura es siempre una dictadura. Y así, las semejanzas con el discurso de Ortega no dejan de asombrar, solo que como imagen especular: en Nicaragua, los “terroristas” de hoy son de la “derecha internacional”. Así lo asegura el gobierno ante la reciente visita al país y el demoledor informe de la CIDH sobre los crímenes cometidos. Solo les falta decir “los nicaragüenses somos derechos y humanos”.
Sigamos con la metáfora del espejo. Como en las dictaduras del cono sur, cuya estrategia represiva se coordinaba por medio del Plan Cóndor, la coerción sandinista también depende de un entramado de alianzas internacionales, el bolivarianismo. Es la densa sopa de letras de los organismos creados por un petróleo arriba de 100 dólares. Si bien declinando junto con el precio del crudo, ello ha alentado la perpetuación en el poder y una normatividad no democrática con efecto cascada en todo el hemisferio.
Las alianzas en cuestión se ven en todos los foros. Tanto que parecería que el autor de los discursos fuera la misma persona. Vienen enlatados, solo se trata de cambiar de país y nombre cuando corresponda. Hoy Nicaragua y Ortega, así como ayer Venezuela y Maduro, y mañana Bolivia y Evo Morales. La narrativa es idéntica: líderes que están en el poder a perpetuidad por ser amados por su pueblo, lo cual sería muy bello si no fuera por el imperio que financia y sabotea, sus súbditos que obedecen y la derecha internacional que ejecuta.
Dicha narrativa construye un escenario ficticio de dos bandos equivalentes. De un lado está el gobierno y sus instituciones de paz; del otro, los supuestos desestabilizadores terroristas. Con ello se omite que uno de esos bandos tiene control absoluto del aparato del Estado, es decir, de los instrumentos de coerción, incluida la fuerza de choque irregular para hacer el trabajo sucio, mientras el otro bando anda de a pie, solo tiene el parcial control de la calle y, si es que está armado, es con piedras y molotovs.
Las cifras por sí mismas describen la realidad, la velocidad de la tragedia abruma. Desde el 19 de abril y hasta el 10 de julio, y aumentando diariamente, son más de 350 los muertos, 306 de ellos civiles; 329 los secuestrados, 261 aún en cautiverio; y 2.100 los heridos. Ortega-Murillo asisten a alguna localidad para hablar de paz —tan loables— y ese es el signo inequívoco de la inminente llegada de las bandas armadas para masacrar a la población. Es la perversidad del poder omnímodo.
Con el cual se auto proclaman dueños de la verdad. Para el gobierno, los estudiantes mienten, la prensa extranjera y la prensa independiente nicaragüense mienten, los obispos mienten, los diplomáticos extranjeros mienten, los familiares de las víctimas mienten y, desde luego, como en la Argentina de Videla, la CIDH miente. También como entonces, sin embargo, el único terrorismo que hay en Nicaragua origina en el Estado; el “otro bando” es la sociedad civil en rebelión y resistiendo la matanza.
La historia ocurre dos veces, dijo Marx, pero la segunda vez también suele ser tragedia, no farsa. La pulsión de Ortega parece ser la repetición de tragedias. Para él, es matar o morir, no ceder ni negociar. Es persistir en la negativa a entender que, después de doce años en el poder—además de la década posrevolucionaria—llegó la hora de partir; el pueblo está harto de su autoritarismo de pseudo izquierda.
Pues hay otra repetición posible de la historia, la cual es más noble. No es tragedia ni farsa y el propio Ortega la protagonizó en 1990. En febrero de ese año sorprendió al mundo reconociendo la derrota electoral y transfiriendo el poder a Violeta Chamorro en abril. Es hora de hacer lo mismo y llamar a elecciones anticipadas, libres, justas y transparentes, e irse a casa.
Ortega tiene que escoger cuál historia va a repetir. Si será la de Videla y Somoza, trágica, o la propia historia que, con una cierta dignidad, él mismo escribió en 1990. Pero claro, “irse a casa” habría sido noble y fácil antes de estas 350 muertes. Ahora tendrá que responder por ellas.
Fuente:
https://elpais.com/internacional/2018/07/14/america/1531597345_766935.html?id_externo_promo=enviar_email