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Viajar en Venezuela, un acto de fe

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Javier Contreras

Mal estado de las carreteras, deterioro de las condiciones de unidad de transporte, desidia en el manejo de los terminales y, por supuesto, los altos niveles de inseguridad, son los elementos que acompañan a quien se ve en la necesidad de trasladarse de un lugar a otro de la geografía nacional. Lo expuesto aplica, lamentablemente, para distancias urbanas y extraurbanas.

Otro factor relevante es el tema de las tarifas, ya que la elevada inflación hace insuficiente cualquier aumento. El transportista se queja, con razón, de lo costoso que resulta mantener la unidad, bien sea autobús, micro – bus o carrito por puesto; el usuario se queja, también con razón, del porcentaje significativo que de su ingreso mensual debe destinar a la movilización. La tensión describe el círculo vicioso del transporte en Venezuela, círculo que está lejos de romperse.

Como se sabe, la familia y la sociedad venezolana se enlutan, frecuentemente, por la pérdida de vidas que ocurren en accidentes viales y hechos criminales en las distintas vías. Por desgracia, como se sabe también, en este como en otros ámbitos no hay cifras oficiales y actualizadas, motivo por el que la mejor fuente la constituyen las reseñas que sobre estos hechos realizan los medios de comunicación.

Basta entonces con un repaso diario a los periódicos o a las páginas web para enterarse, ya casi sin alarma, del número de sucesos que ocurren a lo largo y ancho del país, porque, aunque la autopista regional del centro, la autopista de oriente y la carretera Lara – Zulia son repetidas protagonistas, la realidad indica que no hay región que destaque como “la más segura”.

La situación es más compleja de lo que parece. Si hoy la gran mayoría de venezolanos acepta que la debilidad institucional es un rasgo de la cotidianidad y, de dicha debilidad se desprende la ausencia de políticas públicas que aborden esta problemática de forma integral (mejorar el aspecto tratado requiere la participación efectiva de los gobiernos locales, regionales y nacional; de algunos ministerios; de los cuerpos de seguridad y, obviamente, de la ciudadanía que debe ser más responsable y adulta) , el panorama es doloroso pero entendible.

Una mención a parte corresponde a la movilidad en el metro de Caracas, esa suerte de submundo que con agresividad y ante la mirada incapaz de quienes deben hacerse responsables de su buen funcionamiento, reta a las personas que con una mezcla de resignación y pesar comienzan y terminan allí abajo sus jornadas.

Otra mención es para el transporte aéreo. Inaccesible para muchos y costosa comodidad para otros, con sus particularidades y guardando las distancias, comparte, al menos a escala, las fragilidades descritas para el transporte terrestre. Aviones que se hicieron viejos, aeropuertos en condiciones que se alejan de las ideales, tanto en infraestructura como en seguridad, el azar como patrón de los horarios de vuelo, reducción de frecuencias y destinos, y precios que no se condicen con la realidad, mellan también a este sector.

No hay duda, ante tanta dificultad e incertidumbre, movilizarse en Venezuela es cuestión de fe.

 

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