Por Luis M. García P.*
Hay palabras que, por manoseadas, tienden a perder su impacto y gravedad, al menos en el imaginario colectivo. Hay términos que, aunque de significado opuesto entre ellos, se emplean con una frivolidad e irreflexión escalofriante: muerte o vida, guerra o paz, corrupción o decencia, parecieran lo mismo, y conviven holgadamente en el léxico de la gente común como en la actuación pública de líderes de opinión y de jerarcas del poder, desde los más encumbrados hasta quienes detentan los cargos más modestos. Esto es, apenas, un síntoma de la elasticidad ética y el relativismo moral que hoy prevalecen.
La crisis venezolana –económica, política y social- tiene raíces morales muy profundas cuyo origen pocas veces enunciamos con sinceridad, so pena de que, cada uno de nosotros deba incurrir en un mea culpa, compartido colectivamente desde hace mucho tiempo.
El desplome y desmoronamiento del país es un hecho que ni la mayor miopía social puede obviar. Ante esto, tirios y troyanos esgrimen los argumentos de los que pueden echar mano: el bloqueo y las sanciones, por una parte, intentan justificar la situación, mientras que desde la otra acera se exponen la impericia, incompetencia y el autoritarismo como causas de la acentuada crisis que padecemos. Ambos son apenas análisis parciales y sesgados.
Si algo caracteriza a este tiempo histórico, tanto en nuestro país como en el mundo, es el postmodernismo, época sumida en la confusión ideológica y el relativismo moral. Numerosos eventos retan, hoy por hoy, nuestra capacidad de asombro, y para muestra un botón: un gobierno socialista que dolariza la economía, o un país petrolero, con las mayores reservas de crudo del planeta, que debe importar gasolina. A veces, en estos días, la realidad supera a la ficción.
En medio de este coctel de situaciones ambivalentes y de un discurso cada vez más confuso están los hechos, cotidianos, aparentemente irrelevantes, pero constitutivos, en suma, en la génesis y desarrollo de nuestra crisis de valores:
Cuando un ciudadano desatiende la luz roja del semáforo y millones como él lo hacen; cuando alguien paga un “extra” por obtener una bombona de gas, una partida de nacimiento o un pasaporte; cuando sobornamos a un policía o guardia nacional para que nos adelante en la cola de la gasolina; cuando debido a la escasez cobramos nuestros productos o servicios muy por encima del margen normal de beneficio, estamos colocando nuestro grano de arena en la descomposición ética de la sociedad.
Por supuesto, todas estas conductas obedecen, en buena medida, al modelaje que desde las cúpulas más elevadas se muestra como ejemplo. Hace años oí decir esta frase: “Autoridad que no abusa pierde su prestigio”, y varios años de hechos se han encargado de certificarla. Un hito importante en el derrumbe ético del país se sucedió cuando un presidente justificó el robo con la excusa de la necesidad económica. El trabajo –por lo visto- no le pareció alternativa.
A la vista de todo el país, se han enriquecido individuos que hasta no hace nada eran pobres de solemnidad, sin que se investigue el origen de tan súbita fortuna. Otros ex altos funcionarios muestran un estilo de vida similar a la más rancia realeza del medio oriente, mientras que aquí, las empresas que dirigieron se hayan arruinadas o al borde de la quiebra: ALCASA, Interalúmina, Ferrominera Orinoco, Bauxiven, Pequiven, y otras tantas son ya cementerios sin dolientes; mientras otras, antes boyantes y productivas, como CANTV y Movilnet, desmejoran sus servicios y su capitalización sin que ello parezca preocuparle a nadie.
Lo de PDVSA es un caso aparte. Quien pensó que prescindir de más de 20 mil técnicos y especialistas de la industria sin que ello tuviera consecuencias, hizo un cálculo irresponsable que se evidencia en cifras: en 1999 se produjeron 3.3 millones de barriles diarios y en 2020 cerca de 400 mil. Entretanto, los gerentes responsables de esto, -y quienes los nombraron- disfrutan, hoy en día, de total impunidad.
Otra práctica nefasta e inmoral ha sido la expropiación, (las más de las veces sin compensación alguna) de empresas productivas que, por supuesto, han quebrado o mermado en las inexpertas y corruptas manos que luego las administraron: todavía se recuerda el llamado “Método Chaz” que privó a la familia Azpúrua –de Barinas- del control de su Hacienda “La Marqueseña”. Hatos como “El Frío”, “La Vaca” y hasta el conocido “Hato Piñero” fueron pasto de la voracidad terrófaga que se apropió, invadió y deforestó más de 3 millones de hectáreas productivas.
La estatización de Agroisleña fue el “tiro de gracia” a la agricultura. A la par se expropiaron diversas empresas productoras de alimentos, cuya ausencia se percibe hoy en los anaqueles de los centros de abastecimiento.
Aunado a este cuadro, el país ha visto disminuir las fuentes de trabajo en la industria, el comercio y los servicios, y como contrapartida, se aprecia con pena a hombres, mujeres, niños y ancianos, hurgar en las bolsas de basura en busca de algo de comer, que aminore el hambre que padecen.
A la hiperinflación, la inseguridad personal, el caos de los servicios públicos: agua, electricidad, gas doméstico, telefonía e internet y un colapsado sistema de salud, se agrega, como la guinda del pastel, la represión militar y policial sistemática y generalizada, sin contención alguna, contra opositores políticos, periodistas y medios de comunicación, y contra el indefenso ciudadano, que no tiene instancias a las cuales recurrir.
En este contexto, los venezolanos asistimos a un desmoronamiento moral, cuyas consecuencias se manifiestan en la creciente desconfianza ciudadana en personas e instituciones, por lo que suelen oírse expresiones como: “aquí nadie cree en nadie”, mientras algunos afirman que estas crisis “hacen salir lo peor de nosotros”.
Lo cierto es que en una situación de “sálvese quien pueda” da la impresión que estuviéramos participando en un enorme y satánico reality show de “todos contra todos”, donde conductas como la solidaridad, la honestidad y la sinceridad están proscritas.
En nuestro conflictivo día a día, abundan heraldos de la mentira, ministros del chantaje, actores y autores del engaño, la extorsión y el delito, institucionalizado o no, que propagan su germen, tan o más peligroso que cualquier COVID-19, porque éste, también muy contagioso, contamina el alma, destruye la fe, acaba con la esperanza y distorsiona y envilece el amor.
Las palabras corrupción, robo, fraude, engaño y sus sinónimos e ideas afines parecen haber adquirido nueva significación, en tanto que sus oficiantes y sumos sacerdotes se cubren con un manto de honorabilidad, prestigio y opulencia, sin que hasta el presente pese sobre ellos sanción penal, administrativa o moral.
En contraposición, médicos, periodistas, maestros y profesores universitarios, así como academias y universidades, templos del esfuerzo, el conocimiento y la virtud cívica, son amenazados, criminalizados y perseguidos, a la vez que se les niega todo reconocimiento, tanto económico como social. Es el mundo bizarro más allá de cualquier distopía.
En pleno siglo XXI, cobra vigencia en Venezuela el “cambalache” del compositor argentino Enrique Santos Discépolo, en cuyos versos se contrastan valores y antivalores confundidos en un mismo saco, y en los cuales denuncia que “es lo mismo ser derecho que traidor” o que “lo mismo un burro que un gran profesor”.
Desafortunadamente, la implosión ética en nuestro país solo podrá revertirse a largo plazo, con un cambio de actitud, primero individual, pero también colectivo, para que podamos reencontrarnos con la alegría, optimismo, laboriosidad, honradez, y los principios y valores que alguna vez distinguieron a nuestro gentilicio.
Sin embargo, ese cambio al que aspiramos no se percibe en el horizonte inmediato, y, por el contrario, pareciera que seremos a la vez protagonistas y espectadores de la implosión de una nueva Pompeya, que se derrumba ante nuestros ojos y nuestros brazos cruzados.
*Periodista, escritor y profesor de Ética de la Comunicación Social. UCAB. [email protected]