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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Venezuela, un país en duelo

Foto 1_Cortesía_ Andrea Hernández (1)

Por Alfredo Infante, s.j.

Cada 2 de noviembre, los cristianos católicos hacemos memoria de los fieles difuntos. Los templos y cementerios se abarrotan de gente, con un sentimiento único en el corazón; muchas personas aún con el duelo a cuestas, unas resignadas, otras agradecidas por la vida compartida con el finado, otras llenas de preguntas sin entender por qué la muerte llegó de manera inesperada y violenta por una bala o una enfermedad. Ni qué decir de aquellos que han tenido que llorar a sus muertos sin saber dónde están, porque murieron en altamar, congelados y hambrientos en una montaña, de frío en el desierto, o en la selva intrincada del Darién, como migrantes anónimos tras un sueño cegado por la gigante adversidad.

¿Qué significa en un país en duelo conmemorar este día? ¿Qué decir a una feligresía con una experiencia tan diversa ante un mismo acontecimiento y unida por una misma fe?

Como seres terrenos, finitos, biológicos, nos engendran, nacemos, crecemos, nos reproducimos y morimos. Sabemos, pues, que estamos biológicamente signados por la muerte. La muerte natural nos duele, porque no somos solo biología, sino que, también, somos seres psicosociales abiertos a la trascendencia. Sin embargo, ese dolor se torna más agudo cuando se trata de un deceso por la violencia delincuencial o policial, por desnutrición, por la emigración, por enfermedades que habían sido erradicadas en nuestra geografía, por falta de agua potable, por no tener acceso a medicinas, por desastres naturales. En estas circunstancias a nuestro dolor se suma la indignación ante la injusticia de vivir en un país donde el Estado no garantiza el derecho a la vida, carece de políticas de prevención de desastres y la mayoría de la población no cuenta con mínimas condiciones de vida.

Como seres psicosociales somos conscientes de nuestra existencia y de nuestras vinculaciones afectivas. Aprendemos, desaprendemos, soñamos, decidimos, proyectamos, creamos, construimos, convivimos y, sobre todo, amamos y dotamos de sentido la existencia; vamos siendo y haciéndonos, aunque, dependiendo de la calidad de nuestras decisiones, destruir, violentar, desfigurarnos y deshumanizarnos es, también, una posibilidad real en nuestra vida. No cabe duda de que quienes asesinan se deshumanizan y deshumanizan la convivencia.

La muerte duele, sea cual sea, porque es pérdida de vínculos valiosos, con uno mismo y con los demás. Ella revela nuestra finitud con toda crudeza. Cuando un ser querido muere o lo matan, se desconfigura, en cierto sentido, nuestro universo de relaciones y toca hacer el duelo para reconfigurar simbólicamente nuestros vínculos, aunque el vacío nos acompañe para el resto de nuestra vida. El dolor por la pérdida es un signo de humanidad y hay que procesarlo y sanarlo para que no nos paralice o quiebre las ganas de vivir y afrontar los desafíos cotidianos.

Pasar y superar la prueba del dolor, sin sucumbir, da densidad de vida y realismo, es una paradoja de la existencia humana. Es la experiencia de Jesús en el Huerto de Los Olivos y en el Gólgota. Los testimonios de familiares de víctimas de presuntas ejecuciones extrajudiciales así lo confirman, pues aquellos que han superado la barrera del miedo y el dolor paralizante se han convertido en una fuerza por la memoria y la dignidad de sus difuntos. También las madres de los niños y niñas que han muerto de enfermedades crónicas y continúan, solidarias, acompañando a otras madres. El dolor compartido, la condolencia, es fuerza de vida.

Como seres abiertos a la trascendencia, los cristianos creemos que la muerte no es el final del camino, que “si morimos no somos carne de un ciego destino… Nuestro destino es vivir, sin padecer, ni morir”1 y la fe en Cristo, quien venció la muerte, nos dota de Esperanza de vida y nos da la conciencia de ser peregrinos en la tierra, “aves de paso”, con una misión de justicia, respeto y fraternidad, fundada en el amor y significada en nuestro bautismo.

La fe nos libera del miedo a la muerte propio de nuestra naturaleza humana y nos da fuerza para luchar contra la muerte injusta que atenta contra la vida, don sagrado de Dios. San Francisco de Asís acogió su hora, con el corazón libre, llamándola “hermana muerte” y pasó su vida luchando incansablemente a favor de la vida de los pobres y los excluidos leprosos.

Pero, ¿qué decir ante tanta muerte injusta en nuestro país? ¿Cómo acompañar a los fieles sin poner “pañitos tibios” y “piadosos” ante tanta muerte trágica?

No nos podemos resignar a la muerte injusta. Nuestro Señor Jesucristo fue torturado y asesinado injustamente por el poder. María y los discípulos bebieron el cáliz del dolor y el miedo, pero no se resignaron ante la injusticia. Con la presencia del resucitado y con la fuerza del Espíritu Santo, se reunieron para continuar la misión de Cristo, quien nos dice: “Yo he venido para que tengan vida y vida en abundancia”.

En medio de nuestra tragedia social, antropológica, económica, política, es decir, sistémica, el dolor de la muerte injusta de nuestros seres queridos palpita por convertirse en una fuerza para construir un país fraterno, donde el Estado garantice el tan amenazado y violentado derecho a la vida. Mantengamos, con San Pablo, la esperanza de llegar a reencontrarnos y decir “¡Oh, muerte!, ¡dónde está tu victoria!”, para que se cumpla el mandamiento de Dios: “No matarás”.


Notas:

  1. Como dice la canción popular , del sacerdote español Cesáreo Gabaráin.

Fuente:

  • Este artículo ha sido originalmente publicado en el Boletín del Centro Arquidiocesano Monseñor Arias Blanco N° 163, 28 de octubre al 3 de noviembre.

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