Alfredo Infante sj
Los actores políticos tienen un discurso saturado del término patria. El uso abusivo de esta categoría en el lenguaje político pone en riesgo cualquier posibilidad de diálogo. El otro, el adversario, si es de la “oposición”, es señalado de “enemigo de la patria” y “apátrida”, y, si es del establecimiento pasa a ser un “vende patria”; por aquello de que se está vendiendo el país a Cuba y a China.
La patria es una palabra simbólica que remite a un universo afectivo y cuasi religioso de identidad nacional. La misma es una categoría de origen patriarcal que nos remite afectiva y pasionalmente a los padres de la nación. Tiene una gran utilidad; como es la de ofrecer a una población determinada un vínculo con su tradición cultural y con su sentido colectivo como pueblo. Esta utilidad, es también su límite, y, cuando en su uso se sobrepasan los mismos, se puede llegar a unos niveles de irracionalidad y control de las masas que raya en el totalitarismo.
No es casual que los nacionalismos y militarismos, cualquiera sea su signo ideológico, saturan sus proclamas, discursos, programas y proyectos con la palabra “patria”; porque necesitan legitimar simbólicamente sus ideologías y control sobre la sociedad.
Utilizada más allá de sus sanos límites, esta categoría es, de suyo, polarizante y excluyente, porque quien no comparte el proyecto ideológico-político es un desheredado; es decir, un infiel que ha roto con el sagrado legado de los padres y su proyecto histórico.
La disidencia, resultado legítimo del ejercicio de la razón y la autonomía de conciencia, se convierte en un hecho que, al interno de ambos grupos, bien sea desde el poder o desde la resistencia, se anatematiza e implica la excomunión; es decir, la exclusión del conjunto de “los patriotas”. De ahí, los injustos señalamientos de “apátrida”, “enemigo de la patria” o “vende patria”, para quien haciendo uso de su libre albedrio se desmarca del proyecto ideológico-político que aglutina a determinados “patriotas”; bien sea en el establecimiento o en la autoproclamada resistencia.
“La Patria”, al ser una categoría afectivo-religiosa, contiene dentro de sí, la posibilidad de conducir a los individuos y a las masas a conductas fanáticas, más pasionales que racionales. Quien es afecto al proyecto de la élite que controla el establecimiento, a nombre de la patria, terminará justificando la sistemática violación a los derechos humanos expresada en asesinatos, torturas, detenciones arbitrarias, persecución, la política de seguridad nacional y las estrategias paramilitares con las que se pretende resguardar el status quo.
Por el contrario, quien es afecto al proyecto de la “resistencia”, en nombre de la salud de la patria, justificará modos violentos de protestar- como un porcentaje importante de “guarimbas”- y, objetivos inconstitucionales como “la salida”, un golpe de Estado, y hasta llamar a otros estados a intervenir, con un SOS nada soberano. Para ambos, el fin justifica los medios porque lo que está en juego es el destino de la patria.
Cuando se invoca la patria, sea cual sea la trinchera ideológico-política, el otro, el diferente, queda excluido o se convierte en el enemigo que hay que vencer, doblegar y hasta eliminar. Desde esta perspectiva afectivo-identitaria, cuasi religiosa, el diálogo queda descartado, dando paso al atajo de la violencia; bien sea represiva desde el establecimiento o subversiva desde la resistencia.
Para vislumbrar la salida, debe haber diálogo, es un imperativo. Para que haya diálogo tenemos que pasar del horizonte de la patria al de la república. Una de las definiciones que ofrece la RAE del término república es “causa pública, el común o su utilidad”. Esta es, tal vez, la acepción más cercana desde el punto de vista etimológico (<res>=cosa + pública <común>); es decir, la “cosa pública”, “la cosa común”.
La construcción de la república tiene como fundamento la racionalidad, la imaginación y la voluntad; no la pasión. Esto implica, según Arturo Sosa A, “ubicarse en el horizonte del Bien Común, que obliga a transitar el camino de la política para poder llegar a un espacio compartido”. El primer acto de racionalidad es caer en cuenta de nuestra condición y destino común, tal como lo afirmaba Luther King: “o vivimos como hermanos, o pereceremos como idiotas”; es decir, que el otro cuenta, merece respeto, reconocimiento y no lo puedo excluir.
Partiendo de este hecho, como segundo momento, toca transitar el camino de la política, que es el camino de la palabra; única vía con la que contamos para que ocurra la negociación y se den progresivamente los acuerdos de gobernabilidad y convivencia. Este asunto común, demanda un sistema perfectible fundado en la ley y las instituciones. Tal como comenta, el P. José Virtuoso, “subrayaría que el sentido moderno de República incluye necesariamente la idea de democracia. La república es una forma política en la que se afirma el gobierno soberano del pueblo a través de la ley y las instituciones”.
La construcción de la república implica razón, imaginación y una voluntad clara de salir de sí para construir, al modo democrático, lo común, lo público, donde el adversario tiene su lugar, su existencia. Tal como lo afirma Giner Salvador: “La virtud republicana mana del hombre y no de la doctrina”[1].
No cabe duda, que en esta hora, para que haya paz, para que haya país, necesitamos menos patria y más república.
[1] Giner Salvador. Hannah Arendt: Una filosofia Moral política.