Alfredo Infante sj
Nuestro país está en una situación crucial que amerita de todos los hombres y mujeres de buena voluntad un compromiso ineludible por la construcción de una convivencia pacífica. Ante esta coyuntura nos asalta como cristianos la pregunta sobre cuál es el desafío que tenemos desde nuestra fe, es decir, cuál ha de ser nuestro aporte especifico. Hemos visto como los distintos sectores políticos han hecho uso y abuso de la simbología y sensibilidad religiosa del pueblo venezolano, especialmente la relacionada con la religión cristiana. Los cristianos, aunque tengamos nuestras inclinaciones por uno u otro bando, estamos llamados al diálogo, al reconocimiento y no al atrincheramiento excluyente del adversario. Nuestra única parcela es la defensa de la dignidad humana. Ahora bien, ¿Qué se entiende por dignidad humana? ¿Qué relación hay entre fe cristiana y dignidad humana?
La palabra dignidad significa “valor”, “valioso”. Cuando hablamos de dignidad humana estamos diciendo que toda persona es valiosa, vale por sí misma, y por tanto merecerespeto, reconocimiento y reverencia, sea cual sea su filiación política, condición social, nacionalidad, religión, raza, condición sexual, etc. El artículo 1ero de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) afirma que “todos los hombres nacen libres e iguales en dignidad y derechos”.
Desde nuestra fe, valoramos la declaración de los derechos humanos y creemos también que la dignidad es un don de Dios, como lo reconoce San Pablo en su exhortación a los Corintios “¿han olvidado que son templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?”(1 Cor 3,16); también el Génesis nos revela que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26); y Jesús nos muestra, en la parábola del juicio final, que en el respeto y reconocimiento de la dignidad del pobre se juega nuestra salvación, “lo que hiciste con uno de mis hermanos más pequeños lo hiciste conmigo” (Mt 25; 40)
Jesús reconoció y respetó la sacralidad de la persona humana, su dignidad. Por eso, es recordado por sus seguidores como quien “paso por la vida haciendo el bien” (Hch 10,38). Esta memoria tiene que ver con su manera reverente, respetuosa y amorosa de tratar a los demás, especialmente a los más pobres; quienes fueron el centro de su misión (Lc 4, 18). También tuvo un trato especial con los excluidos, acogiendo a las prostitutas señaladas como pecadoras públicas en la sociedad (Lc 7,36-50); sentándose a banquetear con los mal vistos publicanos (Lc 7,27-32); tocando a los “impuros” leprosos ( Lc 5,12-16); despertando en el ciego Bartimeo la fuerza sanadora de la fe ( Lc 18, 31-43) y dando de comer a la muchedumbre hambrienta (Mc 8,1-10).
Al final de su vida, como señal de reverencia a la dignidad humana, vemos a Jesús, el hijo de Dios, arrodillándose ante sus discípulos para lavarle los pies, explicando el desconcertante gesto con unas breves palabras, “¿Comprenden lo que he hecho con ustedes? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y con razón, porque lo soy. Pues si yo, el maestro y el Señor les he lavado los pies, también ustedes deben lavarse los pies unos a otros” (Jn 13,13-14). Este hecho nos muestra que para Jesús la dignidad humana es absoluta.
El Nazareno siempre dejó claro que la persona humana no es un medio sino un fin en sí misma, y esta convicción lo llevó a cuestionar a quienes ponían al orden establecido, al templo y a la ley por encima de la persona, por eso insistió que “el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado, así que el hombre es también dueño del sábado” (Mc 2,27-28). Este modo tan radical de Jesús al servicio de la dignidad humana es un desafío para los creyentes en esta coyuntura, porque más allá de cualquier inclinación política totalmente justificada, debe prevalecer la opción absoluta por la dignidad humana.
En síntesis, trabajar por la defensa de la dignidad humana y establecer, en esta hora de fractura, los puentes que posibiliten una convivencia pacífica y de respeto mutuo, es hoy el modo más adecuado de expresar nuestra fe en Jesucristo. Los cristianos, de ambas partes, tienen la responsabilidad histórica, junto a los hombres y mujeres de buena voluntad, de apostar por el diálogo y el reconocimiento mutuo al servicio de la paz social fundada en la protección y defensa de la dignidad humana. La complicidad con cualquier actor político que no reconozca e irrespete la dignidad humana es cristianamente un pecado grave que la historia difícilmente nos absolverá.