Para disminuir la epidemia mortal de armas y balas, tenemos que controlar de manera muy estricta su producción, comercio y uso, en particular el uso que de ellas hacen los funcionarios del Estado
César Marín
Revista SIC 737. Agosto 2011
Mientras escribo este artículo, cientos de personas en más de 120 países de todo el mundo están celebrando la Semana de Acción Mundial contra la Violencia Armada. Organizado por la Red Internacional de Acción contra las Armas Ligeras (Iansa), este momento de movilización anual se ha convertido en referencia para llamar la atención sobre los dramas que imponen la proliferación y uso de armas de fuego y sus municiones en las sociedades, sobre los impactos negativos que tienen en la vida de las personas, el desarrollo de los países, y por sobre todas las cosas, se ha convertido en la oportunidad para dejar en claro que sí hay soluciones a la mano para que esos impactos no tengan lugar nunca más.
Favorecemos un enfoque movilizador, optimista, por la vida. Favorecemos dejar de lado intereses individuales, o de industrias que producen y defienden ganancias mil millonarias basadas en el dolor de la gente, favorecemos dejar de lado conceptos comunes sobre la seguridad individual auto–procurada que son tan populares como irreales. Favorecemos, en fin, el desarme civil, el control estricto de las armas que se llaman pequeñas por su transportabilidad, pero que son las auténticas armas de destrucción masiva.
Muere una persona por minuto en todo el mundo por la acción de esas armas y sus municiones; entre tres y diez personas resultan heridas por cada persona que fallece cada minuto por la acción de tales armas y municiones; estos instrumentos del dolor, de la muerte se utilizan, además, como medio de amenaza para perpetuar el hambre o los trabajos forzados a grupos sociales minoritarios, para infringir las peores formas de violencia hacia las mujeres, para intimidar a personas por su orientación sexual, entre un largo etcétera.
En todo el mundo, 74% de todas las armas están en manos de personas comunes. Piénsese que no necesariamente todas estas personas cumplen cabalmente con los criterios mínimos para resguardo, manejo y uso de estos instrumentos letales, aun cuando vivan en países donde esas exigencias son requeridas y verificadas por las autoridades.
En el planeta, sólo 3% de las armas de fuego está en manos de cuerpos policiales, que en países como el nuestro suelen ser gran parte del problema de la circulación excesiva de armas en las calles.
Debemos partir del reconocimiento de un problema que tenemos: estamos armados, y somos peligrosos.
América Latina y el Caribe es la región con la violencia más letal del mundo. Y nos tocó vivir en uno de los países que lidera la carrera continental de la muerte.
De acuerdo con los estudios desarrollados por distintas organizaciones gubernamentales como la OEA y la ONU, así como de organizaciones no gubernamentales como el Small Arms Survey e Iansa, en América Latina y el Caribe, con alrededor del 8,5% de la población mundial, movemos cerca del 18% del total de armas de fuego que circulan en todo el mundo, y enterramos alrededor del 35% de todas las personas que mueren en el planeta por la acción de tales armas.
En Venezuela, aun sin que se pueda establecer todavía el circulante de armas, ni la totalidad de heridos, se ha podido determinar que alrededor de 16 mil personas fueron víctimas fatales de la violencia armada en 2010. Las historias de esas personas, truncadas a balazos, le dan una tasa de homicidios al país que es seis veces mayor al promedio mundial y que está muy cerca de duplicar la ya muy elevada tasa de homicidios de la región.
En efecto, la tasa mundial de homicidios está en 8,8 casos por cada 100 mil habitantes. Para la región de América Latina y el Caribe tal tasa se ubica alrededor de 24 homicidios por cada 100 mil habitantes, y en Venezuela, la tasa rondaría los 50 homicidios por cada 100 mil habitantes.
La mayoría abrumadora de las víctimas de esta violencia letal son varones, menores de 25 años, mestizos o negros, y pobres. Aún siendo minoría como víctimas fatales, las hermanas, esposas, madres o abuelas de nuestra región deben cargar con el dolor de enterrar a sus hermanos asesinados, o atender a sus esposos heridos, endeudarse, perder sus ahorros, y buscar trabajos precarios que les impiden mantener el seguimiento integral de sus familias.
Si se intenta ubicar la tasa de homicidios en los estratos socio-económicos medios a bajos, constataríamos que la violencia armada sería más letal que el sida, o los accidentes de tránsito, más letal que cualquier otro factor para este sector de la población venezolana.
La Organización Mundial de la Salud define como una epidemia a cualquier enfermedad que llegue a los diez casos por cada 100 mil habitantes. Al declararse una epidemia, los países movilizan recursos humanos y económicos ingentes para aislar al vector de la enfermedad y erradicarlo lo antes posible.
El vector de la violencia armada son las armas y las balas. Si se movilizan los recursos humanos y económicos requeridos para analizar la infección de armas, verificar dónde podemos aislarlas y erradicarlas, la letalidad que provocan disminuiría en la misma proporción.
Hay numerosas experiencias, cercanas y lejanas a nuestra realidad, que indican que cuando se regula de manera estricta el acceso a las armas a la población, y además se atienden las causas de la demanda de tales armas por parte de los ciudadanos, los niveles de letalidad disminuyen.
Las muertes, lesiones y abusos ocasionados con pistolas y sus balas se pueden prevenir, si queremos. Responsablemente, todos tenemos que generar esa voluntad.
El primer responsable e interesado debe ser el Estado, ya que debe ser el principal garante de todos los derechos humanos de todas las personas, y porque en el caso venezolano tiene el mandato de tener el monopolio del uso legítimo de la fuerza.
Cuando la violencia armada mata a una gran cantidad de ciudadanos y ciudadanas en nuestras calles, hace patente la incapacidad que ha tenido el Estado en brindarles protección a su derecho fundamental a la vida, igualmente patentiza su incapacidad por siquiera intentar darles respuesta atendiendo adecuadamente a los sobrevivientes de la violencia, o prestando apoyo a sus familiares, y demuestra que debe apresurarse en atender esta crisis que vivimos con mayor tino.
El Estado venezolano es el principal productor, comerciante de armas y municiones, y además debe velar por el resguardo y buen uso de las armas en manos de los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley.
Efectivos policiales cuentan a viva voz cómo la gran mayoría de las municiones que matan a los venezolanos las producimos aquí. Muchos familiares de privados de la libertad revelan, sin reservas, que varias de las armas que se encuentran en los penales son armas del parque de la Fuerza Armada Nacional, y varios moradores de zonas con grados de criminalidad excesivos, aún para nuestro país, indican que es moneda corriente que los policías arrienden, intercambien o utilicen directamente las armas y balas en delitos.
Al no actuar de manera integral, preventiva y respetuosa de los derechos para favorecer las condiciones objetivas y subjetivas de seguridad de la población, y el control exhaustivo de las armas y balas que produce, tiene o asigna, el Estado manda una terrible señal de debilidad que es interpretada rápidamente por los actores interesados en mantener la zozobra sobre la población, y por los ciudadanos que desamparados recurren a la auto–defensa.
Este escenario propio del lejano oeste de las películas de vaqueros, implica que el clima social, económico, político y de defensa de la soberanía queda en serio compromiso.
A la vez, muchos ciudadanos entienden que tener un arma de fuego les proveería más seguridad. Lamentablemente, no hay datos científicos que indiquen que tal idea es cierta.
En Venezuela, detectamos fácilmente que estamos infectados de armas y balas cuando todos los conflictos entre las personas terminan a balazos: una disputa por un paso de una luz en rojo de una calle, una discusión por el resultado de un juego deportivo, la respuesta a un patrón de bromas por parte de amigos.
Imaginemos por un segundo esas mismas situaciones, sin que estuvieran armas de fuego implicadas. Aunque parezca increíble, la mayoría de las muertes ocasionadas con armas de fuego ocurre en este tipo de situaciones en los que víctima y victimario se conocen, a veces son personas muy cercanas, como familiares.
Otra idea errónea es la de creer que la mayoría de los impactos causados por las armas en cualquier sociedad la generan personas malas con armas malas.
No hay que cansarse en repetir que las armas sólo sirven para matar y hacer daño, esa es su utilidad y concepción original, en ese sentido, son malas por naturaleza. La gran mayoría de las personas que recurren a las armas para aumentar su sensación de seguridad desconoce los riesgos que estas comprenden.
La data utilizada por organismos internacionales revela que es doce veces más probable que un asalto termine en muerte cuando se usa una pistola a cuando se usa cualquier otro instrumento, y normalmente el muerto no será un agresor que va a por todo o nada cuando ve un arma en esos escenarios.
Aún más, las armas tenidas por personas de bien normalmente terminan en las manos de los criminales, principalmente por la vía del robo a ciudadanos, policías y agentes de seguridad privada, muchas veces con el usuario original herido o asesinado. Por ejemplo, en Brasil, luego de un análisis de los datos de todas las armas de fuego incautadas por la policía a los delincuentes entre 1951 y 2003, determinaron que 30% de todas esas armas malas habían sido compradas legalmente por personas de bien. En todos los países de nuestra región, se ven una y otra vez proporciones similares, o aún más marcadas, debemos tener una situación muy similar en nuestro país.
Para disminuir la epidemia mortal de armas y balas, tenemos que controlar de manera muy estricta su producción, comercio y uso, en particular el uso que de ellas hacen los funcionarios del Estado.
También la sociedad toda debe comprender que los riesgos de tener pistolas y balas son mayores a los presuntos beneficios que ellas traen. No sólo en términos directos de la seguridad propia y colectiva, sino en nuestras posibilidades de desarrollo social, económico y político.
Una sociedad informada, consciente de los problemas que generan las armas, y orientada al respeto por la vida, es una sociedad encaminada a un mejor futuro.
Podemos empezar vacunándonos todos contra esos nefastos instrumentos de la muerte, para sacarlos de nuestra sociedad.
* Miembro del comité asesor de la Red de Acción Internacional contra las Armas Ligeras (Iansa).