Rafael Uzcátegui
Las historias mínimas de estos días en Venezuela, ocultas tras la madeja de sobreinformación digital sobre las protestas en las últimas semanas, dicen tanto como las terribles cifras muertos, heridos y detenidos en todo el país.
El pasado 28 de febrero, mientras cubría las protestas de Plaza Altamira en Caracas, fue detenida la fotorreportera de origen italiano Francesca Commisari junto a otras personas. Venezolana de Televisión, a los minutos, difundió la versión de que 8 extranjeros, “solicitados por terrorismo”, habían sido apresados en la “guarimba opositora”, citando un mensaje de la red social twitter del propio presidente Maduro.
A nivel internacional, no obstante, la información sobre la detención de una periodista extranjera cuando realizaba su trabajo tomaba otro matiz, generando un costo político demasiado alto para un proyecto basado, en buena medida, en su imagen internacional. Commisari no fue deportada, como se anunció en las primeras horas, y pudo recobrar su libertad plena 7 horas después. El resto de los detenidos no contaron con tanta suerte.
El testimonio de la fotógrafa es importante por varias razones. La primera, porque es difícilmente descalificable a priori por parte de los partidarios del oficialismo. Commisari, por lo menos hasta ese 28, era una entusiasta del proyecto bolivariano, tanto que la motivó a prestar su propia imagen en la campaña electoral presidencial del año 2012, cuando participó en la estrategia publicitaria “Si fuese venezolana votaría por Chávez”. Dos de las situaciones relatadas, vividas en carne propia por la italiana, se vienen repitiendo en muchas de las detenciones recientes en el contexto de manifestaciones. Francesca relata que en su ingreso al centro de privación de libertad se le acusó de ser detenida portando una bomba incendiaria tipo Molotov. Diferentes testimonios de personas detenidas y sus familiares, en varios puntos del país, también hablan del forjamiento de pruebas incriminatorias, como la obligación de tomarse fotos con determinada indumentaria (capuchas, por ejemplo) o al lado de objetos utilizados para la generación de protestas violentas.
El segundo hecho contado por la periodista es la incautación de su equipo de trabajo, cámara fotográfica y varios lentes “zoom” especiales, por parte de la Guardia Nacional Bolivariana, que tras la recuperación de su libertad no le fue devuelto. A los días, Commisari se percató que estaba siendo vendido a través del portal Mercado Libre, lo que denunció a través de su cuenta twitter.
Las organizaciones de derechos humanos como Provea o el Foro Penal, han denunciado este nuevo patrón aplicado contra las personas retenidas por pocos minutos o detenidas en el contexto de protestas: El robo por parte de funcionarios policiales, militares y paramilitares. Los manifestantes se han convertido en un particular “botín de guerra” en los últimos días. Los “tesoros” más disputados por los funcionarios son celulares y cámaras fotográficas. Incluso hay denuncias de cobro de “vacuna” para que los detenidos no sean víctimas de malos tratos o para que sean liberados.
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Algunos afectos al gobierno venezolano han intentado justificar la represión contra las protestas en el país argumentando que las mismas se hacen contra un proyecto político que ha ganado no-sé-tantas elecciones seguidas. Si bien este es un dato, que no se puede desconocer, no es un valor positivo omniabarcante en sí mismo.
El fenómeno populista latinoamericano, a través de la historia, ha necesitado de la legitimación electoral para su proyecto de dominación. Para no irnos tan atrás en el tiempo, siempre hay que recordar que Alberto Fujimori, otra figura carismática y populista de la región, ganó tres elecciones seguidas con altísima popularidad, generando una cultura política que hasta hoy, a pesar de la condena por violaciones a los derechos humanos, sigue teniendo apoyo de amplias capas de la población peruana, como lo demostró la altísima votación recibida por su hija, Keiko Fujimori, en las últimas elecciones. ¿Son más inteligentes los votantes venezolanos que los peruanos? No. El apoyo a proyectos autoritarios tiene disímiles explicaciones según el contexto. Al igual que durante el gobierno bolivariano de Hugo Chávez, fue durante el mandato de Alberto Fujimori que fue creada la figura de la Defensoría del Pueblo. Sin embargo, la diferencia entre el primer defensor del pueblo peruano, Jorge Santistevan y la actual defensora del pueblo Gabriela Ramírez (en el cargo desde el año 2007), son abismales. A pesar del evidente autoritarismo, entre los años 1996 y 2006 Santistevan se involucró en las denuncias más graves y complejas sobre los abusos y arbitrariedades estatales, algunos políticamente inadecuados para un funcionario “complaciente”, como el impulso a la comisión que propuso la liberación de presos inocentes que habían sido sentenciados por terrorismo sin prueba alguna en su contra.
Aquella Defensoría del Pueblo se puso al frente de los informes de violaciones al derecho a la vida cometidas por el ejército –que fueron cruciales años después como insumo para la Comisión de la Verdad-; el impulso a la tipificación de la tortura como delito en el país; la investigación de las denuncias sobre esterilizaciones forzadas realizadas por el gobierno en zonas humildes, así como la creación de una cultura del reclamo frente a las instituciones públicas. Cuando la sociedad y organizaciones de derechos humanos del Perú calificaban a Fujimori como un “dictador” –especialmente tras la disolución del parlamento-, encontraban en la Defensoría del Pueblo un aliado para sus denuncias.
En Venezuela, un país en donde es fácil demostrar que no existe división de poderes, la actuación de la Defensoría del Pueblo es antagónica a la de su homóloga peruana. Gabriela Ramírez ha declarado abiertamente su militancia “chavista” y es un apéndice propagandístico del proyecto gubernamental.
En las protestas recientes ha amplificado la versión oficial que sostiene que existe un “Golpe de Estado” y que los excesos son atribuibles exclusivamente a los manifestantes. Ramírez ha encabezado una Fundación gubernamental que intenta difundir una sui generis “teoría crítica” de los derechos humanos, que pone el énfasis de responsabilidad de las violaciones en los actores privados empresariales y minimiza la del Estado, una propuesta que quizás tenía más sentido en la década de los 90´s bajo la ofensiva del neoliberalismo en el continente que hoy, cuando varios Estados –especialmente el venezolano- han recuperado su capacidad regulatoria y de atracción de capitales en la promoción del extractivismo.
Ramírez no sólo se niega a trabajar coordinadamente con las organizaciones de derechos humanos, sino que sistemáticamente las descalifica y miente sobre las propias denuncias recibidas por su despacho. En un contundente informe, el Centro de Derechos Humanos de la Universidad Católica Andrés Bello ha refutado las falsas afirmaciones que realiza la Defensora en el espacio al cual dedica más tiempo en sus labores: El propagandístico. Los dislates de sus declaraciones han popularizado un dicho en las redes sociales venezolanas: “A la Defensora le falta Pueblo”.
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Cuando escribo esto suman 21 las muertes en el contexto de las recientes manifestaciones en Venezuela. Las tres primeras, que expandieron la indignación como un sarampión por todo el país, es suficientemente claro que son responsabilidad de funcionarios estatales (incluyendo en el lote los parapoliciales que han protagonizado la represión a manifestantes). Sólo la evidencia de decenas de fotografías y videos, así como la valentía del equipo de investigación del diario Últimas Noticias, logró que la Fiscal General de la República, quien había repetido versión de autoría material por “violencia fascista”, reconociera la responsabilidad del Estado en las violaciones al derecho a la vida.
Investigar de manera expedita y transparente todas y cada una de esos asesinatos, y sancionarlos con respeto al debido proceso, es una necesidad para la paz y concordia de los venezolanos. Sin embargo, y es terrible reconocerlo, no hay condiciones para ello.
Los muertos están siendo usados para proselitismo partidista. Los cuervos están volando muy alto en Venezuela.