Luisa Pernalete
¿Qué niño en este país no ha jugado al trencito con sus padres y hermanitos? Luego en la escuela seguro que habrá jugado “la seguidilla” con entrenamiento anterior en trenes humanos. Después, de adolescente y adulto, todo venezolano participará ene cantidad de trensitos con música de fondo: “Vamos negra para la conga” o cualquier canción de Xuxa, según la edad del participante.
No importa si usted no tiene oído musical, incluso si canta tan desafinado como mi amigo el padre Alfredo. Será bienvenido al tren y se divertirá aunque le pisen el pie.
Un tren humano cualquiera diría que es como “una cola”, pero con grandes diferencias. El trencito está asociado a gente amiga, familia o compañeros de colegio, se asocia también a diversión inocente, el único peligro es el pisotón, y lo más importante, usted participa por voluntad propia, porque quiere, y si no lo hace, no sufrirá ninguna necesidad. En cambio “la cola”, esa la del venezolano de estos últimos meses, es distinta: usted no sabe a quién tiene atrás o adelante – a menos que se vaya con toda la familias a ver si puede adquirir más de un desodorante – , lo pueden asaltar en plena cola, no sabe si al final obtendrá algo, la mayoría va con una mezcla de rabia, impotencia, tristeza. No va usted porque quiera ir, porque no tenga nada qué hacer, va por necesidad, porque incluso esos “empelados” en lo que ahora se llama “bachaqueo”, va por necesidad, porque es una manera de ganarse la vida.
Lo de las “colas” para alimentarnos y andar aseados se ha convertido en algo común en cualquier ciudad venezolana, no por eso se puede calificar de “normal”. Hasta mediados del año pasado podría decirse que era más frecuente en el interior, pero ahora Caracas tampoco se salva.
Es una verdadera tragedia. Veamos sólo algunas consecuencias:
En primer lugar distrae permanente la atención de los que tenemos trabajo diario quehacer, “¿me detengo en esa cola o sigo a mi oficina? … uno está siempre en un dilema moral, se debate entre dos deberes: llegar temprano a su trabajo o sufrir agudamente la escasez.
Segundo, nos hemos vuelto un país improductivo, si no se quedó en la cola se queda mentalmente en esa ella, imaginando que tal vez si se hubiera detenido habría conseguido leche para su “marroncito mañanero”, al cual que se niega a renunciar, total, no se concentra en trabajo.
Tercero: incrementa los niveles de rabia, angustia, desesperanza, pues cada quien en la cola echa varios cuentos: “el otro día asaltaron a mi vecina en la madrugada”, comentó la señora Elsy en San Félix, “ un señor cuando llego a la taquilla y sólo le vendieron una bolsita de detergente se enfureció y la rompió y se la echó a la que atendía”, él quería dos bolsitas y pagó su rabia con la empelada, contó un señor en una cola barquisimetana; “llevo 4 horas en esta cola, me duele a la cabeza, pero ya voy a llegar y necesito la leche para mi hija”, se quejó otro señor en cola capitalina. No hablemos de las colas en las farmacias, ¡cuánta angustia acumulada ante la incertidumbre de saber si habrá o no el medicamento que requiere! Y mejor no mencionar la rabia de los maracuchos la semana que termina por las colas para conseguir gasolina, “¡Acabo de mundo- dijo La Negra – sin gasolina en Maracaibo! A ver quién me ayuda a empujar el carro hasta la próxima cola” y dice que empezó a cantar La Grey Zuliana.
Tampoco tiene nombre hacer cola en Guayana para conseguir cabillas, ¿No exportábamos cabillas antes? ¿Será que producíamos suficiente para nosotros y para otros?
Habrá que decirle al recién nombrado defensor del Pueblo que no se trata de dar “preferencia a personas de tercera edad y mujeres embarazadas” se trata de destrancar la producción, se trata de reconocer que el ciudadano común no toma decisiones, se trata del Derecho Humano a la alimentación que lo es para los que tengan cédula y los que no también.
La única cola santa en este país es la procesión de la Divina Pastora, las otras colas son una tragedia.