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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Venezolanas sufren explotación sexual en Trinidad y Tobago

Foto: Archivo Web

Por Claudia Smolansky y Marielba Núñez*

Pierden la libertad apenas pisan cualquier playa trinitense y su “pecado original” es una supuesta deuda que estas mujeres solo pueden pagar convirtiéndose en una mercancía sexual. Las amansan con un proceso previo de tortura, rotación y terror hasta que pierden el impulso de escapar. El crecimiento de estas redes de trata es tan evidente que informes regionales y parlamentarios reconocen que en esa maquinaria de engaño y violencia, la complicidad del aparato de justicia de la isla multiplica el número de víctimas.1

Lilia* nunca imaginó que una simple solicitud de amistad en Facebook podía ser el comienzo de una pesadilla. Quien la contactaba no podía haber despertado menos sospecha: era una adolescente, como ella, que también residía en Maturín, al oriente de Venezuela. Primero fueron amigas en la red social y luego comenzaron a verse en el liceo donde estudiaba. La invitaba a fiestas y a otros espacios sociales junto a sus amigas. Un día, cuatro meses después de aquella amistad virtual, le ofreció empleo “recogiendo botellas en un restaurante” para ganar “un buen dinero”, un anzuelo irresistible, en medio de la crisis venezolana, para Lilia, quien entonces tenía 17 años de edad.

Pero esa oferta estaba tan lejos de la realidad como de Venezuela. Engañada, Lilia terminó como rehén de una red de explotación sexual en Trinidad y Tobago. Como ella, fueron más de 21.000 las mujeres venezolanas, adultas y menores de edad, que han sido víctimas de trata de personas en los últimos 6 años en ese país, de acuerdo con cifras oficiales de la Comunidad del Caribe (Caricom). Las víctimas, indica un informe de ese organismo, suelen tener entre 18 y 25 años, aunque un número significativo tiene entre 16 y 17 y algunas son aún más jóvenes.

Una vez captadas por las bandas criminales, muchas veces mediante engaño para que acepten su traslado a la isla, son sometidas luego a condiciones de esclavitud mediante la violencia física y psicológica. Este viaje al horror conduce a las víctimas a una prolongada explotación sexual, cuyo desenlace puede ser la detención, un peligroso escape o la muerte. Mientras tanto, el negocio de la trata entre los dos países continúa siendo rentable y los criminales permanecen impunes.

Las ofertas de trabajo engañosas suelen ser una de las estrategias de captación que utilizan con más frecuencia estas bandas criminales, una carnada infalible en un país que registra una pobreza del 94 por ciento, según una encuesta de 2020 realizada por la Universidad Católica Andrés Bello. La situación económica motivó una migración sin precedente del 18 por ciento de la población, un total de 5,5 millones de venezolanos en los últimos seis años, según datos de la Organización de Naciones Unidas para los Refugiados.

Lilia les dijo a sus padres que iba a casa de una amiga, a una fiesta. Aquella noche de principios de noviembre de 2019, la adolescente salió solo con una pequeña cartera. Su salida no despertó en Jorge*, su padre, ninguna sospecha, pero las dudas aparecieron cuando después de algunas horas no regresó a casa.

Los días siguientes, enviaba a sus allegados por Facebook mensajes que intentaban ser tranquilizadores, “con una información muy vaga, no decía ni dónde ni con quién estaba”, según cuenta Jorge. Hacía pensar que estaba en Colombia o que iba rumbo hacia allá, pero no daba ningún dato que permitiera ubicarla. Solo después de tres semanas su padre recibió una llamada telefónica que confirmó sus peores miedos: su hija había sido detenida en una redada policial en Cunupia, en Trinidad y Tobago, junto a decenas de adolescentes que iban a ser explotadas sexualmente.

Cerca de 50 mujeres víctimas de trata estaban encerradas en distintas habitaciones en un bar en la región de Chaguanas, y en una casa ubicada en el sector Diego Martin, al noreste de la isla, según publicaron medios de comunicación. Eran una especie de “centros de acopio”, desde donde las mujeres iban a ser distribuidas en varios locales nocturnos en la isla, según los reportes. Como Lilia, había otras adolescentes venezolanas de El Furrial, otra población del estado Monagas, y de Maracay, estado Aragua.

Foto: Cepaz

Los chats de Facebook, que su padre pudo revisar tiempo después, dan cuenta de que su captadora convenció durante meses a Lilia de emprender ese viaje. El perfil en Facebook de esta reclutadora de las redes de trata muestra a una chica muy joven con una red de amigos de más de 2.600 personas. En esa lista figuran cientos de nombres de adolescentes, principalmente estudiantes de distintos liceos y centros universitarios localizados en Maturín, aunque también de diferentes ciudades del oriente del país.

“Quizá nosotros como padres debemos tomar un poco más de precaución”, se cuestiona Jorge. “Tanto miedo que yo siempre tenía y todo lo que le decía para protegerla, mi hija tuvo que aprenderlo de la peor manera. Las condiciones económicas llevan a que la gente se desespere y vienen este tipo de personas a ofrecer soluciones rápidas”, se lamenta.

Una oferta de trabajo engañosa fue el mismo anzuelo que captó a Zurima*, de 29 años, habitante de Petare, Caracas. Ella y otra mujer fueron reclutadas en 2019 por un hombre que se hacía llamar Jonathan. Zurima tenía para ese entonces un cargo de ejecutiva de ventas telefónicas de una empresa de encomiendas, pero el sueldo que cobraba —en ese momento el salario mínimo en Venezuela era equivalente a menos de 6 dólares—, era insuficiente para cubrir sus gastos, especialmente los de su padre, que estaba enfermo y vivía en el estado Sucre.

“Yo le mandaba medicamentos a mi papá, pero no podía con todo. Teníamos a Jonathan, nuestro amigo, que nos decía que le iba bien en construcción allá en Trinidad y Tobago. Yo hasta conocía a su familia, a su novia. Siempre nos habló de que había oportunidad de trabajo limpiando casas, o en bares, o restaurantes. Hasta que nos comentó la oportunidad de cuidar a la mamá de un trinitario, quien nos dijo que era un hombre serio”, recuerda Zurima.

Para viajar hasta Trinidad ellas debían trasladarse a Güiria, también en el oriente del país, desde donde tomarían un peñero que las llevaría a la isla. El pasaje le costaba a las dos amigas 500 dólares, pero ellas lograron reunir solo la mitad. El resto iba a ser cubierto por su empleador, acordaron ellas con el hombre que capitaneaba el bote que desembarcaría en la isla. Pero una vez que llegaron a destino, su supuesto empleador anunció que no cancelaría el monto en su totalidad, así que los capitanes les retuvieron los pasaportes, que nunca recuperaron. Ya entonces, sin siquiera sospecharlo, se habían convertido en rehenes de una banda de trata.

 

Dos botes al día

 

Hasta hace unos pocos años las víctimas venezolanas de trata, en menor escala, solían salir del país en vuelos comerciales rumbo a Trinidad. Pero en años recientes tanto el estado Sucre como el estado Delta Amacuro se han convertido en los puntos calientes desde donde parten constantemente peñeros hacia la isla, una situación que no se ha detenido pese a las restricciones de viaje impuestas durante la pandemia de covid-19.

Foto: REUTERS

Un amigo que vivía en Güiria convenció a Maritza* de hacer el viaje hacia Trinidad y Tobago con la promesa de que conseguiría trabajo como mesera. Originaria de Irapa, estado Sucre, recuerda que esta persona le aseguró que les pagarían “dignamente” y que incluso le darían un sitio para vivir. Quiso persuadirla para que, a su vez, consiguiera a otras tres muchachas que viajaran con ella, pero ella no logró convencer a otras viajeras.

Irapa y Güiria, dos poblaciones del estado Sucre situadas en el oriente de Venezuela, son dos de los lugares que el informe de Caricom identifica como de los más activos en la captación de víctimas para las redes de trata. El documento cifra en 4.000 el número de víctimas extraídas en los últimos seis años de esa área para destinarlas a la explotación sexual en Trinidad. Sin embargo, las víctimas que son conducidas a estos sitios de zarpe también son reclutadas en distintas ciudades de Venezuela, entre ellas Caracas, La Guaira, San Cristóbal, Maracay, Maturín, Valencia y Puerto Ordaz.

Relatos de sobrevivientes de la trata indican que, en territorio venezolano, debieron pasar por al menos tres etapas antes de ser embarcadas. En cada una de estas etapas quienes intervienen juegan un rol bien determinado, no necesariamente conectado con los siguientes eslabones. Una vez que han sido captadas para las organizaciones criminales por un amigo o conocido, las víctimas caen en manos de grupos que las trasladarán hacia los puntos donde serán retenidas durante varios días, en espera del momento en que abordarán el transporte que las llevará a destino.

Maritza salió el 14 de abril de 2019 desde su pueblo hasta Güiria, un recorrido costero que dura unos 50 minutos en vehículo. Ella, que entonces tenía 17 años, había tenido que esperar un mes mientras su reclutador reunía a sus otras víctimas. Cuando llegó, su amigo la llevó directamente a Las Salinas, otro sector costero del estado Sucre, que se ha convertido en uno de los lugares de zarpe en la clandestinidad y en horas de la madrugada.

Antes de subir al bote, a Maritza la condujeron a una casa de espacios abiertos con un patio con matas de plátano, donde consiguió a otras 20 mujeres, cinco hombres y el capitán. Todos esperaron bajo la sombra del árbol del fruto tropical hasta que llegara la noche. Pero ese día, no partieron. Un chico llegó en la madrugada para advertir que la Guardia Costera de Trinidad estaba vigilando “mucho” la zona.

Otros obstáculos aparecerían en el camino o, mejor dicho, en el medio del mar. El bote salió a la medianoche de Las Salinas y, al poco tiempo de partir, el motor se apagó. El capitán se devolvió a la orilla y Maritza especifica que, entonces, la hora oficial de su partida de Venezuela, fue a las doce y media de la madrugada y su llegada a Trinidad a las seis y media de la mañana.

La navegación entre la península de Paria y Trinidad puede ser hostil y peligrosa. Las víctimas coinciden en que viajar a bordo de esos peñeros es una experiencia escalofriante. El miedo a las olas que golpean contra un bote sobrecargado las atraviesa durante todo el trayecto. De hecho, en los últimos dos años se sabe de cuatro botes que han naufragado.

Aunque se trata de una ruta tradicional de comercio en la zona, su uso como vía de migración no ha hecho más que crecer junto con la crisis venezolana y, durante la pandemia de covid-19 no se ha detenido, pues se calcula que 1 a 2 botes siguen partiendo cada noche, según cifras publicadas en enero por la Organización de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios. En parte, esto ha ocurrido por la corrupción y permisividad de autoridades venezolanas que tienen la responsabilidad de supervisar tanto las embarcaciones de Tucupita como en Güiria y no realizan los registros migratorios y portuarios requeridos, o cobran cuotas por cada peñero irregular que parte hacia Trinidad, según testimonios de viajeros y datos del Grupo de Trabajo de la OEA para migrantes y refugiados venezolanos, consultado para esta investigación.

Fue en ese recorrido entre Paria y Trinidad que desaparecieron los botes Jhonaily José y Ana María, en los meses de abril y mayo de 2019, sin que hasta ahora se haya establecido qué pasó con 60 de sus pasajeros, que permanecen desaparecidos. Se supo que varias de las adolescentes y mujeres que estaban en esos botes habían sido vendidas anticipadamente a bandas de tratantes. En diciembre de 2020, los botes Mi refugio y Mi recuerdo, que partieron también desde Güiria, naufragaron: 33 personas murieron ahogadas en un incidente también turbio.

La llegada de los peñeros a Trinidad suele ocurrir en medio de la noche o al amanecer. Como el caso de Maritza, en desolados puertos clandestinos, donde grupos de hombres armados esperan a los viajeros. La adolescente llegó a uno de esos sitios en Carenage, en el noroccidente de la isla, zona en donde se han registrados previamente casos de trata de personas, según atestiguan migrantes venezolanos en Trinidad y medios de comunicación locales.

Testimonios de viajeros señalan que hombres armados dividen a los migrantes que desembarcan por sexo hasta que aparecen quienes los van a “rescatar”. Algunos de estos transportistas pueden ser taxistas locales o integrantes de las mismas bandas.

Pero la organización criminal que existe en las playas clandestinas y en zonas montañosas también tiene tentáculos en los puertos legales de la isla. En estos casos, se suma un nuevo actor en el modus operandi que permite la triangulación entre los capitanes y los grupos armados: la policía migratoria, como atestiguan algunas víctimas y confirman el estudio de Caricom e informes del Departamento de Estado de Estados Unidos.

Zurima es testigo de que en esas oficinas poco vale el pasaporte. Al llegar al puerto de Chaguaramas, los encargados de migración no se los sellaron y tampoco intervinieron cuando los capitanes del peñero se quedaron con sus pasaportes y se marcharon.

Aún cuando las mujeres ingresan con su documentación, muchas de ellas no son registradas formalmente en las planillas de migración. Como en el caso de Zurima, los oficiales pueden dar el visto bueno o hacer la vista gorda ante los jefes de las bandas que buscan a las chicas en vehículos negros, conocidos como “maxi taxis”, y pagan a los capitanes de los botes. La investigación del Caricom señala que hay tres modos de complicidad: “los que se ven obligados o amenazados para que colaboren”, los que reciben dinero para “mirar hacia otro lado” y los que participan activamente de las actividades delictivas.

Una vez que la víctima desembarca, se disipa el engaño que diseñaron estas redes criminales para atraparla. Al pisar las playas les hacen saber que no hay vuelta atrás. Que la oferta de trabajo no existe. Lo que sí existe es una deuda y un contrato con las bandas criminales que ellas nunca firmaron.

Fernanda*, de 19 años, oriunda de Tucupita, apenas entendía inglés cuando llegó a Trinidad. Por eso, al desembarcar en Playa Lucero, al suroccidente de la isla, no se enteró de que su libertad tenía precio. “Un hombre trinitario le entregó un dinero al amigo que nos trajo. Yo pensé que era de pasajeros anteriores. El mismo hombre nos sentó y dijo que si nos queríamos bañar. Yo seguía sin entender. Y en eso, veo que mi amigo se monta en el peñero y se regresa a Venezuela”, recuerda.

Al poco tiempo llegó una mujer que condujo a Fernanda a un hotel cercano. Fue allí, donde apareció la proxeneta de esta célula, de nacionalidad venezolana. Le dijo a Fernanda que había adquirido una deuda de 1.500 dólares. Si no pagaba, sería vendida a otra banda, más peligrosa, en la que sería golpeada, maltratada o asesinada.

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*Periodistas e investigadoras

Notas:

[1] Extracto de la investigación “Esclavas sexuales venezolanas, una industria en auge en Trinidad”, realizada por Claudia Smolansky y Marielba Núñez para Connectas.

Fuente:

Conferencia de Provinciales en América Latina y el Caribe (CPAL). Disponible en: https://jesuitas.lat/redes-sociales/noticias-cpal-social/6191-venezolanas-sufren-explotacion-sexual-en-trinidad?idU=1

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