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Una separación que es motivo de alegría

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Por Luis Ovando Hernández, s.j.

El domingo se celebró la Ascensión del Señor Jesús a los cielos. Se trata de una realidad difícil de comprender porque, en el fondo, el Nuevo Testamento pretende transmitirnos una verdad con los modestos recursos literarios de que dispone, pero que obviamente tal verdad supera de sobremanera el modo como se la proclama. Es decir, Jesucristo es el hombre que vino de Dios y a Dios vuelve como el Viviente, como aquel que abrió una nueva etapa en nuestras existencias dándonos un sentido, esto es: nos espera más vida, a imagen suya, para asemejarnos más a Él.

La historia de Jesús tuvo un inicio y un final, y este final a su vez implica un inicio para nosotros sus seguidores, que no es otro que continuar con la misión que le encomendó Dios Padre y que ahora Él coloca en nuestras manos, confiado de que seremos capaces de llevarla a cabo.

Por supuesto que no está en medio nuestro, como sucedió con los discípulos. Pero al igual que ellos, poseemos el Espíritu de Dios que nos guía en la tarea encomendada. Por otra parte, la “despedida” de Jesús tiene unas implicaciones serias para nosotros que espero evidenciar al final, después de haber evidenciado cuanto nos aportan las lecturas.

Una nube se lo quitó de la vista

Las lecturas coinciden en que Jesús ascendió al cielo, dejando a los discípulos para subir hasta desaparecer de la vista de sus amigos (Libro de los Hechos). Jesucristo ahora está sentado a la derecha del Padre, “por encima de todo principado, potestad, fuerza y dominación, y por encima de todo nombre conocido, no sólo en este mundo, sino en el futuro” (San Pablo a los Efesios). Finalmente, mientras se separaba de los Apóstoles, los bendijo (Evangelio según San Lucas).

Los pasajes parecen apuntar a algo que es propio de Jesús mientras estuvo en medio nuestro: no entiende que la tarea recibida de Dios la deba cumplir en solitario, y por eso busca y prepara un grupo con quienes comparte esta misión. Con su ascensión, coloca ahora todo en manos de sus amigos y de nosotros, respectivamente.

La ascensión de Cristo es el comienzo de nuestro trabajo como colaboradores suyos.

Bautizados con Espíritu Santo

La bendición impartida por el Señor es el cumplimiento de una promesa: los discípulos serán bautizados con el Espíritu de Dios. Ellos, como el grupo que son, están aún en la ciudad donde vieron padecer al Amigo. Allí recibirán el don que viene de lo alto, y que pertenece tanto a Dios como a Jesús (Libro de los Hechos). El Espíritu es un regalo de sabiduría y revelación para conocer a Dios. Él ilumina los ojos del corazón, para que comprendamos la esperanza a la que somos llamados, la riqueza de gloria que heredaremos y entendamos la grandeza de su poder desplegada en Cristo, resucitándolo de entre los muertos (San Pablo a los Efesios). De esta “fuerza” son revestidos los Apóstoles (Evangelio según San Lucas).

Dios manifiesta su fuerza dándole vida a Jesús, rescatándolo de la muerte, resucitándolo. De igual modo, nosotros recibimos esta fuerza divina, con el presente del Espíritu Santo, para dar vida, para rescatar a todos quienes se sienten amenazados de muerte, para activar la Resurrección de Jesucristo.

Discípulos, Apóstoles, Testigos

Los tres términos aparecen en las Escrituras, en algunas ocasiones como sinónimos, en otras con sus particularidades. “Discípulo” es aquel que aprende, el “Apóstol” es el enviado y el “testigo” es el representante, quien da fe con su palabra y sus acciones de aquel a quien representa. Es una presente y actuante. Su vida es coherente porque sus palabras coinciden con sus acciones. Cuanto dice es verdadero. Es partícipe privilegiado de la Resurrección.

Los amigos de Jesús, una vez bautizados con el Espíritu Santo, se convierten en los testigos de la Resurrección del Señor. Los Discípulos se quedaron petrificados ante la ascensión de Jesús. Son dos hombres vestidos de blanco quienes los sacan del letargo: “¿qué hacen ahí plantados mirando al cielo?” (Libro de los Hechos). El Espíritu viene sobre la Iglesia, cuerpo de Cristo (San Pablo a los Efesios). Esta pertenencia a la comunidad procura alegría. La presencia del Espíritu en medio de la asamblea cristiana promueve en los Apóstoles que se comporten a semejanza de Jesús, bendiciendo a Dios, dando a los hombres de todos los tiempos el “bien decir” de Dios, su “bendición” (Evangelio según san Lucas).

Jesús hizo y enseñó el reino de Dios. Él nos enseñó a madurar, a ser mejores y mayores.

Nosotros somos testigos de Jesucristo y de su Resurrección. De igual manera, somos testigos de que la situación política y socioeconómica no mejora en nuestro país. Ni siquiera a nivel internacional, cuando se privilegian intereses particulares, colocándose por encima del drama que nos ahoga.

La ascensión nos habla de responsabilidad, de madurez, de asumir nuestra realidad. El gobierno se ha desentendido de sus obligaciones desde hace décadas, empezando por garantizar los servicios que nos corresponden por el simple hecho de ser ciudadanos. Hemos de asumir nuestra realidad, saliéndole al paso a las necesidades básicas; entre ellas, la más importante es la de fortalecer el grupo, el tejido social, la sociedad civil, a ejemplo de los Apóstoles que supieron mantenerse unidos no obstante todo lo que debieron pasar y padecer.

La separación “física” de Jesús, con su ascensión, es motivo de alegría para nosotros porque ha puesto en nuestras manos la ocasión de convertirnos en testigos, sus testigos. Discípulos, Apóstoles y Testigos del amor que promueve la vida de todos: ser adultos, ser grandes, ser ciudadanos.

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