Por Juan Salvador Pérez*
El Autoritarismo, en las relaciones sociales, es una modalidad del ejercicio de la autoridad que impone la voluntad de quien ejerce el poder en ausencia de un consenso construido de forma participativa, originando un orden social opresivo y carente de libertad y autonomía; generalmente, la forma en que respondemos a estos constructos políticos nos define como sociedad.
Cuando Sócrates le pregunta a Laques, aquel famoso y destacado general ateniense, sobre el concepto de valentía este responde con total convicción: “En verdad, Sócrates, me preguntas una cosa que no ofrece dificultad. El hombre que guarda su puesto en una batalla, que no huye, que rechaza al enemigo; he aquí un hombre valiente”1.
Ante esa respuesta tan estrictamente bélica, Sócrates replantea su pregunta:
He aquí por qué te decía antes que había sido yo causa de que no hubieses respondido bien, porque yo te había interrogado mal, puesto que quería saber de ti lo que es un hombre valiente, no sólo en la infantería, sino también en la caballería y demás especies de armas; y no sólo un hombre valiente en todo lo relativo a la guerra, sino también en los peligros de la mar, en las enfermedades, en la pobreza y en el manejo de los negocios públicos; y lo mismo un hombre valiente en medio de los disgustos, las tristezas, los temores, los deseos y los placeres; un hombre valiente, que sepa combatir sus pasiones, sea resistiéndolas a pie firme, sea huyendo de ellas, porque el valor, Laques, se extiende a todas estas cosas.
Ciertamente la valentía para Sócrates trasciende y va más allá de la pura actitud temeraria y aguerrida en el combate. Es igualmente valiente aquel hombre que muestra su valor contra los placeres, contra las tristezas, contra los deseos, contra los temores.
Entendida así la valentía, nos colocamos en presencia de una de las cuatro virtudes cardinales: la fortaleza. Las virtudes cardinales no son habilidades o buenas costumbres, sino que son los pilares sobre los cuales se yergue toda la vida moral del ser humano.
La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa.
Pero frente a este concepto tan preciso, hermoso y lleno de verdad sobre la valentía y la fortaleza, el filósofo español José Antonio Marina, en su Anatomía del miedo, un tratado sobre la valentía2, nos plantea la pregunta fundamental, real, humana, cotidiana y desafiante: ¿Podemos comportarnos valerosamente, aunque estemos zarandeados por el miedo? ¿Somos en realidad capaces de superarnos? ¿Se puede aprender el valor?
Marina en su libro realiza una profunda descripción del hombre frente al miedo. Pasando por los diversos miedos, desde los normales hasta los patológicos, nos presenta un tratado psicológico-filosófico sobre el miedo. Y su evidente conclusión es que el miedo nos paraliza. La angustia, la ansiedad, el pánico, el temor, revelan nuestra vulnerabilidad. Y el poder del miedo no solo afecta a los individuos, sino también a las sociedades.
Las personas al igual que las sociedades, al paralizarse y dejar de actuar, entran en crisis. Jared Diamond en su libro Crisis3 compara las crisis que las personas atraviesan en sus vidas con las crisis que los países atraviesan en su historia. Establece un paralelismo entre los factores que según los expertos inciden en la superación de una crisis personal y los lleva al plano de la superación de las crisis en los países. Esto supone las siguientes acciones y resoluciones: reconocer que estamos ante una crisis (tanto en lo personal como en lo nacional), así como nuestras responsabilidades personales en la acción, y por supuesto la responsabilidad nacional. Definir cuáles son los problemas a los que hay que dar solución. Aceptar y obtener la necesaria ayuda material y emocional de otros individuos y grupos. Adoptar las referencias y experiencias (bien de personas como de países) que nos sirvan de modelo de resolución de problemas. Fortalecer nuestra identidad, lo que somos, lo que creemos, nuestros valores. Es más que necesaria la autoevaluación honesta, ya lo decía el mismo San Ignacio de Loyola, puede faltar la oración, pero no puede faltar el examen. Revisar y entender lo sucedido en experiencias anteriores. Debemos además ser flexibles y pacientes con nuestros procesos y nuestros fracasos.
Como podemos evidenciar, las relaciones persona/sociedad poseen profundas implicaciones y conexiones que se entrelazan, sin duda para lo bueno, pero también para lo malo. Es decir, tanto en lo personal como en lo nacional se cae en profundas crisis y en ambos casos se debe tener la valentía –volvemos a la fortaleza como virtud– suficiente como para reconocer qué es lo que deben cambiar para hacer frente a la nueva situación, y poder así salir de las crisis.
La historia del siglo XX mostró, con suficientes y sólidos testimonios, cuán dramáticas resultaron las aberradas aventuras totalitarias. Tanto el fascismo como el comunismo en su disparatado afán de controlarlo todo, partieron de la premisa de que todo (tanto la persona como la sociedad) es objeto de dominación política. Es una anulación total de todo lo que esté fuera de la ideología legitimadora imperante. La misma historia del siglo XX nos mostró también la suerte que corrieron aquellas aventuras totalitarias: el fracaso.
Sin embargo, persisten hoy en día regímenes que pretenden ya no imponer dominaciones totales, porque saben que fracasarán indefectiblemente, sino aplicar fórmulas de control autoritario.
La ciencia política diferencia ambos conceptos. Para Hannah Arendt, lo determinante de un régimen totalitario es la dominación total como la única forma de gobierno y en el cual no es posible la coexistencia4. Mientras que un régimen autoritario, según J.J. Linz, es aquel sistema político con un pluralismo político limitado y no responsable, sin una ideología elaborada, sin una movilización política intensiva o vasta; y en los que un jefe (o pequeño grupo) ejerce el poder dentro de los límites que formalmente están mal definidos pero que de hecho son fácilmente previsibles5.
Si bien la diferencia en el concepto pudiese resultar sutil, no hay ninguna duda en cuanto al efecto de ambos regímenes en la gente: la opresión.
Desde los inicios de la humanidad, los poderosos –quienes ejercen el poder– han sabido que la opresión produce el miedo, y el miedo como enseñaba Maquiavelo es siempre más aconsejable para los príncipes porque los hombres aman según su voluntad, y temen según la voluntad del príncipe.
El miedo, apunta José Antonio Marina, es una emoción individual pero contagiosa, o sea, social. Y como vimos arriba, una sociedad paralizada es una sociedad en crisis. De allí que si la pretensión autoritaria se impone en un país y la gente sucumbe al miedo como mecanismo de control, estemos en presencia de un país en crisis.
Y entonces ¿qué podemos hacer ante el miedo? ¿Cuál es la actitud que la sociedad debe tomar ante esta conducta viciosa?
En su libro Jesús aproximación histórica, José A. Pagola al señalar la razón de por qué en la época de Jesús había tantos casos de posesiones, poseídos y endemoniados, nos dice:
Probablemente es más acertado ver en el fenómeno de la posesión una compleja estrategia utilizada de manera enfermiza por personas oprimidas para defenderse de una situación insoportable […] ¿Había alguna relación entre la opresión que ejercía sobre Palestina el Imperio romano y el fenómeno contemporáneo de tantas personas poseídas por el demonio? […] Probablemente a nosotros se nos escapa el terror y la frustración que generaba el Imperio romano sobre gentes absolutamente impotentes para defenderse de su crueldad6.
Pero aquella reacción llena de temor y de frustración, no solo era inútil como solución a la opresión del poderoso, sino que además era una conducta viciosa que conducía tanto a la persona en particular como a la sociedad en general, al despeñadero.
Evagrio Póntico, aquel monje del desierto que se dedicó a finales del siglo IV a estudiar los vicios malvados, puso especial atención a un (mal) pensamiento que él definió como la acedia o el demonio meridiano, refiriéndose a ese momento de la vida en el cual a la persona (y podríamos incluir –como ya hemos argumentado arriba– a la sociedad también) le embarga una aversión por el lugar donde se encuentra, por su estado de vida, un completo desaliento hacia todo. Y daba como uno de los remedios ante este desánimo general, mantener la perseverancia de manera activa, permanecer en el camino del bien, de lo bueno.
Volviendo al diálogo inicial de Sócrates con Laques en algún momento el sabio filósofo le dice al general: “el verdadero valor es la paciencia […] puesto que, según nuestros principios, ser paciente es ser valiente”
Así, ante la parálisis que produce un gobierno autoritario, ante la acedia y el desaliento que se apoderan de la gente, la respuesta del país no puede ser el temor y la frustración, básicamente porque no nos llevan a ninguna solución, sino la paciente y perseverante fortaleza como virtud.
El párrafo del editorial de la revista SIC N° 821: 2020: ¿túnel o camino?, nos da claras luces:
Como vivo en la normalidad creo verdadera normalidad: una convivencia con normas humanizadoras introyectadas. Se trata de arrinconar al gobierno, pero sin desafiarlo explícitamente. Si conseguimos crear verdadero orden, el desorden establecido se verá como un adefesio monstruoso y perderá cualquier atisbo de legitimidad. Será percibido por la mayoría como una imposición inhumana y además infecunda. Será despreciado, más que temido.
Hoy lo virtuoso es ser valiente para dentro de este entorno adverso, llevar la vida con normalidad, con dignidad. Tener la fortaleza de mantenernos firmes en la esperanza, de resistir sin resignación, con serena paciencia y no dejarnos arrastrar por el desaliento.
A la tentación de la acedia se le vence con la virtud de la fortaleza, a la pretensión autoritaria se le derrota con la convicción democrática. Es una batalla que se libra en estos dos frentes, en lo personal y en lo social, pero sobre todo es una batalla que tenemos cómo ganarla.
*Magister en Estudios Políticos y de Gobierno. Miembro del Consejo de Redacción de SIC.
Fuente: Revista SIC | Marzo 2020 | N° 822.
Notas:
- PLATÓN (2013): Centaur Editions.
- MARINA, José Antonio (2006): Anatomía del miedo, un tratado sobre la valentía. Anagrama.
- DIAMOND, Jared (2019): Cómo reaccionan los países en los momentos decisivos. DEBATE.
- ARENDT, Hannah (1998): Los orígenes del totalitarismo. Taurus.
- ROMERO, María Teresa y ROMERO, Aníbal (1994): Diccionario de política. Panapo.
- PAGOLA, J.A. (2007): Jesús. Aproximación histórica. Editorial PPC.