Serena Noceti*
En el Documento Preparatorio del Sínodo sobre la sinodalidad 2021-2023, donde se habla de la necesidad de promover la inclusión y el diálogo en la Iglesia, también se menciona a dos mujeres, la cananea y la samaritana: “Jesús acepta como interlocutores a todos los que vienen de la multitud”. Estas son las dos únicas referencias explícitas a las mujeres en este documento, aunque está claro que las mujeres están incluidas en todo lo que concierne a los laicos y religiosos. Del mismo modo, en el documento de la Comisión Teológica Internacional La sinodalidad en la vida y la misión de la Iglesia solo encontramos dos breves referencias explícitas a la participación de las mujeres bautizadas en la vida de la Iglesia y a la competente contribución que pueden aportar (núm. 105, 109d), junto con cuatro referencias genéricas a “hombres y mujeres”.
¿Qué implican las palabras y acciones de las mujeres para la comprensión y el desarrollo de una auténtica sinodalidad?1. La cuestión es, sin duda, central en la reforma de la Iglesia, como se pone de manifiesto en todos los contextos –desde los sínodos diocesanos hasta los consejos pastorales, desde el Camino Sinodal Alemán hasta el Sínodo para la Amazonia– en los que las mujeres pueden contribuir a la reflexión sobre el futuro de la Iglesia, aportando su experiencia y esbozando los retos que se plantean. El papa Francisco, desde el inicio de su pontificado, se ha mostrado especialmente atento y sensibilizado con la cuestión femenina y ha instado a la Iglesia a escuchar las justas reivindicaciones de los derechos de las mujeres, tanto por los desafíos como por las interrogantes que plantean a toda la Iglesia2. De hecho, no se trata solo del reconocimiento de las mujeres después de siglos de marginación o minusvaloración de sus palabras en la vida de la Iglesia –aunque ha habido algunas espléndidas excepciones como Hildegarda de Bingen, Teresa de Ávila, Catalina de Siena, etcétera–, sino que está en juego una proclamación efectiva del evangelio hoy, así como la credibilidad y el propio testimonio de la iglesia.
La visión del Concilio Vaticano II: la mujer como sujeto de la palabra
La reflexión sobre la aportación de las mujeres para una Iglesia sinodal encuentra luz en el Vaticano II, en el acontecimiento y en la eclesiología del pueblo de Dios esbozada en primer lugar en Lumen Gentium3. Por primera vez, en el transcurso de dos milenios, veintitrés mujeres auditoras, religiosas y laicas, participaron en los trabajos del Concilio durante el tercer y cuarto período. El cardenal Suenens, junto con algunos auditores laicos y otros obispos, había pedido la presencia de mujeres porque contribuirían de forma significativa al trabajo de las comisiones. Aunque no se les permitió hablar en la sala del Concilio, siempre estuvieron presentes en los trabajos. Sin embargo, la visión de la Iglesia como Pueblo de Dios, la recuperación de la subjetividad de los laicos en la Iglesia a partir del fundamento bautismal, la lectura de ese gran signo de los tiempos que es la entrada de la mujer en la vida política, social y económica, han sido otros tantos elementos que han permitido, desde el inmediato posconcilio, la afirmación y el reconocimiento de la subjetualidad de la mujer en las iglesias de todo el mundo.
El cambio que se ha producido es innegable y tiene repercusiones evidentes en la comprensión de la dinámica sinodal. Con el Vaticano II, las mujeres han pasado a ser sujetos de palabra en el discurso público, con competencia y autoridad. Las madres y las abuelas siempre han transmitido la fe y han educado a sus hijos y nietos en la experiencia de la vida cristiana; las monjas y las religiosas han ofrecido a la Iglesia la palabra fiel de la oración y la sabiduría. Sin embargo, durante siglos la palabra de las mujeres creyentes permaneció confinada y delimitada a los espacios del hogar, del monasterio o del convento. En la Iglesia4, las mujeres han sido fieles oyentes, pero también sujetos de “palabras no escuchadas” en los pasillos de las iglesias, en el ágora, en las aulas de las universidades donde se debatía teología o moral. No se les reconocía como portadoras de un elemento esencial y constitutivo para la construcción del sujeto eclesial. La presencia de las mujeres, fieles y generosas, se consideraba como lo “obvio” en una iglesia que se creía “neutral” y “sin consecuencias” en cuanto a la diferencia de sexos.
El punto de inflexión del Concilio fue preparado por el asociacionismo y el extraordinario desarrollo de la vida religiosa femenina a lo largo del siglo XIX, en aquellos contextos en los que las mujeres comenzaron a formarse y a experimentar una gestión autónoma del trabajo, del voto y del servicio eclesial. Pero no hay duda de que es el Concilio el que dio a las mujeres las palabras para decirse a sí mismas, como mujeres y como creyentes, y para hablar a la Iglesia, a Dios, al ser humano. La palabra de las mujeres ha configurado la Iglesia posconciliar5, en el anuncio de la fe, en los diversos servicios pastorales en los que se ha realizado la diaconía de las mujeres en todas las iglesias locales, en la renovada vida religiosa, en la palabra de las teólogas que, después del Vaticano II, han podido empezar a estudiar y enseñar en las universidades pontificias, o asumiendo algunos roles de responsabilidad a nivel de la curia romana, de las diócesis, de las pastorales nacionales que las ven finalmente implicadas –especialmente en las dos últimas décadas.
Ahora que el reconocimiento de una subjetualidad propia de las mujeres está emergiendo en las iglesias –mucho después de lo que ha sucedido en la sociedad civil y en la mayoría de las culturas–, se trata de pensar en una iglesia sinodal, como una iglesia de “hombres y mujeres” y abordar aquellas resistencias culturales y estructurales que aún están presentes ante la palabra y la voz de las mujeres en la vida eclesial. No basta con hablar de las mujeres o a las mujeres. Tampoco es suficiente discutir sobre las mujeres o la cuestión femenina aislándola del conjunto de la reforma eclesial. Es necesario activar dinámicas sinodales y pensar en perspectiva sinodal el cambio necesario, y esto implica escuchar a todos los actores implicados. En este caso, las preguntas, los retos, los deseos, los esfuerzos, las experiencias de las mujeres, pero reconociendo todas las subjetividades subjetualidad –las de los hombres y las mujeres– en una relación de partners, perfilando un rostro eclesial inclusivo, justo, participativo.
Una palabra de las mujeres para una Iglesia auténticamente sinodal: una Iglesia de hombres y mujeres
En una Iglesia sinodal, sin perjuicio de la especificidad de los carismas y ministerios – aún con la asimetría relacional que ello conlleva–, la contribución de todos y cada uno se enraíza en el reconocimiento, sobre el fundamento bautismal, de la igual dignidad y la responsabilidad común de todos y cada uno, como se afirma en Gál 3,28: “no hay varón y mujer, todos son uno en Cristo Jesús”6. Caminamos juntos en una comunión que nace y vive de la comunicación de la fe en la que todos son sujetos co-constituyentes y portadores de una palabra única e insustituible. En primer lugar, las mujeres recuerdan que la experiencia de fe que cada una vive es única y “encarnada” y que las palabras de testimonio y de comprensión del Evangelio que cada una atestigua y comparte están marcadas por la innegable e incontenible diferencia de género.
Una Iglesia que emprende un camino sinodal debe crear las condiciones, los tiempos, las estructuras para una verdadera escucha y diálogo, donde se reconozca la contribución de hombres y mujeres también en su especificidad sexual, superando los fáciles estereotipos que reducen a la “mujer” a una lista de “valores femeninos” y a una feminidad esponsal-maternal, olvidando las diferencias de culturas y la especificidad de las experiencias de vida. Se trata, por tanto, de abordar también una cuestión tabú en la Iglesia católica: la de la masculinidad en el marco de la relación entre la masculinidad, lo sagrado y el poder, cuestiones que hasta ahora son poco pensadas en teología y prácticamente ignoradas en la predicación y la catequesis. La antropología teológica parece inmadura e incompleta: piensa en el ser humano (anthropos) como un “macho” (aner) universalizado y declarado neutro; luego, en un segundo acto respecto a esta idea de lo “humano”, intenta definir la “especificidad de lo femenino”.
Pensar como Iglesia sinodal implica abordar todo esto porque las identidades y las relaciones entre hombres y mujeres no son ni de subordinación ni de simple complementariedad de características masculinas y femeninas, sino de partnership entre sujetos creyentes. Es hora de pensar en nosotros mismos como “hermanos y hermanas”, “hombres y mujeres creyentes”, superando las imágenes de proyección “maternal” y “esponsal” por las que los hombres se encomiendan a las mujeres y a su amor. Esta visión, basada en la referencia al arquetipo mariano, incluida la Mulieris Dignitatem (1988) de Juan Pablo II, o basada en la comparación entre un principio petrino y un principio mariano de origen balthasariano, pero sin base bíblica, parece estar hoy desfasada7.
La Iglesia es una institución estructurada en perspectiva gender –prácticas, lenguajes, etcétera–, pero no se reconoce conscientemente como tal: las liturgias y los lenguajes de la celebración de la fe siguen siendo aparentemente neutros8; la teología no se replantea desde una perspectiva de género; la catequesis y la enseñanza de la religión católica se llevan a cabo sin prestar atención a las cuestiones de la diferencia sexual. En estos ámbitos, la palabra de las mujeres y de los hombres en el diálogo sinodal debe contribuir a un cambio inaplazable, pues de lo contrario el anuncio de la fe, la credibilidad y la vida de la Iglesia se debilitarán o serán insignificantes.
Una palabra de las mujeres para una Iglesia auténticamente sinodal: más allá de la lógica jerárquica
La segunda palabra de denuncia y renovación que las mujeres ofrecen a la Iglesia se refiere a la forma de las relaciones eclesiales9. Una Iglesia sinodal vive de la relación constitutiva –a nivel de comunicación, participación y decisiones– entre “uno” (primado), “algunos” (episcopado), “todos” (fieles), como nos recuerda el documento de la Comisión Teológica Internacional ya citado. Pero la Iglesia católica sigue siendo en algunos aspectos un sistema kyriárquico, como lo llama E. Schüssler Fiorenza10, es decir, centrado en la lógica del kyrios, del “único” señor, que ejerce el poder sobre todos –todas las mujeres y muchos hombres. Pensar en una “Iglesia sinodal” implica, pues, no solo incluir a las mujeres en los diversos contextos de la vida pastoral, como grupo desfavorecido, sino también trabajar por un cambio en las relaciones entre todos, superando la cultura clerical-masculina y la estructura patriarcal, o un sistema de lógica “jerárquica” en el que no hay una adecuada transparencia en las elecciones ni en el ejercicio de la rendición de cuentas o accountability11.
Esto supone, sin duda, fomentar la contribución de las mujeres en los ministerios de la Iglesia, en los numerosos ministerios que existen de hecho y ahora también en los nuevos ministerios instituidos por el papa Francisco de la Lectora y la Acólita. Los episodios de sexismo ordinario y de “patriarcado benévolo”, expresión de una mentalidad clerical muy arraigada, marcan la vida cotidiana de las mujeres practicantes y de las agentes de pastoral. Los techos de cristal y las vallas, la segregación vertical y horizontal por razón de género de considerable profundidad, difíciles de romper, impiden a la Iglesia disfrutar de la contribución competente de las mujeres en los procesos de toma de decisiones y las tareas de liderazgo.
La resistencia a debatir la cuestión del voto femenino en los sínodos, al menos donde sería posible –a nivel diocesano y no durante la asamblea del Sínodo de los Obispos, en mi opinión–, es indicativa de una falta de voluntad para reconocer la autoridad y el poder de dirección y liderazgo de las mujeres en la vida ordinaria de la Iglesia. Hasta la fecha, las mujeres no definen los “sistemas simbólicos de referencia” para el conjunto del cuerpo eclesial, si no es indirectamente formando a los hombres que tendrán este poder, o, cuando mucho, afectando a sectores o campos de actividad individuales, con demarcaciones muy limitadas y sujetas a una especie de “concesión masculina”.
Las mujeres denuncian la brecha de género (gender gap) que hiere a la Iglesia en profundidad y piden que se reconozca oficialmente lo que ya existe, es decir, el liderazgo de las mujeres en los contextos básicos de la iglesia, por ejemplo, creando en América Latina el ministerio establecido de “líder o coordinadora comunitaria de base”, así como también que se debata sobre la predicación homilética de las mujeres, el ejercicio de la autoridad pastoral, la cuestión del ministerio12.
La ordenación de mujeres diáconos ya es posible sobre la base de la teología del ministerio del Vaticano II13. De hecho, ha sido solicitada por muchas conferencias episcopales, sínodos diocesanos, y más recientemente, por el Sínodo de la Amazonia. Tal petición cuenta con el sustento de cientos de estudios históricos y teológicos disponibles. La ordenación de mujeres diáconos garantizaría y serviría, así, a la apostolicidad de la fe y al servicio del Nosotros eclesial en aquellas comunidades que no tienen sacerdote o que están alejadas del centro de la diócesis, y cambiaría, sin duda alguna, el estilo “exclusivamente masculino” con el que se ve y se ejerce el poder.
Promover la sinodalidad como modus vivendi et operandi ecclesiae implica repensar los procesos deliberativos y las dinámicas de comunicación: toca la cuestión del poder y de los poderes, así como las relaciones entre el uno (siempre masculino), los algunos (agentes de pastoral, teólogos) y todos. Por tanto, requiere una reflexión global sobre los temas eclesiales, sobre la ministerialidad y sobre el ministerio ordenado, entre otros. No podemos hacerlo si dejamos de lado el debate, el discernimiento y la investigación sobre el tema de la ordenación de mujeres. No basta dar una opinión sin fundamento. Se necesita estudiar y recuperar el conocimiento de la antigua Tradición de la Iglesia y los testimonios del Nuevo Testamento sobre las figuras ministeriales femeninas.
Una palabra que hace Iglesia: formas de regeneración eclesial
El cambio que se ha producido en la Iglesia posconciliar es indudable, pero hay que dar otros pasos, tanto en el plano de la conversión pastoral y de la cultura del reconocimiento, como en el de la reforma estructural. Hay que modificar las estructuras y las prácticas, los sistemas educativos, la toma de decisiones, la participación, las actividades pastorales, los idiomas, la formación del clero y la cooptación de las mujeres en las facultades de teología14. El recurso fundamental en una Iglesia sinodal es precisamente la “palabra”. La palabra siempre tiene una dimensión cognitiva. Supone generar un pensamiento que se convierte en voz, en compartir, en transmisión de ideas, motivaciones y razones. La palabra es el testimonio, la narración de hechos en los que se ha sido protagonista y sobre los que se ha reflexionado. Pero también de experiencias que pueden llevar a la denuncia cuando se atenta en contra de la dignidad de la mujer. Pero no olvidemos que muchas veces las experiencias expresan su fuerza cuando se muestran como anticipaciones de un futuro soñado. La palabra es la comunicación que teje las relaciones, en la diferencia y en las diferencias que se exponen y por tanto se entienden. Por ello, la palabra parte “de uno mismo” para encontrarse con el otro, para encontrarse con un nosotros y así generar el “Nosotros”. La palabra tiene la capacidad de evocar un futuro que aún no existe y, por tanto, de abrir sus caminos15.
En una Iglesia sinodal, se trata de escuchar juntos la Palabra de Dios, reconocer la gracia de la palabra que tenemos todos –hombres y mujeres–, y de trabajar las relaciones entre hombres y mujeres para transformar dichas relaciones y las estructuras desiguales que las favorecen, de tal modo que se alcance la participación de todos según el proyecto evangélico del Reino de Dios a partir de la convivencia de las diferencias. Hay que narrar las experiencias innovadoras y las mejores prácticas para orientar a otras personas a considerar lícito y posible el hecho de asumir funciones y roles de autoridad como mujeres en la Iglesia. Por ello, hay que difundir y debatir las obras exegéticas y teológicas escritas por mujeres, así como los testimonios de las figuras femeninas de la Biblia y de la historia de la Iglesia. Todo esto debe inspirar y motivar espiritualmente la realización de un cambio. Se trata de hablar en “nuevas lenguas” en una Iglesia sinodal: hablar el lenguaje de las mujeres, hablar a las mujeres, hablar como/por las mujeres para entender el evangelio y proclamarlo.
*Teóloga laica italiana. Profesora titular en el Instituto de Ciencias Religiosas de Florencia, Italia, de la Facultad Teológica de la Italia Central. Ha sido miembro fundador de la Asociación de Mujeres Teólogas Italianas y vice-presidente de la Asociación Teológica Italiana. Ha sido asesor de la Red Eclesial para la Pan-Amazonia (Repam) durante el Sínodo de los Obispos para la Amazonia y es miembro del Grupo Iberoamericano de Teología para la reforma de la Iglesia.
Notas:
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