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Una muerte de cruz

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Por Luis Ovando Hernández, s.j.

La Semana Santa se abre con el Domingo de Ramos. Es decir, la celebración litúrgica de la entrada de Jesucristo en la Ciudad Santa, y la lectura de la Pasión.

Jesús está cerca del Monte de los Olivos. Él pide a dos de sus discípulos que le traigan un burrito, en el que entrará montado a Jerusalén. Este ingreso provoca un entusiasmo desbordante entre la población y los discípulos, que lo recibieron con entusiasmo, vitoreándolo; las personas cubrieron el camino con sus mantos y enarbolaron palmas en señal de alegría y aceptación. El pasaje se cierra con los fariseos que exigen a Jesús mandar a callar a sus sostenedores, y éste que responde: “si ellos callan, las piedras gritarán”.

Con relación a la Pasión, para todos es bien conocido el “camino de la cruz”: el relato de la Pasión comienza con el pasaje de la Última Cena, y termina con la sepultura del Señor.

Ambos relatos de la vida de Jesucristo, expuestos en un mismo día, pudieran confundirnos al generar sentimientos contradictorios, así como no terminamos de entender qué sentido tiene colocarnos en uno de los momentos de mayor aceptación de la persona de Jesús, y acto seguido en su Pasión y muerte: del cielo al suelo.

Al nombre de Jesús toda rodilla se doble

San Pablo escribe a los Filipenses, insistiendo en que Jesús, no obstante su condición real, decidió abajarse hasta la muerte, y una muerte de cruz.

Una vez más topamos con la misma lógica: aquel que merece toda nuestra adhesión, dada su condición divina, termina muriendo clavado en una cruz; la muerte más despiadada e ignominiosa de entonces.

Un rey pobre y humilde, cuyo poder se ejerce a través del servicio

Jesús, montado en humilde cabalgadura y aclamado espontáneamente, ejerce su monarquía de una manera radicalmente diferente a como nos tienen acostumbrados los reyes de antes y de hoy. Él no está para ser servido, sino para servir a su pueblo. Este deseo de entrega a los suyos no conoce límites, ni siquiera el impuesto por la muerte.

Centrados en las lecturas del Domingo de Ramos, la paz se proclama con el ingreso de Jesús en Jerusalén y con su muerte en la cruz, cuando todos aquellos que reclamaban su ejecución, aplacando su sed con la sangre del inocente, se pacifican.

El don mayor que trae nuestro Rey servidor es la paz. La paz es consecuencia de la reconciliación de las personas entre sí: es el hermano que acepta entrar a la fiesta en honor del hermano menor, que estaba muerto y lo ha recuperado vivo; es quien va por la vida con piedras en las manos, preparado para lapidar al semejante, pero que decide deponerlas ante la constatación de que la bondad divina, que hace salir el sol para justos y pecadores, lo alcanzó también a él; es Jesús, quien conscientemente acepta ocupar nuestro lugar, para que tengamos vida.

Jesús subió a Jerusalén

El Evangelio deja claro en todo momento que la Pasión y muerte del Señor son una decisión libre, consciente y mantenida por Él. Jesús atravesó cada una de las etapas de este momento con plena libertad; decidió libremente ir a la cruz, una vez que entendió que la reconciliación entre los hombres pasaba por su muerte.

Esto no es sencillo de entender, como tampoco lo es la decisión tomada por los jesuitas en Ucrania —por poner un ejemplo cercano a mí— de quedarse, ofreciendo apoyo espiritual a la población, conscientes del riesgo que corren; no son “valientes”, sino que la coherencia de vida da “prestancia”, y esta prestancia aclara el horizonte y el sentido de la propia vida: están al servicio de este pueblo crucificado.

No es sencillo de entender que coincidan en una misma celebración litúrgica la entrada triunfal de Jesús en Jerusalén, con su Pasión y muerte. Quizá esto último tendrá que ver con que nuestra felicidad de hoy forma parte de nuestro sufrimiento de mañana. Es decir, el seguimiento del Señor, nuestras elecciones, se da en las buenas y en las malas. Cuando estamos “de buenas”, pareciera fácil mantenernos fieles; cuando estemos “de malas”, permita Dios que elijamos libre y conscientemente hacer experiencia de su presencia, que nunca nos abandona, especialmente en esos momentos en que la cruz está presente en nuestra vida.

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