«Venid también vosotros aparte, a un lugar solitario, para descansar un poco»
Mc 6,31
¿Qué tiene que ver nuestra vida espiritual con la era de la distracción? Todo y nada. Todo, porque las distracciones a las que no ponemos coto son el camino más corto para alejarnos de la contemplación, la meditación y la oración, pilares de la vida espiritual; y nada, porque en la medida en la que estemos más distraídos con cosas mundanas y banales, menos atención prestaremos a las cosas del espíritu, que quedarán poco a poco reducidas a la nada. Chesterton decía que el problema de sus contemporáneos no era la falta de fe, sino que se lo creían todo. Parafraseando al gran escritor de Kensington, me atrevería a decir que el problema de nuestros tiempos no es la falta de atención, sino el exceso de distracciones. Se dice que la capacidad de atención del hombre moderno, sobreexpuesto a las pantallas y bombardeado sin clemencia por la publicidad online, ha pasado en poco menos de veinte años de 2,5 minutos a menos de 50 segundos[1], es decir, más o menos lo que dura el último vídeo de Tik Tok.
De manera que, dadas las limitaciones y la selectividad de nuestra atención, más nos valdría procurar liberarnos de las cadenas invisibles que nos esclavizan para redirigirla a cosas que realmente nos enriquecen y valen la pena, y una vez alcanzada esa meta, seguir un simple y sabio consejo que leí alguna vez en alguna lectura espiritual: dedicarnos a hacer una cosa a la vez con paz… la paz es al mismo tiempo el camino y el destino.
El rabbit hole
Supongo que Miguel Ángel también se distraía mientras pintaba los techos de la Capilla Sixtina, durante los cuatro años que pasó suspendido de espaldas sobre un andamio a veinte metros del suelo. El asunto es que sus distracciones no podían llevarlo demasiado lejos, y al cabo tendría que volver a fijar la vista en el pincel y las beatíficas visiones que de él iban surgiendo. Nosotros, en cambio, tenemos al alcance de la mano un rabbit hole endemoniado, en forma de teléfonos, tabletas y pantallas, que ni Lewis Carroll hubiera soñado en sus peores pesadillas, y que nos puede hacer perder la noción del tiempo y del espacio sin que apenas nos demos cuenta, mientras nos sumergimos en un laberinto sin fin, sin destino y sin salida, o lo que acertadamente se ha dado en llamar la cultura de la conexión -o acaso encadenamiento- digital perpetuo.
La prueba de lo que hablo es este mismo artículo que tiene el gentil lector ahora entre manos, y que me había prometido escribir demasiados meses atrás, hasta que me perdí en el susodicho laberinto sin fin que me causó más penurias y demoras que a Ulises su viaje de vuelta a Ítaca, todo ello sin apenas moverme de mi habitación, antes de poder volver a poner mi atención sobre estas líneas abandonadas en un cajón. El problema de los vicios y las adicciones, cualquiera lo sabe, es que suele ser muy fácil caer en ellos y extremadamente difícil abandonarlos, sobre todo si, como en el caso del Internet y las redes sociales, no es tan evidente el daño que nos estamos causando, a nosotros o a los demás. Pero basta pensarlo unos pocos segundos para darnos cuenta de que, en términos de costo de oportunidad, el daño que producen es bastante serio y muy real, pues nos privan de algo tan fundamental como la atención, la capacidad de concentrarnos y dirigir nuestra intención hacia el bien y hacia lo que realmente deseamos, aunque a veces no lo sepamos.
Un libro guía
Santa Teresa decía que le resultaba muy difícil ponerse en oración si no tenía un libro espiritual entre las manos. Kempis, por su parte, confesó haber buscado el sosiego en todos partes, y sólo haberlo encontrado sentado en un rincón con un libro entre las manos. Yo ahora puedo afirmar que me hubiera resultado muy difícil reconocer el problema, y escribir algo sobre el tema, si no hubiera encontrado un libro que me mostrara el camino y que lleva por título el que encabeza estas líneas[2], magistralmente escrito a cuatro manos por dos individuos que saben de lo hablan: Christopher O. Blum (profesor de Historia y Filosofía y decano académico del Augustine Institute) y Joshua P. Hochschild (profesor asociado de filosofía y decano de la Facultad de Artes Liberales de la Universidad Mount St. Mary’s).
Se trata de un pequeño manual, con pinceladas certeras de la mejor doctrina filosófica y espiritual, escrito a la manera de una lectio divina que nos permite leer y confrontarnos con lo leído, para examinarnos y procurar corregir lo que deba ser corregido. No se trata de acusarnos a nosotros mismos de un mal al que hemos sucumbido por omnipresencia y debilidad, sino de rescatarnos y llevarnos de regreso hacia el buen camino. Los autores se dejan de rodeos y nos confrontan con una pregunta crucial, que muchos preferiríamos no hacernos: ¿Qué supone ser adicto a la distracción? Significa, nada menos, perder la capacidad de pensar con la profundidad y extensión adecuadas para nuestras necesidades interiores. Significa, además, perder la capacidad de ser nosotros los dueños de nuestros actos, y no esclavos de los mismos (o de nuestros vicios y adicciones).
Paradójicamente, o a lo mejor no tanto, el remedio que plantea la obra a nuestra dolencia no se encuentra tanto fuera, sino dentro de nosotros mismos. Se trata de despegar por un momento la mirada de aquellos artefactos que nos esclavizan y volverla sobre el mundo y sobre nosotros mismos, para redescubrir la belleza de la creación, la riqueza de la naturaleza humana, nuestra condición de seres corporales y espirituales dotados de sentidos externos e internos, y echar mano de las viejas virtudes de toda la vida para reconstruirnos, reordenarnos, recentrarnos, sobre bases más sólidas y al mismo tiempo más serenas.
Salir de la adicción
Cualquiera sabe que si el mundanal ruido hace imposible la calma, tanto más el ruido de la mente nos aleja de la paz. Y aún así, muchos de nosotros no querríamos escuchar que el camino de nuestra sanación pasa por convivir con una cierta dosis de dolor y de sacrificio, al privarnos del pequeño “placer” -que todos podemos reconocer que se trata más bien de una adicción- de revisar el teléfono cada cinco minutos. Debemos saber que el camino hacia la paz pasa por volver a entender que no hay nada de malo en el silencio y el aburrimiento, en no enterarnos al instante de la última noticia, el último rumor, el último bulo o la última tontería (qué tiempos aquellos en que sólo nos enterábamos de una noticia mediante el periódico del día siguiente), para poner nuestra atención al servicio de una meta más amplia y elevada.
Hay quienes se sienten incapaces de permanecer un rato a solas y en silencio consigo mismos, por temor a enfrentar el temible vacío interior que los carcome, y se afanan vanamente en pos de imágenes, sonidos y cosas que sólo llenan por un instante, pero que al cabo dejan tras de sí más vaciedad e insatisfacción; «De esta manera nos hipnotiza con lo atractivo que estas cosas suscitan en nosotros, cosas bellas pero ilusorias, que no pueden mantener lo que prometen, y así nos dejan al final con un sentido de vacío y de tristeza. Ese sentido de vacío y de tristeza es una señal de que hemos tomado un camino que no era justo, que nos ha desorientado»[3].
Cuántos de nosotros, atrapados como estamos en una telaraña de afanes y ocupaciones no pocas veces inútiles y sin rumbo, nos sentimos aterrorizados ante la perspectiva de quedarnos quietos por un momento y no hacer nada, simplemente vivir el momento y disfrutar de la contemplación, la adoración, la reflexión, la gratitud… Decía Pascal que todas las tribulaciones de los hombres nacen de su incapacidad de poder permanecer tranquilos en una habitación. Denzel Washington, por su parte, quien ya hemos dicho alguna vez que parece estar tan dotado para la predicación y la motivación como lo está para la actuación, no se cansa de repetir que no hay que confundir movimiento con progreso: podemos estar, y de hecho estamos con frecuencia, atrapados en una carrera permanente hacía ninguna parte.
Quienes hacemos el intento de escribir estamos doblemente amenazados, pues nos vemos obligados a trabajar con el objeto de nuestra perdición. Termina uno entendiendo a los cada vez más escasos escritores que huyen de las pantallas y los teclados y se siguen aferrando al clavo ardiendo del lápiz y el papel como quien se aferra al palo mayor durante una terrible tempestad.
El texto de Blum y Hochschild es pues un pequeño cofre de tesoros del cual entresacar, aquí y allá, joyas de sabiduría y reflexión de los mejores autores filosóficos y espirituales, cuando no del mismísimo Evangelio. Se erige en una suerte de faro espiritual para navegar con el rumbo firme de la mejor filosofía y la mejor espiritualidad católica de todos los siglos en medio de este agitado mar y de esta deriva caótica y tantas veces sin sentido a la que nos empujan las pantallas, redes, algoritmos y distracciones sin cuento a cuyos embates estamos sometidos sin cesar.
Se trata de uno de esos libros en los que uno se encuentra subrayándolo todo, como no queriendo perderse una sola de sus frases sabias y edificantes, o de sus consejos prácticos, útiles, ontológicos. Pero, como he dicho en otras ocasiones, no voy yo aquí a malograr con palabras endebles e inexactas lo que los autores han expresado con sencillez, profundidad y maestría. A lo sumo, lo que puedo hacer es invitar a los lectores a que se sumerjan en las aguas puras y renovadoras de sus páginas, de las cuales estoy seguro nadie saldrá indiferente.
Acto de fe y voluntad
Nuestra nueva vida lejos -o un poco más alejados- de las pantallas, como toda conversión, requiere un acto de fe y un acto de voluntad (“Conviérteme Señor y me convertiré”): fe para reconocer que hay algo que debe cambiar y alguien que me puede ayudar a cambiarlo, y voluntad para ponernos manos a la obra y luchar. Poner nuestro grano de arena como el Hijo Pródigo: «Me levantaré e iré a mi padre y le diré: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; 1ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros”». Y levantándose se puso en camino hacia la casa de su padre»[4]. Es el Espíritu quien pone en nuestro corazón las ansias de rectificar y recomenzar, pero somos nosotros quienes debemos acoger el don de la gracia y dar los primeros pasos en el camino de vuelta al Padre, que saldrá presuroso a nuestro encuentro. Así, una vez hayamos asumido con valentía y humildad que vamos por el mal camino de las distracciones, será el espíritu quien nos impulse a dar los primeros pasos en el camino de regreso a la atención y la paz mental.
Nos recuerdan los autores que San Agustín decía que la paz es la tranquilidad del orden. No se trata de un vacío o una ausencia o una pasividad, sino de un reposo de fondo dentro de nuestra normal actividad. Las distracciones nos quitan la paz porque son un desorden de la atención. La paz es además y por encima de todo un don de Dios: “La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni se acobarde”[5]. De manera que recuperar la paz, es decir el orden, pasa también y sobre todo por pedírselo a Dios, es decir, pasa por la oración.
Actividades mal vividas
«El problema no es siempre el exceso de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a veces enfermen. No se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva, no aceptado»[6]. Como afirman los autores, en una frase que de alguna manera compendia toda la obra: para navegar en la nueva época digital necesitamos, ante todo, incorporar periodos de silencio (del oído y de la mente), en los que podamos valorar de nuevo la escucha y atender con más intensidad a lo que oímos y a las personas con las que compartimos la vida:
«Allí donde los mensajes y la información son abundantes, el silencio se hace esencial para discernir lo que es importante de lo que es inútil y superficial (…) Por esto, es necesario crear un ambiente propicio, casi una especie de “ecosistema” que sepa equilibrar silencio, palabra, imágenes y sonidos»[7].
Alguno dirá que es más fácil decir todo esto que hacerlo, pero, como le escuché decir a alguien alguna vez: el remedio para dejar de mirar el teléfono compulsivamente, es sencillamente intentar dejar de mirarlo y pensar en que una cosa es lo que queremos y otra lo que necesitamos: querer ver el teléfono no es lo mismo que necesitar verlo. A quienes vivimos aquellos tiempos felices de la prehistoria tecnológica, nos ayudará recordar cómo éramos perfectamente felices -o perfectamente desdichados- y nos las arreglábamos sin ningún problema sin el bendito aparato. Si intentamos apartar nuestra mirada de las pantallas, puede que nos quedemos sorprendidos por las cosas maravillosas que empezaremos a ver en su lugar:
“ Saulo, hermano, me ha enviado el Señor Jesús, el que se te apareció en el camino por donde venías, para que recobres la vista y te llenes del Espíritu Santo. Al instante cayeron de sus ojos una especie de escamas y recobró la vista”[8].
¿Acaso no vale la pena intentar volver a ver de verdad?
[1] https://www.instagram.com/reel/C-7tqHTOvCZ/?igsh=MXQ2b3hmbGF6Mjl5bQ==
[2] https://www.rialp.com/libro/una-mente-en-paz_139170/
[3] Francisco, Audiencia, 5-X-2022.
[4] Lc 15, 18-20
[5] Jn 14:27
[6] Francisco, Evangelii Gaudium, n. 82.
[7] Benedicto XVI, Mensaje para la XLVI Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales, «Silencio y Palabra: camino de evangelización», 20 de mayo de 2012.
[8] Hch 9, 17-18
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