Bogotá, 16 de marzo de 2015. “Estar adentro o afuera”: se podría creer que ésta es la cuestión de nuestras sociedades latinoamericanas. ¿Quién se imaginaría que algunos grupos sociales, como los campesinos sin tierra, han sido obligados a estar “adentro” estando afuera? Se les han circunscrito en los márgenes de nuestras sociedades, desde las independencias de los países de nuestra América Latina hasta hoy día.
“Somos trabajadores rurales que luchan por la tierra”: así se definen los campesinos del Movimiento Sin Tierra (MST) que, desde el año 1979 y en plena dictadura militar, surgió en Brasil iniciando con sus primeras ocupaciones de tierra (llamadas festa) en Encruzilhada Natalina (en Rio Grande do Sul) contra los latifundios y el llamado agro-negocio. La estrategia de este movimiento brasileño, presente actualmente en 24 estados a través de todo el país, ha consistido en conquistar u ocupar tierras por medio de la lucha y la organización de los trabajadores rurales. Esta estrategia se orienta a dar un sentido específico a la reforma agraria, es decir: para que dicha reforma contribuya a la democratización del derecho y el acceso a la tierra, de los medios y relaciones de producción. En fin, para incluir el campo o lo rural como parte fundamental del país.
Definitivamente la lucha campesina es, ante todo, una lucha contra el desarraigo o, mejor dicho, contra una forma muy específica de desarraigo en la que la gran mayoría de los trabajadores rurales han sido excluidos no sólo de la propiedad de la tierra, sino también de los procesos de formación de nuestros Estados-nación, de constitución de nuestras sociedades e incluso de conformación de nuestros imaginarios. La descolonización de América no implicó la ruptura con la colonialidad, sino nuevas formas de exclusión de los indios, los negros y grandes masas de trabajadores de la tierra.
Uno de los primeros novelistas que narra el desarraigo de los campesinos en América Latina es el brasileño Graciliano Ramos (1892-1953) en su novela Vidas secas (1938). Esta novela describe la historia de una familia campesina del sertón(región semiárida del nordeste brasileño), a la que la sequía obliga a dejar su tierra. Allí se fragua la genealogía del desarraigo del campesino latinoamericano: el haber perdido su tierra o el no haber visto cumplir la promesa de la tierra.
Esta familia campesina está compuesta por seis “infelices”, como los llama Graciliano Ramos: el vaquero Fabiano, su señora Victoria, el hijo menor que ella lleva a horcajadas en la espalda, el hijo mayor, la perra Bailea y el loro. Por culpa de la sequía, tiene que emprender un viaje “sin rumbos en busca de raíces”. De un día para otro, se vuelve “errante como judíos”, “fugitiva como esclavos”,” migratoria como palomas”, “a la deriva como gitanos”, “huyendo por el monte como animales”.
La novela desarrolla todo un léxico del desarraigo para intentar definir la nueva situación de esta familia campesina. Para deletrear su mudanza, su fuga, su migración, su búsqueda de raíces. Se trata del desarraigo, luego de la sequía que “seca” sus vidas, sus proyectos, su tranquilidad, su arraigo, sus sueños. ¿La larga historia de nuestra región no es un peregrinar de los campesinos en busca de la tierra, de raíces? ¿Una búsqueda de sí mismos? ¿Una odisea interior?
Un gran plexo de indígenas, negros, e incluso blancos y toda la gama de mestizajes entre los tres grupos étnicos se convirtieron en las nuevas masas que no tuvieron acceso a las tierras o a las mejores tierras y a los medios de producción. Se transformaron en la nueva base de la pirámide de nuestras sociedades. Cristalizaron esta nueva identidad que es un crisol de subjetividades, caracterizadas por la búsqueda de la tierra y de raíces, y cuyo aporte se circunscribe a ser granjeros de la(s) ciudad(es): gente de afuera que da de comer a los de adentro.
“Vidas secas” es una de las primeras novelas del desarraigo de los campesinos en América Latina. Nos invita a reflexionar sobre los múltiples actores, estructuras, mecanismos y sistemas (legales, lingüísticos, educativos, etc.) que “secan” las vidas de los campesinos. La sequía es una metáfora que Graciliano Ramos utiliza para indicar cómo una anomalía transitoria (falta de lluvias) determina el destino de una familia. Comprender cómo lo transitorio se vuelve permanente.
La metáfora de la sequía señala también la injusticia, es decir: la falta de solidaridad de una sociedad que no comparte con quienes no tienen agua (símbolo de la vida), que no los acoge. La sequía, que podría ser una oportunidad de solidaridad, se vive como la ocasión para convertir una desgracia en opresión o instrumentación de las víctimas. La pobreza no como una oportunidad para generar solidaridad, sino para reproducir la pobreza creando así un círculo vicioso.
Entre el desarraigo y la injusticia, las vidas de los campesinos sin tierra se han venido secando. Ni siquiera las reformas agrarias han remediado esta situación porque no han servido en muchos casos para hacer la justicia y los cambios estructurales esperados, sino para poner “pañitos de agua tibia” e incluso agravar el problema de la tierra: uno de los problemas más importantes de nuestra región. Las sequías van cambiando de nombres: desde hace tiempo, se llaman “progreso”, “modernización”, “desarrollo”, “productividad”, “eficiencia”, etc. Tantas vidas que han sido “secadas” por múltiples proyectos con títulos atractivos y seductores, pero que esconden la violencia contra estilos de vida, alteridades, subjetividades, proyectos e historias que han sido criminalizados y hostilizados por el simple hecho de ser “otros” y “diferentes”.
Los haitianos, tenemos una manera muy elocuente de nombrar la exclusión de los campesinos: los llamamos “hombres de afuera” (moun andeyò). Damos a entender con ello que los campesinos están fuera del país, constituyen el “país fuera del país”. Trazamos un país con una línea que tiene un adentro y un afuera; los campesinos se ubican como en una frontera: emigrar del campo a la ciudad es cruzar una frontera, y adoptar el estilo de vida urbano es ingresar al país de “adentro”.
Los campesinos son considerados “extranjeros” en su propio país, con un estatus bien ambiguo: provienen del país de “afuera” que está a la vez dentro y fuera del país. Su manera de hablar, vestir, comer, comprender el mundo, etc., es calificada de exótica, es decir, muy diferente al estilo de quienes son ciudadanos del país de “adentro”. El rol que se les asigna es el de ser “granjeros” de la ciudad, sin ningún derecho. Es una reproducción de la colonización, pero hacia dentro. Los campesinos son desarraigados de una manera bien específica en nuestra región: viven paradójicamente “afuera” dentro de su propio país. No sólo son ciudadanos de segunda zona, sino extranjeros en su propio país. Por eso, su principal reivindicación es la tierra: buscan la tierra mil veces prometida, del Norte al Sur de nuestra región.
La tierra no es ante todo un capital, sino el sinónimo de dignidad, inclusión, ejercicio pleno de la ciudadanía, valoración de su cultura y su ser. La tierra cristaliza su lugar soñado en la sociedad, frente al no-lugar en el que se han encontrado históricamente. Frente al “afuera” que ha sido el lugar donde fueron obligados a vivir “dentro” de su país. El desarraigo como única forma de arraigarse.