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Una espectacular propuesta para vencer la acedia

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Por Juan Salvador Pérez

Decía Rafael Guerra – Guerrita – aquel famoso torero cordobés del siglo XIX con su ocurrencia que le caracterizaba: “lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible”.

En la entrega anterior sobre la acedia, quedó en los lectores –pero sobre todo en el propio argumento de mi escrito– la impresión de que nuestro malestar contemporáneo, toda aquella angustia existencial y espiritual que nos embarga y nos atrapa, ocurre sencillamente porque el demonio meridiano está al acecho y ¡zas! caemos. Es decir, pareciese que los seres humanos, solo somos unas inexorables víctimas.

Pero no. El Mal, ¡aunque vaya que lo intenta! no puede vencer al Bien –parafraseando a Guerrita– porque no puede ser y además es imposible.

Nos enseña San Agustín de Hipona que Dios prefiere sacar bien del mal, que no permitir ningún mal. En la libertad con la cual hemos sido creados, tenemos la opción de hacer el bien o hacer el mal, tenemos la capacidad de hacer las cosas bien o hacerlas mal. Y lo más misteriosamente hermoso, y hasta paradójico, es que de ese mal que nos hacemos, podemos sacar el bien.

Los Padres del desierto, aquellos hombres que durante los siglos III al VII de la Era cristiana se retiraron a la soledad, la oración, la contemplación, el silencio y la reflexión, para obtener un crecimiento espiritual, definieron e identificaron que en toda persona ocurre una lucha espiritual interna, entre dos clases de pensamientos: los erróneos (logismoi) y los correctos (logoi).

De allí, que para el monje Evagrio Póntico, la acedia sea claramente uno de esos pensamientos erróneos o logismoi (o tentanciones). Ya hemos visto pues, cómo la acedia nos lleva a ese estado terrible de desánimo general, que terminaba siendo al final una negación de todo lo divino, un pecado contra la Caridad y por supuesto, contra nosotros mismos.

¿Y entonces cómo hacemos frente a este tan poderoso mal?

La propuesta que nos ofrece Evagrio para ello, no sólo es precisa y útil, sino que además es de una espectacular belleza.

Comienza el monje proponiendo un primer remedio: las lágrimas. Llorar sí es cosa de hombres y de mujeres, aunque nos cueste permitírnoslo y aceptarlo. Quizá por ello lo evitamos, porque esas situaciones de extrema vulnerabilidad en las cuales nos mostramos frágiles, en realidad nos humanizan, nos hace mejores, nos llenan de humildad, nos vacían de egos y reconcomios. ¿Quién no ha llorado por desespero? ¿A quién no se le llenan los ojos de lágrimas en situaciones al borde? Llorar es reconocer que hemos fallado, y al mismo tiempo es clamar por una ocasión para resarcir.

El segundo remedio es el equilibrio. Procuremos mantener y cumplir con atención y esmero nuestras labores, respetar nuestros momentos de descanso y mantener nuestros espacios de oración, de encuentro personal con Dios.

Se trata también de evitar sucumbir ante la idea de acometer grandes planes que resultan insensatos, ni tampoco incurrir en el minimalismo de hacer lo menos posible, que se convierte en irresponsabilidad.

El tercer remedio: la reflexión ante la muerte. Asumir con conciencia la fragilidad y la finitud de nuestra vida, es algo que también indicaban los estoicos (memento mori) como una actitud que lleva a la virtud. En un tiempo finito de paso por este mundo, debemos ocuparnos en llevar una vida virtuosa, hacer las cosas bien, hacer El Bien. Es la razón de nuestra existencia hoy y la garantía de nuestra eternidad.

El cuarto remedio puede resultarnos más complejo, porque demanda de nosotros un conocimiento serio y profundo de nuestras creencias, de nuestra Fe: el método antirrético. Contestar al mal pensamiento con una frase de la Sagrada Escritura (pequeñas frases, sentencias, que cada uno puede usar cuando queramos contrarrestar un pensamiento malo), era la práctica con la cual Jesús respondía y desarmaba las estratagemas del Diablo en el desierto.

Por último, pero acaso el más importante, el quinto remedio: la perseverancia. Este remedio se convierte en el principal porque termina siendo una llamada al aumento de fidelidad, es decir, es el mantenernos pacientemente avanzando, aún a tientas pero confiados, bajo la mirada amorosa de Dios.

Concluyo con esta frase del Abad de Saint-Wandrille, Jean-Charles Nault:

Todo ocurre bajo la mirada de Dios: las lágrimas son lágrimas vertidas delante del Señor; el trabajo está íntimamente relacionado con la oración; la lucha contra los pensamientos se hace con la Palabra de Dios; la muerte no es, simplemente, el final de nuestra vida humana, sino el encuentro con el Señor…


Notas:

El demonio del mediodía. La Acedia, el oscuro mal de nuestro tiempo. Dom Jean-Charles Nault. BAC 2014.

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