El relativismo es una enfermedad. Una “dictadura del relativismo” destruye la razón cuyo uso es necesario recobrar, en particular eso que ha podido calificarse de sentido común: un uso de la razón que se atiene a las evidencias fundamentales de lo real, de la conciencia, y permite discernir el grado de certeza en cada campo del conocimiento.
Por Rafael Tomás Caldera.
Ante los estallidos de violencia y las ásperas confrontaciones que hemos presenciado por los medios de comunicación no pocos se preguntan por su significado. ¿Será posible que Fray Junípero Serra, educador y fundador de misiones, tenga alguna relación directa con la lamentable muerte de George Floyd o hay algo aquí que estamos confundiendo en forma grave?
La causalidad de los fenómenos sociales es múltiple. No estamos ante un nuevo mayo de 1968, como algunos se precipitaron a decir. La situación actual -toda situación histórica- tiene elementos comunes con episodios pasados, pero a su vez, muestra aspectos inéditos. Chesterton solía recordar como lo que no se repite es la historia. La libertad humana juega un gran papel en la determinación de los acontecimientos, así como de las condiciones que pueden dar lugar a ellos.
Entre esas causas múltiples, es necesario incluir las presiones psicológicas producidas por el largo confinamiento al que se han visto sometidas poblaciones enteras. Junto con eso, el miedo a la enfermedad, alimentado en gran medida por la desinformación. Confinamiento en espacios reducidos y miedo forman una combinación que acaso explique la violencia de algunos estallidos o lo peregrino de algunas reacciones. Si se añade la pérdida del trabajo o el sensible recorte de los ingresos, puede entenderse que haya una condición propicia para serias alteraciones en el intercambio social.
No ha sido algo limitado a las calles. En paralelo, hemos visto muestras de radical intolerancia ante las opiniones discordantes, que se salen de lo que ha querido llamarse “políticamente correcto”.
¿Qué hay en todo ello? Algunas personas se han permitido utilizar ciertas organizaciones como fachadas para sus propósitos encubiertos: ¿Qué relación puede haber entre el valor de las vidas de la gente negra y la defensa de un régimen dictatorial en Venezuela? Hay quien va lejos en la denuncia de tales conexiones, extrañas o sorprendentes, y acaso tenga razón. Soy poco inclinado a ese tipo de análisis, sobre todo porque a un ciudadano corriente le resulta imposible verificar la información. Por lo demás, no dejará de haber conspiraciones para intentar llevarnos -a personas y sociedades- por otro rumbo.
Quisiera, en cambio, destacar un factor, condición de base de todo lo que ocurre, al que no se presta la atención debida. Me refiero al relativismo.
En fecha reciente ha habido más de un intento -cartas públicas incluidas- de atajar la difusión de “un virus que –se afirma– va cegando los capilares de la libertad de expresión y el debate abierto”. Sin embargo, descontada su importancia, es necesario reconocer que la libertad de expresión es un efecto. Es el reconocimiento -y, en tal sentido, el resultado- del afán de saber connatural al ser humano. La primera línea de los libros metafísicos de Aristóteles ya anuncia que todo hombre desea por naturaleza saber. Este deseo es un amor natural a la verdad y lo verdadero que cada persona ha de ratificar en la conducción de su vida.
Separada de la verdad y el conocimiento, ¿qué queda de la libertad de expresión? Tan solo el intento de preservar un espacio social para manifestar las opiniones propias acerca de cómo organizar la vida. A lo referido a la individualidad de cada uno se puede aplicar quizás el refrán del Quijote: “Debajo de mi manto, al rey mato”. Pero si no hay verdad ni conocimiento, las opiniones sobre lo público y común no tienen otro fundamento que las preferencias arbitrarias de uno u otro. Se querrá entonces hacer valer las opiniones a la fuerza. ¿Fuerza? Sin duda: ¿Qué otra cosa sería expulsar de una Academia a un reconocido investigador por haber citado informaciones que contrarían el sentir del momento?, ¿o negarse a vender las obras de una autora muy popular por haber osado afirmar -con todo cuidado hacia las tribus de la opinión- una verdad natural evidente?
La irracionalidad y el fanatismo en la sociedad occidental son consecuencia de ese relativismo que invalida la razón, y “deja como última medida solo el propio yo y las propias ansias”. Destruida la razón en la vida social no queda sino la fuerza que proyecta, de manera voluntarista, las preferencias del yo y se manifiesta enseguida en el afiliarse a un grupo (o plegarse o someterse) para imponer tales preferencias a los otros.
La imposición, hemos visto, revestirá formas diversas: violencia física en las calles, quema de comercios y derribo de estatuas; linchamientos mediáticos que cubren de oprobio a alguna persona; censura en el medio académico contra quien afirme algo diferente al pretendido sentir de la mayoría, aunque sea -como en el cuento- tan solo por atreverse a denunciar que ‘el rey va desnudo’.
Lleno de fuerzas en contraposición, el espacio social conoce ahora un predominio de las ideologías, remedos defectuosos de la verdad y el conocimiento. Los Estados Unidos, tan apegados siempre al common sense, se presentan en sus manifestaciones públicas casi como un verdadero aquelarre: palabras llenas de sound and fury, que no significan nada y son más bien armas arrojadizas.
Hemos de volver sobre nuestros pasos. El relativismo es una enfermedad. Una “dictadura del relativismo” destruye la razón cuyo uso es necesario recobrar, en particular eso que ha podido calificarse de sentido común: Un uso de la razón que se atiene a las evidencias fundamentales de lo real, de la conciencia, y permite discernir el grado de certeza en cada campo del conocimiento. Permite tener una base común sobre la cual fundar la vida social en el respeto a la persona y su libertad.
Solo preserva el uso de la razón un deseo incondicionado de hallar la verdad y manifestarla. El relativismo ha cortado la raíz de la vida de la inteligencia, entregada ahora al dominio de los prejuicios, las pulsiones y las ideologías. En una larga deriva, ha terminado por abrir la puerta a un tiempo de la ira.
Fuente: https://lagranaldea.com/2020/07/17/un-tiempo-de-la-ira/