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Un Papa para todos y cada uno

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Creo que era Bertrand Russell quien decía con su proverbial gracejo -o acaso fue Chesterton…- que en el mundo hay dos clases de personas: las que dividen a las personas en dos clases y las demás… Con el Papa Francisco y su legado parece ocurrir algo semejante: hay quienes piensan que ha hecho demasiado, y hay quienes creen que ha hecho demasiado poco. Supongo que, como casi todas las cosas, depende del color del cristal con que se miren. Se me antoja que también depende, en este caso, de si el juicio lo emite alguien desde dentro o desde fuera de la Iglesia; es decir, si se mira su pontificado con ojos meramente humanos o si lo miramos con perspectiva sobrenatural.

Cada Papa es distinto y es, al mismo tiempo, igual a todos sus predecesores. Es distinto en cuanto persona: por su estilo, su personalidad y sus carismas; y es igual por lo que representa: esa ininterrumpida e indeleble  cualidad de ser el sucesor de Pedro, desde San Lino hasta nuestros días. Y esa, a mí modo de ver las cosas, ha sido la característica más relevante de Francisco. Usando palabras del padre Jesús Silva[1]: ha sido distinto en todo aquello que podía serlo, y ha sido exactamente igual en aquello que debía.

Un Papa no es otra cosa que el vicario de Cristo en la tierra y, como tal, su misión es reflejar a Cristo lo más fidedignamente posible. De alguna manera, como vicarios de Cristo, los últimos tres papas, que han sido los que he conocido “en persona” en el curso de mi vida, han encarnado como tres facetas de Cristo: Juan Pablo II era una fuerza de la naturaleza, como Jesús cuando mandaba a que se aquietaran los mares y acallaran los vientos; Benedicto representaba al Maestro lleno de serena sabiduría que adoctrinaba a sus discípulos en la intimidad; Francisco ha sido el rostro de Cristo en ese diálogo misericordioso con cada persona en particular: con la mujer adúltera a la que nadie se atrevió a condenar; con Pedro, reconviniéndolo amablemente después de la negaciones y encomendándole la misión de apacentar las ovejas; con los enfermos, los publicanos y  los pecadores, a los que acogía cuando todos los rechazaban. Todos son el mismo Cristo, pero cada uno, como cada uno de los cristianos, lo encarnaba de una manera particular.

Al Papa, por lo tanto, lo que le toca es ser un espejo lo más diáfano posible para que en él se pueda reflejar la luz de Cristo. Ya lo han dicho los autores muchas veces y de muchas manera: Cristo no fue un maestro moral que vivió hace veinte siglos y que dejó una obra dispersa a la cual nos acercamos para aprender algo; Cristo es el hijo de Dios que vino a nuestro encuentro, que vienes todavía al encuentro de cada uno para acogernos y transformarnos. Francisco, si se quiere, ha encarnado fielmente ese rostro acogedor y transformador de Cristo.

Fue un auténtico maestro de las distancias cortas, del tú a tú. El cardenal Parolin, en su entrañable prólogo al libro testimonial El Otro Francisco, de Deborah Castellano Lubov, decía que: no sorprenderá, por lo tanto, escuchar en las entrevistas que vienen a continuación la voz de quien, incluso encargado de una gran responsabilidad en la organización eclesial, cuenta el gran asombro con el cual ha vivido y vive su encuentro personal con el Papa, sintiéndose acogido por una mirada –la de Francisco– cargada de afecto y misericordia, sentimientos que fundan y constituyen la experiencia que el hombre hace de su dignidad.

No sé si lo hizo todo bien. No sé si dejó a todo el mundo contento, cosa que se sabe es imposible, porque todos los seres humanos somos imperfectos, pero hasta dónde puedo saber intentó hacer todo el bien que pudo: el bien en lo concreto, a personas concretas, y tiendo a creer que esa es una de las cosas por las que se nos habrá de juzgar. Fue quizás, como lo describía bien el periodista español Iñigo Domínguez, un Papa a veces más comprendido y querido en la calle y en las parroquias de barrio que en los despachos de la Iglesia y de los gobiernos[2].

A fin de cuentas supongo que, para cada uno, lo realmente importante no es cómo lo hayan visto los demás, sino cómo lo hayamos visto nosotros mismos. A mí, desde muchos kilómetros de distancia, fue capaz de decirme al oído muchas cosas en la quietud de la noche, en el silencio de la oración, en la soledad de mi habitación. Tuve el privilegio de escucharlo en la penumbra mientras ayudaba con algún libro de meditaciones suyas mi dificultosa e inconstante oración. No vendría al caso repetir ahora alguna frase concreta más allá de las que han circulado como ríos por las redes, pero sí puedo decir que me reveló algo que llevo como un tesoro en mi corazón: el rostro acogedor y las palabras misericordiosas de Cristo. Cumplió, en tal sentido, con la clásica tarea encomendada al sacerdote según el padre Brett Brannen que ya he citado alguna vez: acercar a Cristo a las almas, acercar a las almas a Cristo.

La mayor virtud de un Papa no es haber sido de una manera o de otra, haber hecho esto o aquello, sino haber continuado siendo, a su modo, como cada Papa, la piedra sobre la que está edificada la Iglesia, y contra ella no han prevalecido ni prevalecerán las puertas del infierno.

[1] https://www.instagram.com/reel/DIyihfoIleq/?igsh=MXc0MmJ6NndvMHlpbQ==

 

[2] https://elpais.com/internacional/2025-04-26/los-mandatarios-del-mundo-y-la-gente-corriente-despiden-al-papa-francisco-en-pleno-vertigo-de-la-iglesia-por-elegir-sucesor.html

 

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