José Guerra
Durante mi adolescencia, a comienzo de los años setenta, en mi natal Rio Caribe, estado Sucre, había tres panaderías y se podía comprar pan todo día. Dos estaban situadas en la avenida Bermúdez, la primera propiedad del señor Luis González (Luis Reyes, le decían), la segunda era del señor Valentín Hernández (Valentincito) y la tercera estaba ubicada en la salida este del pueblo, en la calle Zea, y su dueño fue el señor Mauricio Rojas, un antiguo militante del PCV. No faltaba el pan nunca. La harina de trigo era provista por un mecanismo sencillo pero eficiente donde apenas intervenía el Estado, proveyendo los dólares que proporcionaban las empresas petroleras extranjeras. Había libertad cambiaria en el país y las empresas importaban el trigo, lo molían, lo empacaban y lo distribuían a miles comerciantes que a su vez lo vendían a las muchas panaderías que existían a lo largo del país.
Mi papá cuyo oficio era de chofer de maquinarias pesadas, cada quince días hacia un viaje a La Guaira para cargar unos dos mil sacos de harina y después de una travesía de catorce horas de manejo en su gandola marca International, desde el litoral hasta Carúpano, se distribuía la harina por la costa de Paria y había pan para todo el mundo. El señor Blasini, propietario de una casa comercial de esa ciudad, garantizaba harina suficiente. Se vendían ocho panes por un bolívar de la época. Cada pan costaba tres céntimos de dólar. Cuando a partir de 1974 los precios comenzaron a subir, se compraban tres panes por un bolívar, pero había pan. Se adquiría menos, pero había. Y había porque no se interrumpió el mecanismo de mercado para fijar los precios.
Hoy, cuarenta y cinco años después, en Rio Caribe literalmente no hay pan. No solamente en ese pueblo sino en todo el país. Ha sucedido lo que ha pasado en todas las experiencias donde el socialismo, esa extraordinaria maquinaria de destruir economías, se ha instaurado: unos burócratas, aparentemente bien intencionados, tratan de sustituir los mecanismos que por años la economía ha diseñado para que las cosas funcionen. El trigo lo importa y distribuye únicamente el gobierno, debido al control de cambio. De esa operación estaba a cargo antes el general Carlos Osorio y ahora el inefable general Rodolfo Marco Torres, el de las célebres importaciones sobrefacturadas. No es difícil imaginar que existe un mercado negro de la harina de trigo, donde ésta cuesta más de diez veces el precio regulado. Como una cosa lleva a la otra, el gobierno impuso un control de precio para la venta del pan. De esa ecuación resultó lo obvio: se acabó la libertad para comprar pan y en consecuencia hay racionamiento. El paso siguiente fue expropiar algunas panaderías, que hoy ya prácticamente cerraron sus puertas.
Este relato se repite en la cadena de bienes con precios fijados por el gobierno hasta constituir un sistema ineficiente, exponencialmente corrompido, de extorsión a los comerciantes y de calamidad para el pueblo, hoy hambriento. Presentado como una idea de libertad, estos sistemas de control social como el socialismo y el fascismo suelen degenerar en regímenes totalitarios. En el primer caso, en Venezuela después de una marejada de dólares petroleros la revolución socialista se resume en lo que dice el panadero a la puerta del negocio: un pan por persona, por favor.