Eduardo J. Ortiz F.*
Aunque las ciencias sociales traten de diferenciar entre la observación aséptica de los comportamientos de las personas y los juicios de valor que se puedan emitir sobre ellos, ningún investigador puede poner totalmente entre paréntesis sus convicciones al realizar su trabajo.
Desde el nacimiento de la teoría económica moderna diversos autores adoptaron una perspectiva determinada al desarrollar su pensamiento, y llegaron a conclusiones a veces contradictorias. Adam Smith y sus continuadores analizaron la actividad económica desde el punto de vista de la naciente burguesía capitalista, y llegaron a la conclusión de que el mejor sistema era el que fomentaba el libre desenvolvimiento de las fuerzas de oferta y demanda. Karl Marx observó los mismos hechos desde la perspectiva de los obreros, y concluyó que quienes solo aportaban su trabajo eran los grandes perdedores en el proceso productivo.
Y aunque en el siglo veinte tanto el keynesianismo como la socialdemocracia trataron de aproximar ambos extremos, siempre quedan en la teoría y la política económica metas que mantienen cierta tensión entre sí. ¿Conviene mantener el desempleo alto para frenar la inflación? ¿Es mejor importar lo que otros países producen más barato, o hay que proteger la industria nacional aunque sea menos eficiente? ¿Qué partidas del presupuesto nacional se deben afectar para reducir el déficit fiscal?
Eficiencia y equidad
Otra de las cuestiones que genera una gran diversidad de pareceres en la opinión pública es a cuál de los dos extremos se debe prestar mayor atención en la búsqueda de equilibrio entre eficiencia y equidad.
He dicho que la discusión se plantea a nivel de opinión pública, porque en la teoría económica convencional hay bastante unanimidad en privilegiar la eficiencia. En cualquier manual de enseñanza el problema de la desigualdad suele ocupar apenas un capítulo, en el que se enseña cómo medirla, y se indica que en casos extremos la desigualdad puede afectar negativamente a la eficiencia, haciendo que los trabajadores sean menos productivos.
El Nobel de Economía Paul A. Samuelson escribió en 1948 el primero de estos manuales modernos, y ha mantenido desde la primera edición (la 19ª la publicó en 2009, el año de su muerte) un ejemplo que reconoce chocante, pero que indica gráficamente cómo en la política gana quien obtiene más votos, y en el mercado sale favorecido quien tiene mayor capacidad adquisitiva (más votos monetarios).
Los bienes monetarios siguen los votos monetarios y no la mayor necesidad. El gato de un hombre rico puede beberse la leche que un niño pobre necesita para estar saludable. ¿Esto sucede porque el mercado no funciona? Ciertamente no, porque el mecanismo de mercado simplemente está haciendo su trabajo: coloca los bienes en las manos de los que tienen los votos monetarios. Incluso el mercado más eficiente puede generar gran desigualdad.
La mayoría de los economistas no se atreven a ser tan directos y optan por la teoría del goteo. Si nos concentramos en la igualdad, y quitamos a los que más tienen para dárselo a los más necesitados, terminaremos por vivir todos en la pobreza, pues los que tienen dejarán de invertir y crear puestos de trabajo. En cambio, si se estimula a los inversionistas para que hagan crecer la economía, el bienestar resultante favorecerá también a los más pobres, que ganarán más por su trabajo.
Crecimiento e igualdad
La mejor manera de confirmar o rechazar la hipótesis del goteo es atender a los hechos y comprobar su validez.
Aunque hay varios escritos que prueban empíricamente esta relación positiva entre crecimiento y bienestar colectivo queda pendiente una cuestión ulterior. ¿Se benefician más del crecimiento los ricos que los pobres? Si esto fuera así, el crecimiento del producto mejoraría el nivel de vida de todos los ciudadanos pero aumentaría también la desigualdad.
Son varios los aportes relativamente recientes que alertan sobre el incremento mundial de la desigualdad y sus consecuencias negativas para el crecimiento y desarrollo.
El Premio Nobel Joseph E. Stigltiz publicaba en 2012 un libro titulado: El precio de la desigualdad. Cómo la división de la sociedad actual pone en peligro nuestro futuro.
Ya en el prólogo se enfrenta a la tensión entre eficiencia y equidad y afirma tajantemente que una economía que genera desigualdad es ineficiente. “El desempleo es el peor fallo del mercado, la principal fuente de ineficiencia y una importante causa de la desigualdad”.
En el resto del libro acumula estadísticas en torno a la desigualdad en diversos países del mundo, aunque se concentra más en la situación de su propio país (Estados Unidos), donde ya en el 2007, antes del estallido de la última crisis, el 0,1 % más rico tenía un ingreso 220 veces mayor que el 90 % más pobre. Las soluciones políticas diseñadas para hacer frente al colapso económico del año 2008 empeoraron la situación pues, por ejemplo, el 1 % más rico se apropió del 93 % de los ingresos adicionales que se crearon en el país entre 2009 y 2010.
Critica la teoría del goteo hablando gráficamente de “la subida de la marea que no levantó todas las barcas”.
Es imposible recoger todos los datos acumulados en las seiscientas páginas del libro. Cerraremos su recorrido apuntado otra estadística desesperanzadora. En las últimas tres décadas, en los Estados Unidos el 90 % que percibe salarios bajos ha incrementado sus ingresos en un 15 %, mientras que para el 1 % más rico esta proporción es del 150 %, y para el 0,1 % más privilegiado del 300 %.
Capital en el siglo XXI
Pero el libro sobre la desigualdad que ha resultado un best seller, y que ha recibido más atención en la prensa y entre los especialistas ha sido el del profesor de la Escuela de Economía de París Thomas Piketty, titulado El Capital en el siglo XXI, que evidentemente hace un guiño a El Capital, la obra más conocida de Karl Marx.
El autor comienza por resaltar la desigualdad que existe entre diversas naciones. En la India y el África subsahariana el ingreso per cápita mensual oscila entre 150 y 250 dólares, mientras que en Europa, Estados Unidos, Canadá y Japón oscila entre los 2.500 y 3.000 dólares. El promedio mundial, cercano al que se da en China es de entre 600 y 800 dólares mensuales.
Una de las fuentes de esta desigualdad es la manera en que se distribuye el ingreso entre capital y trabajo, que en los países desarrollados había sido por varias décadas de un 70 % para el trabajo y un 30 % para el capital, pero que en los últimos años se ha ido deteriorando en favor del capital.
En Venezuela, por ejemplo, (esto no lo dice Piketty sino el BCV) desde 1998 al 2012, último año sobre el que poseemos datos, un 68 % corresponde a la remuneración del capital y solo un 38 % a la remuneración del trabajo.
Pero es que además las desigualdades dentro de la remuneración del trabajo son muy significativas. No olvidemos que también los gerentes reciben salarios. El 10 % de sueldos más altos recibe entre el 25 % y el 30 % del total de la remuneración al trabajo, que es la misma proporción que recibe el 50 % con sueldos más bajos.
Dentro de la remuneración del capital las diferencias son más extremas. El 10 % más alto recibe normalmente el 50 % del total (en algunos países hasta el 90 %) mientras que el 50 % más bajo recibe únicamente entre un 5 % y un 10 %.
Hay que diferenciar además entre ingresos y riqueza. Al hablar de ingresos nos referimos a lo que una persona o una familia recibe anualmente, mientras que la riqueza incluye todo lo que esa persona ha ido acumulando a lo largo de su vida, o esa familia ha acumulado a lo largo de varias generaciones. Las diferencias en niveles de riqueza, aunque esta sea más difícil de cuantificar, son siempre bastante mayores que las diferencias en ingresos.
Hace unos años, cuando se quería caracterizar a una persona muy rica se la llamaba millonaria, pero hoy hay que hablar ya de billonarios. ¿Queremos llorar recordando que, si en 2008 Venezuela no hubiese cambiado el valor de la moneda a bolívares fuertes, el sueldo mínimo después del último aumento sería de siete millones de bolívares, que no dan para vivir decentemente?
La revista Forbes, nos recuerda Piketty hablando esta vez en dólares, indica que en 1987 había 140 billonarios en todo el mundo que acaparaban el 0,4 % de la riqueza mundial privada, mientras que para el 2013 los afortunados se han decuplicado llegando a 1.400 con el 1,5 % de la riqueza privada total.
El remedio más llamativo propuesto por Piketty, y el que ha desatado más polémica entre sus críticos, consiste en un incremento significativo de los impuestos a los ingresos por el capital recibido.
La oposición a esta medida estaría justificada si el incremento de la tasa llegara a tales extremos que se hiciera efectiva la llamada Curva de Laffer, primero creciente y luego decreciente, con la que se intenta señalar que cuando las tasas son moderadas un incremento de la tasa aumenta la recaudación, pero cuando la voracidad fiscal se pasa de cierto límite el capitalista prefiere no invertir con lo que la recaudación se desploma.
Nuevas voces de alarma
El 21 de mayo de 2015 la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), que en los corrillos se suele denominar el club de los países ricos, ha publicado un informe titulado: “Juntos en ello. Por qué una menor desigualdad nos beneficia a todos”.
Según dicho informe, la desigualdad entre ricos y pobres en los países de la OCDE ha alcanzado su nivel más alto desde hace tres décadas. El estudio señala a Chile, México, Turquía, Estados Unidos e Israel como los países desarrollados con más desigualdad, frente a la mayor armonización salarial de Dinamarca, Eslovenia, República Checa y Noruega (Venezuela no forma parte de la organización).
El 10 % más rico de la población en los países estudiados gana 9,6 veces más que el 10 % más pobre, una proporción que se ha incrementado respecto a la diferencia 7-1 de los años ochenta y del 9-1 de inicios del siglo actual.
En 2012, el 40 % de los hogares más pobres de los 18 países estudiados disponía de solo el 3% de la riqueza, mientras que el 10 % más favorecido controlaba la mitad. El 1 % más rico poseía el 18 % de la fortuna del conjunto de los hogares analizados.
A corto plazo se pueden mitigar estas diferencias a través de subsidios focalizados en los sectores más pobres, pero a largo plazo se debe intentar que todos puedan ganarse la vida con sueldos dignos, lo cual exige mejorar los niveles de salud y educación de toda la población.
Hay que tener en cuenta que la desigualdad afecta negativamente al crecimiento. Se estima que el incremento de la desigualdad redujo el producto total de los países socios entre 1990 y 2005 en un 4,7 %.
¿Y en Venezuela qué?
Si un padre constata que su hijo lleva seis meses sin enseñarle las calificaciones que ha obtenido en el colegio, hará bien en sospechar que el desempeño de su vástago es bastante deplorable. El Gobierno venezolano lleva seis meses ocultándonos cifras esenciales que ayudarían a analizar la marcha de la economía. Por eso tendremos que apoyarnos en otras fuentes.
En los Indicadores sobre Desarrollo Mundial 2014, publicados por el Banco Mundial, se nos indica que en Venezuela el 10 % más rico absorbe el 33,2 % del ingreso total, y que el 20 % más rico acumula el 49,5 %, mientras que el 20 % más pobre solo se queda con el 4,2 % y el 10 % más pobre con el 1,2 %. En otras palabras, el 10 % más rico gana 27,7 veces más que el 10 % más pobre. En el año 1999 esta relación era de 26,2, de manera que de acuerdo al Banco Mundial, que recoge los datos ofrecidos por cada país, la desigualdad en los extremos se ha incrementado ligeramente durante la revolución.
Un indicador más completo es el índice de Gini, que tiene en cuenta a todos los sectores de la población, y no solo a los extremos. Este tenía en 1999 un valor de 0,449 (en un rango del 0 al 1 un mayor índice supone más desigualdad) y en los últimos datos del Banco Mundial el índice es de 0,448, de manera que tampoco aquí hemos mejorado.
En cuanto a la pobreza, esta afectaba en 1999 al 45 % de los hogares. Según un estudio reciente publicado por la UCAB, la UCV y la USB hoy el 48,4% de los hogares viven por debajo de la línea de la pobreza.
Podríamos decir que los gobiernos recientes han sido más efectivos en el otorgamiento de subsidios, fundamentalmente a través de las misiones, que en el mejoramiento de las condiciones educativas y de salud, y en la creación de empleos bien remunerados.
Respecto a la salud, duele leer cómo están muriendo tantas personas con enfermedades crónicas por falta de medicamentos. El 22 de marzo el presidente de la Federación Farmacéutica Venezolana informó que la falta de medicinas en Caracas era de aproximadamente 60 %, mientras que en el resto del país llegaba a 70 %.
En el área educativa, se han creado en los últimos años varias instituciones bolivarianas de educación superior, pero que no permiten a sus egresados competir ventajosamente en el mercado. Por poner un ejemplo, los médicos comunitarios se sienten avergonzados y engañados al entrar a un hospital y comprobar que no entienden la nomenclatura médica para identificar las distintas enfermedades, que ignoran conceptos básicos de farmacología, y que no son capaces de nombrar ni identificar los instrumentos más elementales utilizados en un quirófano.
En cuanto al empleo, según el informe del primer trimestre de 2015 de Conindustria, en el 2007 había en el país alrededor de 12.000 empresas, pero ahora hay unas 5.000, que además están trabajando en gran parte al 50 % por falta de insumos.
Aquí y en otras partes, cuando hablamos de desigualdad, nos queda casi todo por hacer.