El Estado Islámico de Siria y de Irak es tal vez uno de los acontecimientos políticos más misteriosos y siniestros de de los últimos siglos. En la historia de Brasil, como nos relata el investigador Evaristo E. de Miranda (Quando o Amazonas corria para o Pacífico, Vozes 2007) hemos tenido genocidios innombrables, «tal vez uno de los primeros y mayores genocidios de la historia de la Amazonia y de América del Sur» (p. 53): una tribu antropófaga advenediza devoró a todos los primeros habitantes del litoral, llamados sambaqueiros, que vivían en la costa atlántica de Brasil.
Con el Estado Islámico está ocurriendo algo semejante. Es un movimiento fundamentalista, surgido de varias tendencias terroristas. El 29 de junio de 2014 proclamó un califato, intentando remontarse a los inicios de la aparición del islam con Mahoma. El Estado Islámico reivindica autoridad religiosa sobre los musulmanes del mundo entero para así crear un mundo islámico unificado que siga la charia (leyes islámicas) al pie de la letra.
No es aquí el lugar para detallar la compleja formación del califato; vamos sólo a restringirnos a lo que nos deja confusos, perplejos y escandalizados por usar la violencia por la violencia como marca identitaria. Entre los muchos estudios sobre este fenómeno cabe destacar el de dos italianos que vivieron de cerca esta violencia: Domenico Quirico (Il grande Califfato 2015) y Maurcio Molinari (Il Califfato del terrore, Rizzoli 2015).
Quirico narra que se trata de una organización exclusivamente masculina, compuesta por gente en general entre 15 y 30 años. Al adherirse al Califato borran todo su pasado y asumen una nueva identidad: la de llevar la causa islámica hasta la muerte, dada o recibida. La vida personal y la de los demás no tienen ningún valor. Trazan una línea rígida entre los puros (su tendencia radical islámica) y los impuros (todos los demás, también de otras religiones, como los cristianos, especialmente los armenios). Torturan, mutilan y matan sin ningún escrúpulo. O te conviertes o mueres, normalmente degollado. Los combatientes secuestran y se pasan entre sí a mujeres, usadas como esclavas sexuales. El asesinato es ensalzado como un «un acto dirigido a la purificación del mundo».
Molinari cuenta que los jóvenes, iniciados mediante un video sobre las decapitaciones, enseguida piden ser decapitadores. Parte de los jóvenes son reclutados en las periferias de las ciudades europeas. No sólo pobres, sino hasta un titulado de Londres con buena situación financiera, y otros del mundo árabe. Parece que la sed de sangre reclama más sangre y la muerte fría y banal de niños, personas mayores y de todos los que dudan en adherirse al islamismo.
Se financian con el secuestro de todos los bienes de las ciudades conquistadas de Siria y de Iraq, muy especialmente con el petróleo y el gas de los pozos arrebatados, que les proporciona, según los analistas, una ganancia de casi tres millones de dólares al día, al ser vendido generalmente a precios mucho más bajos en los mercados de Turquía.
El Estado Islámico rechaza cualquier diálogo y negociación. El camino sólo tiene una vía: la violencia de matar o de morir.
Es un hecho inquietante, pues plantea la cuestión de qué es el ser humano y de qué es capaz. Parece que todas nuestras utopías y sueños de bondad se anulan. Preguntamos en vano a los teóricos de la agresividad humana, como Freud, Lorenz, Girard. Sus explicaciones nos resultan insuficientes.
Para Freud, la agresividad es expresión del dramatismo de la vida humana, cuyo motor es la lucha reñida entre el principio de vida (eros) y el principio de muerte (thánatos). La tensión se descarga con fines de autorrealización o de protección. Según Freud, es imposible para los humanos controlar totalmente el principio de muerte. Por eso, siempre habrá violencia en la sociedad. Pero mediante leyes, la educación, la religión y, de manera general, mediante la cultura, se puede disminuir su virulencia y controlar sus efectos perversos (cf. Para além do princípio do prazer, Obras Completas. Rio de Janeiro: Imago, 1976).
Para Konrad Lorenz (1903-1989), la agresividad es un instinto como los demás, destinado a proteger la vida. Pero ha ganado autonomía, porque la razón construyó el arma mediante la cual la persona o grupo potencia su fuerza y así puede imponerse a los demás. Se ha creado una lógica propia de la violencia. La solución es encontrar sustitutivos: volver a la razón dialogante, a los sustitutivos, como el deporte, la democracia, el autodominio crítico del propio entusiasmo que lleva a la ceguera y, de ahí, a la eliminación de los otros. Pero tales expedientes no valen para los miembros del Califato. Sin embargo, Lorenz reconoce que la violencia mortífera solamente desaparecerá cuando se dé a los seres humanos, por otro camino, lo que trataban de conseguir mediante la fuerza bruta (cf. Das sogenannte Böse: Zur Naturgeschichte der Aggression, Viena 1964).
René Girard con su “deseo mimético negativo”, que lleva a la violencia y a la identificación permanente de “chivos expiatorios”, puede transformarse en “deseo mimético positivo” cuando, en vez de envidiar y apoderarse del objeto del otro, decidimos compartirlo y disfrutarlo juntos. Pero para él la violencia en la historia es tan predominante que le evoca un misterio insondable que no sabe cómo descifrar. Y nosotros tampoco.
En la historia hay tragedias, como bien vieron los griegos en sus teatros. No todo es comprensible mediante la razón. Cuando el misterio es demasiado grande, es mejor callar y mirar hacia lo Alto, de donde tal vez nos venga alguna luz.
Fotos: Craig F. Walker / Globe Staff