En 1963, y 53 días antes de su fallecimiento, el papa Juan XXIII publicaría su octava y última encíclica en un contexto global marcado por la posguerra y la tensión nuclear entre las naciones. Con el estandarte de la verdad, la justicia, el amor y la libertad, Pacem in Terris hace un llamado de paz a todos los pueblos de la Tierra, un llamado cuyo análisis, sesenta años después, sigue siendo tan oportuno como el primer día
Por Pedro Trigo, s.j.
Planteamiento del problema
Como marco de todo lo que va a decir, establece que “La paz en la tierra, suprema aspiración de toda la humanidad a través de la historia, es indudable que no puede establecerse ni consolidarse si no se respeta fielmente el orden establecido por Dios” (1). A medida que avanzan la ciencia y la técnica, más admiramos ese orden, así como la capacidad de los seres humanos para desentrañarlo. Y, sin embargo, constata el contraste entre ese orden y “… el desorden que reina entre los individuos y entre los pueblos. Parece como si las relaciones que entre ellos existen no pudieran regirse más que por 1a fuerza” (4). “Sin embargo, en lo más íntimo del ser humano, el Creador ha impreso un orden que la conciencia humana descubre y manda observar estrictamente” (5), orden que debe regir las relaciones entre los individuos, de los individuos con sus autoridades, de los Estados entre sí y en la comunidad universal, cuya constitución es un imperativo del bien común.
La paz se funda en la observancia de derechos y deberes
Establece que el fundamento de toda convivencia son los derechos y deberes propios de la persona y por tanto universales e irrenunciables, teniendo en cuenta que todas las personas son sagradas como creadas por Dios y destinadas en Jesús a ser sus hijos y a participar de su gloria eterna. Desarrolla los derechos de todo ser humano y ante todo a la vida y a las condiciones para vivir dignamente, y el de buscar la verdad, manifestar su opinión, obtener la información requerida y ejercer su profesión, y para eso recibir la educación a la altura del tiempo que los capacite para ejercer responsabilidades. También el de vivir su religión en privado y públicamente. El de vivir en familia y en ella la igualdad entre varones y mujeres y el derecho a la educación de sus hijos y la obligación de la sociedad de apoyarla. El derecho a un trabajo digno y bien remunerado. El de ejercer actividades económicas y el derecho de propiedad, que sin embargo tiene que conlleva siempre una función social. El derecho a la reunión y asociación en las que ejercer la responsabilidad inherente a la persona. El de residencia y emigración y el derecho a ejercer la ciudadanía universal. El de intervenir a la vida pública para lograr el bien común. Y el derecho igualitario a la seguridad jurídica.
Establece que cada derecho conlleva su deber correspondiente. Por eso no tiene sentido exigir derechos si no se cumplen los deberes que cada uno comporta. Y explícita como algo esencial respetar los derechos ajenos. Ante todo, colaborar con los demás para lograr una digna convivencia civil en la que todos tenemos que ser sujetos acuciosos y responsables. La sociedad no puede apoyarse solo en la fuerza, sino en la iniciativa mancomunada de todos. Para eso hay que respetar los derechos de los demás y cumplir los deberes propios e, impulsados por el amor, hay que sentir como propias las necesidades de los demás y hacerles partícipes de lo que tenemos, y procurar un intercambio universal basado en los valores que nos humanizan y construir sistemas económicos, políticos y sociales basados en estos valores y en los que todos seamos responsables.
Como la base de todo es la dignidad inalienable de todo ser humano y la búsqueda del bien común, la encíclica propone la superación tanto del liberalismo como del estatismo. Porque el bien personal incluye la entrega al bien común y el bien de organizaciones, instituciones y empresas no puede hacerse a costa de irrespetar el derecho tanto de las demás asociaciones como, en el fondo, el de las personas, lo que requiere que las asociaciones sean siempre participativas y abiertas.
Caracterización de la situación y propuestas
La caracterización de la situación es muy positiva porque todavía estaba vivo el impulso, patrocinado en gran medida por estatistas cristianos a fondo, a revertir la situación de búsqueda de predominio que provocó la guerra mundial: la democratización, que tiende a ser a fondo, de las sociedades y correspondientemente el fin del coloniaje, la consecución de su libertad y soberanía por parte de naciones secularmente dominadas y explotadas sistemáticamente y a fondo sin ninguna consideración por su dignidad. En cada país la armonización de las clases era diferente y hasta hacía bien poco enfrentadas. También el progresivo reconocimiento de las diversas culturas y etnias y el reconocimiento de que la diferencia en el desarrollo de la ciencia y de la técnica, de la economía y la cultura no tenía por qué conllevar el dominio de los desarrollados sobre los demás, sino por el contrario la ayuda para su desarrollo. Se alaban también las asociaciones internacionales que se iban incrementando, desde la política al deporte, pasando por la cultura y la economía. Iba quedando claro que la nación no podía ser una frontera irrebasable, ya que todos los seres humanos somos ante todo miembros de la familia humana. Por eso insisten que tiene que quedar claro que no puede buscarse la asociación de varios países para elevarse sobre los demás.
Se fijan especialmente en los exiliados políticos, numerosísimos por causa de regímenes que desconocen la libertad de los ciudadanos e impiden la deliberación, lo que se llamó los países del “telón de acero”:
Entre los derechos de la persona humana debe contarse también el de que pueda lícitamente cualquiera emigrar a la nación donde espere que podrá atender mejor a sí mismo y a su familia. Por lo cual es un deber de las autoridades públicas admitir a los extranjeros que llegan. (106)
Entre lo más grave que está aconteciendo es la carrera de armamentos para no quedar atrás de un potencial enemigo en una posible confrontación. Lo que se llamó “la Guerra Fría”. Los armamentos son tan letales que parece suicida emprender una guerra, pero una chispa la puede provocar. Y si siguen los ensayos atómicos, está en peligro la vida misma del planeta. Piden, no solo que se detenga la carrera armamentística, sino que se produzca un desarme simultáneo y sobre todo el desarme de las conciencias y la paz basada no en el equilibrio de fuerzas de los potenciales enemigos sino en la confianza mutua. El Papa cree que es un objetivo posible y sobre todo “extraordinariamente fecundo en bienes” (113). “Examínese el problema en toda su amplitud, de forma que pueda lograrse un punto de arranque sólido para iniciar una serie de tratados amistosos, firmes y fecundos” (118).
Recuerda que en la Mater et Magistra animó a las naciones más desarrolladas a colaborar con el desarrollo de las más atrasadas y constata que “… tales invitaciones han tenido amplia acogida, y confiamos que seguirán encontrando aceptación aún más extensa todavía” (122). Pero advierte que esa ayuda no puede quitar el protagonismo a las ayudadas. El objetivo es “formar una especie de comunidad de todos los pueblos” (125).
Se va generalizando, observa, que las diferencias “… deben resolverse no con las armas, sino por medio de negociaciones y convenios” (126). Sin embargo, constata que sigue la carrera armamentista por su fuerza, dicen, disuasoria. Espera que se llegue a comprender que la realidad más genuina debe llevar a que las relaciones no estén pautadas por el temor sino por el amor que nos una en una familia humana.
Constata la creciente interdependencia en lo social, lo político y lo económico. El progreso no puede darse sino mancomunadamente. Por eso aboga por una autoridad pública de alcance mundial. Ahora bien, esa autoridad debe establecerse por el acuerdo general de las naciones, porque es menester que sea imparcial y esté abocada al bien real de todos. Esa autoridad mundial debe proteger los derechos de la persona humana y no invadir las competencias de cada Estado, organización y persona.
El Papa desea “… vehementemente que la Organización de las Naciones Unidas pueda ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos” (145) que son en definitiva defender los derechos de los seres humanos. Como cada vez participan más en sus países, van adquiriendo la conciencia de pertenecer a la comunidad mundial.
Hasta aquí se ha dirigido a todos los seres humanos. Antes de recapitular y concluir pide a los cristianos que participen en todos los campos, “… iluminados por la fe cristiana y guiados por la caridad” (146). Pero “… se requiere, además, que penetren en las instituciones de la misma vida pública y actúen con eficacia desde dentro de ellas” (147). Y para eso tienen que capacitarse. Ahora bien, tampoco bastan las cualidades; es indispensable “… como fundamento la verdad; como medida, la justicia; como fuerza impulsora, la caridad, y como hábito normal, la libertad” (149). Y tienen que conjugar todo esto con los bienes superiores del espíritu. Hay que reconocer que se ha dado una incoherencia entre fe y conducta y por eso urge restablecer la coherencia, en el fondo el primado de la caridad y también un mayor conocimiento del cristianismo. Además, va todo tan acelerado que el ajustar las novedades a la justicia debe hacerse constantemente. E incluso deben crearse instituciones adecuadas al avance en todos los campos. Son “… exigencias de esta nuestra época, época del átomo y de las conquistas espaciales, en la que la humanidad ha iniciado un nuevo camino con perspectivas de una amplitud casi infinita” (156).
En todo esto los católicos deben colaborar con todo lo encaminado al bien, pero teniendo cuidado de no hacer concesiones a lo no digno. Pero tienen que distinguir entre el error y el que lo profesa, que siempre es un ser digno y que puede llegar a más verdad y bien. También hay que distinguir entre doctrinas filosóficas falsas y corrientes científicas, económicas o políticas y asumir lo que exprese la realidad, desechando lo demás. La prudencia es la que también tiene que establecer cuándo es oportuno tener contacto con gente que piensa distinto, pero cuya relación puede logar algo bueno.
En lo que es rotundo es en decir que no a la revolución que busca cambiar todo de golpe y a la fuerza y apostar por cambios graduales (161-162).
Ahora bien “… la paz no puede darse en la sociedad humana si primero no se da en el interior de cada hombre, es decir, si primero no guarda cada uno en sí mismo el orden que Dios ha establecido” (165).
Como vicario del Príncipe de la paz “… consideramos deber nuestro consagrar todos nuestros pensamientos, preocupaciones y energías a procurar este bien común universal (167).
Cristo nos ha traído la paz; pidámosle esa paz que nos trajo.
Mensaje central
Quiero insistir que lo que más repite en la encíclica, que por eso es su mensaje central es que el orden social tiene que fundarse en la verdad y en la práctica de la justicia, tiene que ser vivificado por el amor y tender a la igualdad (37). Así aparece ya en el mismo título: “Sobre la paz entre todos los pueblos que ha de fundarse en la verdad, la justicia, el amor y la libertad”. Y como síntesis: “… un orden basado en la verdad, establecido de acuerdo con las normas de la justicia, sustentado y henchido por la caridad y, finalmente, realizado bajo los auspicios de la libertad” (168). Ver también el n°45 donde se enfatiza la importancia de un ordenamiento jurídico que lleve a los ciudadanos a vivir desde esas coordenadas; el n°80, que explica que esas deben ser las coordenadas que normen las relaciones entre las naciones; el n°114 que enfatiza que las relaciones internacionales no deben regirse por la fuerza sino por las “… normas de la verdad, de la justicia y de una activa solidaridad”; el n° 149 asienta que para la convivencia no basta el desarrollo científico técnico porque esta para que sea humana debe darse en una cotidianidad que tenga “… como fundamento la verdad; como medida, la justicia; como fuerza impulsora, la caridad, y como hábito normal, la libertad”; el n° 163 asienta que para superar la situación actual, entre las tareas más graves está la de:
[…] establecer un nuevo sistema de relaciones en la sociedad humana, bajo el magisterio y la égida de la verdad, la justicia, la caridad y la libertad: primero, entre los individuos; en segundo lugar, entre los ciudadanos y sus respectivos Estados; tercero, entre los Estados entre sí, y, finalmente, entre los individuos, familias, entidades intermedias y Estados particulares, de un lado, y de otro, la comunidad mundial.
Como esta tarea, la más humana, es trascendente, el Papa concluye pidiendo a Jesús, que vino a traernos la paz radical que “… borre de los hombres cuanto pueda poner en peligro esta paz y convierta a todos en testigos de la verdad, de la justicia y del amor fraterno” (n°171).
Actualidad de la encíclica
Volver a esta encíclica no puede reducirse a un rito conmemorativo al cumplirse sesenta años, ya que las amenazas a la paz que anotaba el Papa hoy son desgraciadamente hechos atroces y no se ve voluntad de paz sino solo de victoria. Y el peligro de que lleguen a emplearse armas atómicas es real. Por eso el énfasis en esas actitudes es indispensable: primero atenerse a la verdad, a hacer justicia a la realidad para que dé de sí superadoramente y no para destruirla, que es el camino en el que vamos y que nos va a destruir a todos. Y para tomar este camino tenemos que decir que no al individualismo y a la búsqueda de la supremacía a costa de otros y tenemos que amarnos como hermanos que somos. Y desde esa relación indispensable, buscar el bien conjunto, mi provecho y tu provecho, la solidaridad; y todo esto en libertad, teniendo en cuenta que la libertad es la flor del amor y que nada tiene que ver con dejarse llevar por la gana o la pasión dominante, ni sucumbir a la fascinación de la publicidad y a la coacción de los que imponen salarios, productos y normas. Lo que propone la encíclica es hoy cuestión de vida o muerte. Dios quiera que elijamos la vida.
DESCARGA PDF Revista SIC N° 844. marzo – abril 2023.