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Edificio Centro Valores, local 2, Esquina de la Luneta, Caracas, Venezuela.

Un abrazo para entrar al Cielo

Foto EFE

Por Germán Briceño Colmenares*

¿Quid hoc ad aeternitatem?

–San Bernardo de Claraval

¿Puede un solo acto de amor redimirnos eternamente de todas nuestras perfidias e iniquidades? ¿Podemos alcanzar el Cielo mediante una obra de caridad perfecta? En realidad, nadie lo sabe. Pero no parece imposible, puesto que Dios es amor, de alguna manera entonces el amor nos asemeja y acerca a Dios. De lo que sí podemos abrigar alguna esperanza es que un acto así puede ponernos mucho más cerca de la salvación –nos dice el Evangelio que a quien mucho ama, mucho se le perdona–, y ya desde el mismo momento en que lo realizamos nos hace mejores personas y puede tener un impacto a veces imprevisible en la vida de otros, por lo general prójimos, pero también lejanos y desconocidos. Al menos eso es lo que tiendo a creer después de haber visto lo que hizo Luna Reyes sobre la orilla de una playa de Ceuta unos días atrás.

Como se sabe, la última crisis diplomática entre España y Marruecos se ha saldado con una oleada de inmigrantes utilizados como carne de cañón que se desbordó sobre las playas ceutíes, en las que no han sido demasiado bien recibidos. Los venezolanos de estos tiempos sabemos bien lo que se siente al llegar a una tierra extraña, en ocasiones luego de haber sorteado penurias, miedos y sacrificios inenarrables, no pocas veces para ser recibidos con recelo y hostilidad. En estos tiempos pandémicos, el ancestral miedo al extranjero, sobre todo cuando es menesteroso y débil, se ha exacerbado por causa del propio virus y de los discursos racistas y xenófobos disparados desde ciertas tribunas del neopopulismo al uso.

Foto REUTERS JON NAZCA

Por eso el acto de Luna nos resulta tan insólito y conmovedor, tan a contracorriente del instintivo rechazo al forastero que anida en tantos corazones; nos baja del pedestal de nuestras ínfulas y vanagloria para recordarnos que todos somos hermanos, habitantes de un mismo planeta, destinados a convivir y a velar los unos por los otros. De algún modo, como nos hace saber el Papa Francisco, todos somos responsables de todos, y si nos faltaba alguna prueba de ello la pandemia se ha encargado de darnos una sacudida ejemplarizante para hacernos ver que todos somos vulnerables, que nadie está a salvo hasta que todos lo estemos. De manera que el primer deber hacia nuestros hermanos es un deber de caridad: hacer por ellos lo que quisiéramos que hicieran por nosotros.

Pero volvamos al acto concreto de Luna, que tiene más valor que mil palabras. La escena, tan tristemente repetida tantas veces, tiene como marco la desesperación, el caos y la confusión inherentes a un desembarco masivo de inmigrantes subsaharianos, exhaustos y famélicos, en una playa europea. Las pobres almas tratan de llegar a la orilla como mejor pueden, donde les espera una brigada de soldados, algunos ataviados de las temibles armaduras utilizadas para el control de manifestaciones. Los uniformados, en su mayoría, tratan de imponer el orden en medio del desconcierto de la manera autoritaria, insensible e imperiosa que los suele caracterizar (si bien es cierto que algunos también han dejado ver su faceta más humana). Detrás de ellos, un puñado de voluntarios de la Cruz Roja intenta prestar los primeros auxilios. Entonces entra en escena Luna, con la audacia inocente de sus 20 años, que se aproxima a un senegalés al que los soldados acaban de sacar del mar a trompicones.

Foto REDUAN EPA

Luna no duda en acercarse al hombre, esmirriado y de tez oscura, que llora desconsoladamente mientras se recupera del trauma. Se pasa el brazo de él sobre sus hombros y lo acompaña a sentarse sobre una roca de la playa, después le ofrece agua de una botella que lleva consigo. Hasta aquí un acto de socorro como cualquier otro. Lo que sucede después es algo que sobrepasa cualquier acto ordinario de caridad y hasta nos llega a sorprender por insospechado: Luna acaricia el rostro del hombre, le enjuga las lágrimas y luego ambos se funden en un abrazo como el de dos personas que se han conocido y querido toda una vida y que es una de las escenas de amor más revolucionarias y conmovedoras que yo haya podido presenciar en mucho tiempo. Unos días después, interrogada sobre lo ocurrido, ella diría con la mayor espontaneidad y candidez que abrazar a un desconocido en necesidad es la cosa más natural del mundo. No sé si el resto de nosotros podría decir lo mismo. Lo más desconcertante es que el acto de Luna ha generado una desigual guerra de opiniones: una inmensa mayoría alabando su nobleza y unos pocos, pero furibundos racistas y odiadores de oficio despotricando de ella.

Mientras rememoraba, entre conmovido y asombrado, el episodio, trataba de pensar en lo que nos enseña Luna sobre el amor. La respuesta la encontré en un libro del francés Emmanuel Carrère que narra las gestas de Pablo, Lucas y los primeros cristianos. El rasgo que los distinguía, el tipo de amor que se profesaban, dice Carrère, era lo que los griegos llamaban Agápē, que no es ni el amor carnal ni el pasional, que llamaban eros, ni el amor tierno y apacible, y que ellos llamaban filia, de las parejas unidas o de los padres por sus hijos. El Agápē va más allá, continúa Carrère, es el amor que da en lugar de recibir, el amor que se empequeñece en lugar de ocupar todo el espacio, el amor que desea el bien del otro antes que el suyo propio, el amor liberado del ego. 

En definitiva, Luna nos enseñó a todos lo que es el verdadero amor.


*germanbricenoc@gmail.com

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