Héctor Escandell
El avión levantó su gran trompa a las cinco y cincuenta de la mañana rumbo al sur-oriente. Los primeros rayos del sol se colaron por entre las nubes, que hacían de tripas corazón para mantenerse juntas.
El infinito mar pintaba de azul todo el Caribe que cabía por la ventanita de un usado y desgastado Boeing 737-200. En su interior, por las ranuras del caparazón, salían chiripas. Yo las espantaba con el instructivo de seguridad, aunque su contenido no advertía la presencia de bichos como parte de la tripulación. Sin duda, era el inicio de un “feliz” viaje a la periferia.
Al cabo de una hora -un poquito más, un poquito menos- las luces de advertencia se encendieron para alertar el uso del cinturón de seguridad. El aeropuerto internacional Manuel Carlos Piar ya estaba cerca y el aparato comenzó a descender. El puente Orinokia apareció de la nada -imponente-, le hice fotos y admiré la fuerza de sus pilares para soportar la embestida constante del río Orinoco. Ya casi tocando el suelo, observé los signos del óxido en las desoladas industrias básicas. Desde arriba, queda desnuda la propaganda oficial y los intentos desesperados por mostrar una realidad que no existe. Desde las alturas, Puerto Ordaz se deja ver transparente.
Ya en tierra, encendí la señal de mi celular y no funcionó. No había servicio, Movistar no hacía ni pío. Media hora después, estaba en el terminal buscando un carro que me llevara a Tucupita. Me esperaba una jornada de trabajo y un par de días para compartir con -viejos y nuevos- amigos. Las venas abiertas del desastre económico muestran sus múltiples caras en el servicio de transporte. El pasaje costaba un millón de bolívares en efectivo o tres millones por transferencia. ¿Ya saben cuál opción elegí, verdad?
A 15 minutos para las 8 de la mañana, el chófer encendió el motor de su pequeño carrito y, junto a otras tres personas, iniciamos el camino que debía durar unas dos horas, más o menos. En la radio sonaba un programa de miércoles, de cualquier miércoles. El locutor repetía a cada rato: “porque me da la gana”, lo hacía como entrada a una canción o a una participación de los oyentes, que además estaban furiosos porque Movistar seguía sin cobertura.
Las dos horas de camino a Tucupita se me pasaron volando, no sé si por la ansiedad y las ganas que tenía de volver a la cuna del Warao. Lo cierto es que, casi a las once de la mañana, me estaban dejando en una calle desconocida. Atrás había quedado la carretera con fallas de borde, basura y unos cuántos tramos cortados por alcabalas militares que revisaban de pies a cabeza a todo el que pasaba. Ya había dejado también las ventas ambulantes de mango, café, yuca, pescado y chucherías que adornan la orilla del camino cada vez que se atravesaba un pueblito. En fin, ya estaba en Tucupita.
De mi estadía puedo contar que me encontré con un pocotón de gente ocupada en hacer menos tortuosa la crisis. Compañeros de Radio Fe y Alegría que siguen innovando a pesar de estar cansados de comer lentejas. Me sorprendió la apuesta que están haciendo por contar la vida deltana en televisión. Puedo decir que fui testigo de los primeros pasitos de “Kaina tv”. ¡Qué maravilla!, ahora tendremos “nuestra televisión” como se traduce en castellano.
Quedé absolutamente sorprendido de los niveles de vinculación de la radio con la población Warao y la incomodidad que esto causa en algunos sectores. La radio de la gente se vive en Tucupita. La construcción de esperanza es una rutina consolidada en estos panas. No hay problema que los detenga, van pa’ lante y van contando la dura realidad de los caseríos, empeñados en mantener viva la cultura Warao y la dignidad de los que resisten en medio de la selva y los caños.
Pero también, es impresionante el nivel de dependencia de la mayoría a los empleos gubernamentales. En una tierra tan fértil y bondadosa, son escasas las empresas privadas que se mantienen abiertas y en plena capacidad productiva. Quizás, la inseguridad sea una de las responsables.
En Tucupita me reencontré con mi río querido, el Orinoco, que comienza a despedirse en esta zona. Así como muchos compatriotas también lo hacen en el Catamarán, que desde hace algunos años sirve de transporte fluvial y marítimo hacia Trinidad y Tobago. En esta tierra también me enfrenté a la cruda realidad de las comunidades indígenas que sobreviven a la intervención minera y el desamparo institucional. “En los caños no hay nada, ahí no hay medicinas, no hay maestros, no hay alimentos. Lo peor es que muchos ya dejaron la siembra y la pesca por un salario de la alcaldía que no les da para comer”, relató un habitante de la capital que nació en pleno ramaje fluvial. “Allá, de donde soy yo, se siente la brisa del océano. En la noche, se escuchan las olas” me contó con cierta nostalgia.
En este viaje a la periferia, debo decir que otra vez la realidad del país me sobrepasó. Las nuevas fronteras de la exclusión parecen imponentes por estos lares.
Por cierto, durante mi viaje express fue noticia el rapto y robo de unos contratistas chinos encargados del proyecto arrocero de Tucupita. Unos malandros los atraparon en la casa y se llevaron sus carros, según pude leer en una nota que después publicó Radio Fe y Alegría. Lo curioso del asunto es que a esa hora se hacía el cotidiano despliegue de seguridad en el centro de la ciudad. ¡Qué barbaridad!
Otras tantas cosas más pasaron esta semana de visitas al sur-oriente, pero me quedo con el contraste y la alarma que se enciende sobre una zona que poco a poco se va alejando de la mitología indígena y se acerca peligrosamente a las barbaridades del rentismo fracasado.
De Guayana ya escribiré más, es mucho con demasiado, diría un amigo. Por ahora, voy cerrando este relato en el mismo aeropuerto Manuel Carlos Piar que me recibió hace una semana, pero ahora, bajo un torrencial aguacero y con el vuelo de Rutaca “demorado”.
Fuente: http://puntodecorte.com/tucupita-esperanza-olvido/