Por Alfredo Infante, s.j.*
San Ignacio de Loyola, en los Ejercicios Espirituales, nos invita a meditar sobre cómo las tres divinas personas contemplan la redondez de la Tierra.
Esta mirada amorosa de Dios sobre la creación es empática y logra captar la pluralidad de situaciones que viven los seres humanos: unos lloran, otros ríen; unos mueren, otros nacen; unos en guerras, otros en paz; unos amando, otros odiando; unos trabajando por la justicia, otros cometiendo grandes injusticias; unos cuidando la casa común, otro destruyendo nuestro planeta, todas las fronteras existenciales y sociales, con sus paradojas y conflictos tocan las entrañas de la Comunidad Divina y la conmueven:
He visto la humillación de mi pueblo. He escuchado sus gritos. Conozco sus sufrimientos. El clamor de los hijos de Israel ha llegado hasta mí. He visto cómo los egipcios los oprimen. (Ex 3,6-7)
Desde esta empatía de Dios hacia la humanidad, surge una profunda compasión que conmueve el corazón de Dios, uno y Trino, y, en el interior, entre las tres divinas personas, San Ignacio nos propone considerar un diálogo, una deliberación, que concluye con una firme decisión: “hagamos redención del género humano”.
Para tan importante misión, a lo largo de la historia de la Salvación, Dios va enviando mensajeros como Abraham, Moisés y los profetas, entre tantos otros, hasta que, finalmente, envía al ángel Gabriel a dialogar con una joven llamada María, quien con su “sí” abre a la humanidad el camino de la salvación. Así, por obra y gracia del Espíritu Santo y, el fiat de la humanidad en María, el mismísimo Hijo de Dios se encarna. Nos dice el evangelio de Juan:
Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos su gloria, gloria del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad… (Jn 1,14)
(…) porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su hijo unigénito, para que todo aquel que cree en Él, no se pierda, sino que tenga vida eterna (Jn 3,16)
Vemos cómo el diálogo, la deliberación, la participación y el discernimiento, que se da a lo interno de la Comunidad Divina (Padre, Hijo y Espíritu Santo) concluye en una determinación salvífica y amorosa de salir al encuentro directo de la humanidad: el Hijo se encarna para ser la luz del camino que conduce a la vida, a la plenitud de la humanidad.
Por todo esto, Karl Rahner, s.j. gran teólogo alemán del siglo XX, afirmaba que la Trinidad que sale a nuestro encuentro para salvarnos es la Trinidad inmanente, y la Trinidad inmanente es la que sale a nuestro encuentro en el Hijo, por la gracia del Espíritu Santo, es decir, conocemos a Dios, porque en su Hijo Jesucristo se nos ha revelado: “el Padre ama al Hijos y ha puesto todas las cosas en sus manos” (Jn 3,35). Y, a su vez, la misión del Espíritu es guiarnos en la misión de ser continuadores de la misión de Cristo en el mundo:
(…) Y cuando venga el Espíritu de la verdad, los guiará en todos los caminos de la verdad. Él no viene con un mensaje propio, sino que les guiará lo que escuchó y les anunciará lo que ha de venir (Jn 16,13)
Sin embargo, hay que estar conscientes de que Dios es siempre mayor, que su amor y luz nos rebasa, como poéticamente dice el salmista “en tu luz vemos la luz” (Sal 36,9).
Pero, es gracias al Corazón del Hijo único Jesucristo, por la gracia del Espíritu Santo, que accedemos al misterio luminoso y siempre mayor del Padre, y es en el amor al prójimo, haciéndonos hermanos como el buen samaritano, que accedemos al Corazón de Jesús (Lc 10, 30-37) y, muy especialmente, en la solidaridad con el más pobre (Mt 25,40).
A Dios lo conocemos porque viene a nuestro encuentro para salvarnos en el corazón de Cristo por la gracia del espíritu Santo, pero nunca llegamos a conocerlo plenamente, porque Él es siempre mayor, su amor y su luz nos rebasan y, nos sostiene.
Y, de todo este breve recorrido, nos queda claro que Dios es amor, uno que se entrega, que empatiza, que acompaña, un amor que dialoga, que delibera, que discierne, y, de manera participativa y corresponsable, también decide salir de sí para salvarnos.
De la comunión entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, brota la misión salvífica de Dios. Por tanto, ser continuadores de esa misión salvífica de Dios, nos pide una conversión, de modo tal que, la participación, la deliberación, el discernimiento, la comunión, el caminar juntos y salir al encuentro del otro, sea nuestro modo de proceder personal, familiar y eclesial.
De igual modo, en el ámbito social y político, desde nuestra fe en Dios Uno y Trino, no podemos avalar las autocracias, las dictaduras y los abusos de poder. Por el contrario, ser imagen y semejanza de un Dios Trino, unidad plural, implica apostar por procesos de participación, de deliberación y de construcción del bien común. De lo contrario, nos estaríamos tomando el nombre de Dios en vano.
Queridos hermanos y hermanas, si nos tomamos responsablemente nuestra fe, en el Dios Uno y Trino, unidad en la pluralidad, el camino hacia la gloria es caminar hacia modelos de relación y convivencia más participativos y democráticos, que exorcicen de nuestros corazones el autoritarismo y el abuso de poder, y no nos podemos resignar porque “la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado” (Rm 5,1-5)