“Los que vivís seguros en vuestras casas caldeadas, los que os encontráis, al volver por la tarde, la comida caliente y los rostros amigos:
Considerad si es un hombre quien trabaja en el fango quien no conoce la paz quien lucha por la mitad de un panecillo quien muere por un sí o por un no.
Considerad si es una mujer quien no tiene cabellos ni nombre ni fuerzas para recordarlo vacía la mirada y frío el regazo como una rana invernal.
Pensad que esto ha sucedido: os encomiendo estas palabras. Grabadlas en vuestros corazones al estar en casa, al ir por la calle, al acostaros, al levantaros; repetídselas a vuestros hijos.
O que vuestra casa se derrumbe, la enfermedad os imposibilite, vuestros descendientes os vuelvan el rostro”.
Primo Levi, Si esto es un hombre.
Entre los múltiples objetos que conforman la sobrecogedora colección del Museo del Holocausto en Washington DC, hay uno que me resulta particularmente inquietante. La pieza dista mucho de ser única, pues es posible encontrarla en diferentes contextos en los distintos museos regados a lo ancho del mundo para conmemorar la Shoah. Hace poco vi en un documental sobre Anna Frank que, en el Memoriale de Milán, se ha recreado incluso toda la estación desde la que partían los ferrocarriles. El artículo en cuestión se trata de un vagón de tren para transporte de carga o ganado, apenas una rústica armazón cúbica de tablas sobre un bastidor, pintada de un peculiar color rojo carmesí. Este al que me refiero está instalado dentro de un recinto penumbroso y se le han adosado unas pasarelas de madera que permiten acceder a él por una de sus puertas, permanecer en su negro interior, y atravesarlo saliendo por el otro lado.
Para cualquiera que haya leído los testimonios de las víctimas de los campos de concentración nazis la experiencia es aterradora. Dentro del estrecho habitáculo, cuya única comunicación con el exterior son unos ventanucos minúsculos atravesados por barrotes, reina una oscuridad espectral y circula una extraña brisa impregnada de un indescifrable olor: el olor de la muerte. Hay quienes sostienen que la maquinaria de exterminio se ponía en marcha apenas se cerraba la puerta del vagón y echaba a andar el tren, pues las condiciones de hacinamiento, insalubridad, hambre y temperaturas extremas eran tan inhumanas que buena parte del pasaje fallecía en el propio viaje[1].
Esta ominosa antesala al infierno fue la última visión que tuvieron en sus vidas muchos de los deportados hacia los campos de concentración (campos de destrucción, los llamó con más propiedad el mismo Primo Levi), la inmensa mayoría de ellos judíos europeos. Quizás alguien recuerde que asomarse a través de uno de esos ventanucos -o al menos así lo ha recreado Steven Spielberg en su memorable cinta historiográfica- fue lo que salvó la vida de Itzhak Stern, el célebre contable de Oskar Schindler, a quien se atribuye haber redactado la famosa lista homónima que a su vez salvó la vida a cientos de judíos polacos.
A cada uno de los visitantes del museo washingtoniano, a manera de boleto de entrada y para hacer más vívida la experiencia testimonial, se le entrega una especie de carta de identidad que contiene la historia personal de alguna de las víctimas del Holocausto. No debemos olvidar que uno de los propósitos de los nazis al llevar a cabo la Solución Final, no solo era el exterminio físico de los judíos europeos y otros epecímenes que su degenerada ideología consideraba indeseables, sino también su aniquilamiento espiritual y factual, mediante la eliminación de cualquier rastro de la existencia de esas personas, hasta de su propio asesinato. Al horrendo crimen de la aniquilación física, se unía el igualmente aterrador crimen de la eliminación, ocultamiento y desaparición de cualquier evidencia de las atrocidades y, en consecuencia, de sus propias víctimas. De manera que la susodicha carta de identidad tiene un propósito solemne.
Yo, al entrar al museo unos años atrás, recibí en mis manos el delicado encargo de honrar la memoria de Valtr Krakauer, nacido el 20 de Julio de 1908 en la pequeña ciudad de Hódonin, a la vera del río Morava, que también viera nacer en 1850 a Tomáš Garrigue Masaryk, primer presidente de la Checoslovaquia independiente. Valtr era el cuarto de seis hermanos nacidos en el seno de una familia judía de pequeños comerciantes de ropa y lencería. Los Krakauer pertenecían a la minoría bilingüe de ancestros alemanes, por cuyos derechos, irónicamente, los nazis dijeron abogar como pretexto para la ocupación de los Sudetes y poco después de toda Checoslovaquia. Valtr asistió a la escuela alemana y jugaba al fútbol para el equipo Maccabi de la comunidad judía. Después de graduarse de la secundaria, decidió inscribirse en una escuela de diseño de modas de la vecina ciudad de Brno, con la idea de darle más lustre al negocio familiar.
Concluidos sus estudios, fundó en la misma Brno una pequeña fábrica de confección de ropa a la vez que veía con estupor cómo la ominosa sombra del nazismo se iba cerniendo sobre la vecina Austria y amenazaba ya a su propio país. Anticipando que Checoslovaquia caería pronto bajo la égida de Hitler, decidió hacia mediados de 1938 hacerle caso a su intuición y emigrar a Palestina junto con su primo Erwin. Podría decirse que se salvó por los pelos, pues Alemania se anexaría el territorio de los Sudetes en octubre de 1938 y terminaría de ocupar Bohemia y su natal Moravia en marzo de 1939.
Valtr, mientras tanto, seguramente después de una travesía llena de penurias e incertidumbre, había conseguido llegar a salvo al puerto de Haifa y desde allí se unió a un asentamiento de colonos judíos en el valle de Beth-Shean (en las cercanías de lo que fue la antigua ciudad de Escitópolis -capital de la Decápolis grecorromana- destruida por un terremoto en el año 749 cuando había pasado a dominio musulmán y cuyas pétreas ruinas perduran todavía), entre los apacibles montes de Galilea, que más tarde se convertiría en el Kibbutz Kefar Ruppin.
Pero Valtr era un hombre valiente y lleno de determinación y la vida bucólica y pastoril no lo satisfizo, así que en 1943 se alistó en las Brigadas Judías que lucharon junto con las fuerzas británicas en la reconquista de Italia, desde 1943 hasta el fin de la guerra en mayo de 1945. Después de la guerra se enteraría de que tres de sus hermanos habían muerto en los campos de concentración, una suerte que seguramente él mismo hubiera corrido de no haber escapado a tiempo. Valtr, sin embargo, pudo regresar a su pueblo moravo para velar por su madre enferma y el testimonio de su vida ha llegado hasta nosotros.
Ya decíamos que eso era justamente lo que los nazis pretendían: no solo asesinar a millones de personas a sangre fría, sino borrar todo vestigio de su existencia de la faz de la tierra. Borrar sus vidas y borrar sus muertes, incluso borrar toda evidencia del genocidio. Y, sin embargo, henos aquí ochenta años después: cada 27 de enero se conmemora la liberación de Auschwitz por el Ejército Rojo en 1945. Rememoramos a las víctimas y hacemos memoria de unos hechos que, por infames, no deben olvidarse jamás, con la esperanza de que nunca vuelvan a ocurrir (“cuando llega el odio es demasiado tarde”, solía decir Elie Wiesel, uno de los voceros más emblemáticos entre los supervivientes)[2]. Mientras los verdugos yacen en el olvido de la ignominia: ese parece el castigo de los malvados, más temprano que tarde, caen en el olvido; la luz de los justos brilla por toda la eternidad.
NOTAS
[1] EL PAÍS
https://elpais.com/babelia/2025-01-24/el-insondable-pozo-negro-del-exterminio-nazi.html
[2] EL PAÍS
https://elpais.com/diario/1992/12/18/cultura/724633204_850215.html
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