Por Gonzalo Oliveros
Un Magistrado colombiano, que me honra con su estima, me reclama una de mis pasadas barras. Aquella en la cual utilicé ese término y el de magistrados, para referirme a quienes, en la más alta instancia judicial caraqueña, deciden favorablemente cuanta solicitud haga la usurpación.
No hay en la administración pública, allá y aquí, posición más emblemática que esa. La de juez o magistrado. Quien ella ejerza está obligado a ser imparcial, no a parecerlo. En cualquier caso, solo tendrá efectivamente tal condición si en efecto lo es.
Quienes, privilegiando sus opiniones políticas o personales, deciden una causa, tendrán el título y hasta el cargo, pero no lo serán. Serán otra cosa. Se sentencia para aplicar la ley, impartiendo justicia. Inhibiéndose cuando en derecho corresponde. Resolviendo el conflicto y no creándolo.
Lo que ocurre en Venezuela es responsabilidad de muchos. En buena medida ella sobre los hombros de quienes, ejerciendo la función jurisdiccional, han privilegiado sus posiciones políticas en desmedro de la recta aplicación de la justicia.
Desde mucho antes de finales del 2015, jueces y magistrados venezolanos se prestaron para trastocar la democracia. Y, lamentablemente, tuvieron éxito en su labor. Si ellos a través de sus sentencias hubieren puesto reparo al ocupante del Palacio de Miraflores, quizás la situación nacional sería otra.
Meditando lo afirmado por el Magistrado colombiano, pareciere que él tiene razón en su afirmación.
Sirva lo que nos ocurre en mi país como corolario de que la política no debe entrar al recinto judicial. En nuestro caso, la democracia salió espantada.