Por Jesús María Aguirre, s.j.*
El más reciente artículo del economista y jesuita francés Gaël Giraud publicado por La Civiltà Cattolica, que ha servido de inspiración para este artículo, ofrece afirmaciones trascendentales para nuestra humanidad. Y es que, a pesar de los múltiples desequilibrios, la solidaridad y la cooperación prevalecen
Cada siglo tiene sus marcas, y el pasado quedó con dos heridas profundas, producto de las dos guerras mundiales. ¿Aprendió algo la humanidad con ellas? Creeríamos que sí, si nos atenemos a los esfuerzos por consolidar las organizaciones mundiales como la Organización de las Naciones Unidas (ONU) en 1945 o para frenar la proliferación de armas nucleares con algunos tratados entre las potencias, especialmente el TNP (Tratado sobre la No Proliferación de las Armas Nucleares) firmado en 1968 que entró en vigor el 5 de marzo de 1970 y posteriormente el 11 de mayo de 1995 se prorrogó indefinidamente.
Sin embargo, a todos nos son conocidos los desequilibrios mundiales, la fragilidad de un sistema internacional, todavía basado en un Consejo de Seguridad, sometido al veto de las potencias y las controversias entre éstas y los Estados deseosos de dotarse de armamentos nucleares. Por eso agudamente apunta el papa Francisco que “vivimos una tercera guerra mundial por etapas”, alimentada de extremismos y terrorismos.
Si bien el siglo XXI se estrenó con cierta euforia globalizadora, basada en los avances de las tecnologías y digitales y la expansión del comercio mundial sin fronteras, pronto sonaron las alarmas con el desastre económico y social de la primera década, y posteriormente con la pandemia del COVID-19 en la segunda. El estallido provocado por la crisis financiera del año 2007, con epicentro en Estados Unidos ha sido “la peor crisis económica global de la historia de la humanidad”, en palabras de Pascal Lamy, Director General de la Organización Mundial de Comercio (OMC).
En la búsqueda de soluciones alternas, economistas de la talla de Gäel Giraud, tras revisar las causas que ocasionaron el desastre de Lehmann Brothers y las inmobiliarias, arrastrando a la economía mundial, en sus análisis coinciden en que las diversas imprudencias derivaron de procedimientos injustos, jugando con dinero de otros, en que ganan quienes toman las decisiones con más poder e información y pierden los demás.
En los sucesivos estudios “La ilusión financiera” y “20 propuestas para reformar el capitalismo”, este último realizado en cooperación con la economista Cecile Renouard, proponen considerar el dinero como “bien común”. Inspirados en el trabajo de Elinor Ostrom, proponen que el dinero sea gestionado como un bien común con el que financiar el proceso de transformación ecológica de las economías a una tasa de interés razonable.
Giraud vincula así la preocupación económica con la medioambiental, porque tampoco hay lugar a mucha duda respecto a que ya estamos consumiendo más de lo que la Tierra soporta con un productivismo contaminante. Y eso que todavía queda la mitad de la humanidad por llegar a los mínimos. Esta doble preocupación proveniente del humanismo cristiano, es decir, por la calidad de las relaciones personales y sociales resultantes y por nuestra relación con el medio ambiente, evocan los temas que el papa Francisco aborda en sus encíclicas –Laudato Sí’ y Fratelli Tutti– cuando asocia el tema de la cuestión económico-social con el ambiental.
La segunda alarma, a la que nos referimos, es la que llevamos viviendo desde el final de esta década con la pandemia que ha resquebrajado y removido no solamente las bases de la atención de la salud mundial, sino por derivación a la misma economía productiva, con unas consecuencias desastrosas para la mayoría de la humanidad y más aún para los países más pobres. De nuevo, siguiendo la pista de Gäel Giraud1 estamos conminados a aprender una lección indiscutible de la pandemia, que es la necesidad de considerar la salud, como el aire y el clima: “bienes comunes”, cuya atención y cuidado no pueden ser sino cooperativos y universales.
De ahí la importancia de renovar el sentido de la Casa Común, por utilizar una expresión del papa Francisco, y apuntalar las instituciones internacionales que la hagan sustentable, pues el planeta es solo uno, los virus no respetan las fronteras y el crecimiento tiene sus límites.
*Doctor en Ciencias Sociales. Profesor Titular en la UCAB. Coordinador de Publicaciones del Centro Gumilla y miembro del Consejo de Redacción de la revista SIC.
Nota:
1) Giraud, G.: “Cosmopolítica. Por qué necesitamos creatividad institucional”. La Civiltà Cattolica. (8 octubre de 2021). Disponible en: www.laciviltacattolica.es