Por Luis Ovando Hernández, s.j.*
Existen personas que se creen con el derecho de despreciar a sus semejantes, bien porque apoyan esta “miopía” en motivos estéticos o físicos, materiales o ideológicos, e incluso religiosos.
Sobre esto último —circunscribiéndonos únicamente al cristianismo—, no es raro cruzarnos con cristianos con actitudes despectivas para con sus semejantes porque no son devotos, o lo son poco, o porque son pecadores imperdonables, no asisten a misa, son divorciados vueltos a casar, y un largo etcétera.
En el ámbito de la asamblea cristiana, algunos se dedican a levantar muros morales, de manera de poder diferenciarse de los otros por considerarlos “impuros”. Este estatus de impureza—según la mentalidad de los primeros—es imposible de superar incluso por la misericordia divina, de manera que no quede otra vía de relación que no sea la crítica, el juicio y el menosprecio.
Lamentablemente, estoy seguro de que nos hemos cruzado con este tipo de cristianos, con quienes tenemos que lidiar si queremos efectivamente construir la comunidad cristiana.
El evangelio de Lucas suele colocarnos ante “dos modelos diametralmente opuestos”, con la intención de transmitirnos lo más claramente posible su mensaje, de modo que, además de vernos reflejados en uno de los dos, o una mezcla de ambos, también nos decidamos por uno de ellos. Este “método” volverá a repetirse en la liturgia del próximo domingo.
La clave de lectura del pasaje nos la ofrece el mismo evangelio, al comienzo: Jesús dirige la parábola a aquellos que se consideraban justos a sí mismos, y de allí se permitían despreciar a los demás.
El fariseo
Es el “separado” de los demás, porque, a diferencia de los otros, es un fiel cumplidor de la Ley religiosa en su más mínimo detalle. Él conoce las normas, y las cumple a pie juntillas. No se junta con pecadores ni gente de mala fama o condición.
En la parábola se dice que subió al templo, para rezar; está orgulloso de sí mismo, es consciente de ser un “buen religioso”, sigue rigurosa y metódicamente sus deberes. De ello está claro.
Este regodeo interior se ve confirmado por la presencia en el templo de un publicano (es decir, se trata de un judío, empleado por el Imperio romano como recaudador de impuestos, que exprime a su misma gente mientras roba a su “empleador”, y todo esto lo hace públicamente, pues ha perdido completamente su dignidad).
Por consiguiente, el fariseo tiene razones para estar erguido frente a Dios. Es de los buenos y, al compararse con el otro, concluye que no solo es justo y bueno, sino que no es como el otro, o sea, un pecador.
El publicano
Representa al pecador por antonomasia, por lo dicho anteriormente.
Este hombre no va más allá del ingreso; se queda atrás. Este hombre no es capaz de levantar la mirada. Este hombre tiene una plena conciencia de sí mismo, y por consiguiente de Dios: “ten compasión de mí, porque soy un pecador”.
Es una especie de jaculatoria, de mantra que denota lucidez de sí, pues reconoce su condición pecadora, y de Dios, porque está firmemente convencido de que su compasión divina lo alcanzará.
El Señor Jesús concluye su narración afirmando que el publicano volvió a su hogar justificado, perdonado. Lo mismo no ocurrirá con el fariseo. Me parece que la moraleja es bastante clara. Ojalá Jesucristo no conceda la gracia de poder recorrer el camino de la inclusión, que supera toda moral, asumiendo la actitud del publicano: conciencia de la propia condición humana, y conocimiento de Dios y su misericordia ilimitada, de manera que podamos suplicar convencidos: “ten compasión de este pecador”.