Luisa Pernalete
La maestra Patricia ya se alistaba para irse a una escuela de Fe y Alegría, ubicada en La Vega, pero recibió una llamada de Marta, la directora: “no vengas, suspendimos clases porque las bandas están enfrentadas. Hubo un muerto ayer cerca del colegio. Ya se sabe qué viene después”, dijo Marta con voz de preocupación.
Sí, “ya se sabe qué viene después”, es como ver una película repetida: primero el problema, luego el muerto de un bando, después la venganza, movilización de motorizados, a veces encapuchados, luego el tiroteo –que puede ser a cualquier hora- después otra venganza, más muertos, más miedo y la historia no tiene final, y si lo tiene, no será feliz.
Inocentes, actores de reparto, que simplemente aparecen por casualidad, pueden ser víctimas… Así se aprende en algunas escuelas venezolanas. Pero las balas no dejan escuchar los cantos, ni los cuentos, ni el himno nacional. Por eso hay que suspender las clases.
¡Qué de cosas pasan en este país! Se entiende que se suspendan partidos de beisbol por lluvia; no debiera faltar el agua, pero se entiende que se suspendan clases por falta de agua; en los últimos años se han suspendido las clases muchas veces por elecciones, no se justifica, pero “son órdenes superiores”. Pero, ¿cerrar las puertas de una escuela por balas? ¿Y es que estamos en Siria acaso? ¿Cuál guerra hay en Venezuela que impide a los niños ir a su colegio a causa de tiroteos?
Hace un año, en La Victoria, una comunidad popular de San Félix, los niños y niñas fueron sorprendidos por un intercambio de disparos. Era temprano, las 7 de la mañana. Alumnos de la mano de sus padres, corrieron atemorizados, no hubo clases en las dos escuelas del barrio, que quedan en la cuadra del suceso. Los violentos han cambiado de costumbres. Antes, los tiroteos eran los fines de semana, y normalmente de noche, ahora también los delincuentes madrugan.
Cuando escribía estas líneas, me enteré de otro suceso: el padre de una maestra de esa escuela de La Vega, había recibido un tiro en pleno día. ¡Qué guerra más desigual!
Es difícil ser educador en esos entornos. Esas maestras necesitan ayuda, esos niños necesitan ayuda y protección. De esta guerra no nos salimos solos. Pero, “¿Quién dijo que todo está perdido?”.
Marta y su equipo no hablan de renunciar, no se paralizan, su expresión ante la situación fue: “¡Hay que hacer algo!”. Esas actitudes valientes y generosas son las que animan y generan esperanza.
¿Alguien más quiere hacer algo?