Por Álvaro Guzmán
Un análisis de la actualidad internacional a través de artículos publicados en medios globales seleccionados y comentados por la revista ‘CTXT’
La primavera de 2019 rejuveneció de golpe. Se le puso cara de 2011. En apenas diez días, cayeron dos líderes de países del Norte de África. Dos regímenes autoritarios que todos los expertos daban por bien pertrechados. Como entonces a Ben Alí y Mubarak, en Túnez y Egipto respectivamente, la presión popular en las calles se ha llevado por delante ahora en Sudán y Argelia a Omar al Bashir y Adelaziz Buteflika, que sumaban entre ambos medio siglo al frente de sus países.
La presión popular, traducida en movilizaciones pacíficas sostenidas durante meses, ha surtido efecto. En Argelia, el catalizador del levantamiento parece haber sido la decisión del régimen de imponer a Buteflika para un quinto mandato pese a que el ya expresidente, de 82 años y en el cargo desde 1999, llevaba más de un lustro sin hablar públicamente. Tras arreciar las protestas, Buteflika cedió primero a medias, anunciando que no se presentaría a la reelección. Pero esa victoria parcial si acaso insufló entusiasmo a la población volcada en las calles, que reclamó su dimisión inmediata hasta lograrla.
El 11 de abril, el presidente provisional Abdelkader Bensalá anunció elecciones para julio, esta vez sin el concurso de Buteflika. Pero queda mucha tela que cortar: el nombramiento de Bensalá fue recibido con multitudinarias protestas estudiantiles. Se sospecha de las lealtades del presidente interino, que lideró el Senado durante 17 años y al que no se presume demasiado interés en atajar las redes de poder clientelar que dominaban el país bajo el mandato de Buteflika.
En Sudán, Omar al Bashir probó todos los trucos del manual del tirano en su batalla por mantener el poder durante el casi medio año de protestas: impuso un estado de emergencia, nombró a oficiales de seguridad como gobernadores de varias provincias, prometió diálogo nacional mientras sus tropas disparaban y apaleaban a los manifestantes, que pedían el fin de su mandato de treinta años. Pero el pueblo le echó un pulso definitivo en forma de acampada masiva en torno a su residencia en Jartum que duró cinco días, hasta que el Ejército dijo basta. Para el miércoles, Al Bashir dormía en la cárcel y su sucesor, un alto cargo del Ejército y cabecilla del golpe contra él, había dimitido también.
Con sus diferencias –Sudán es un país con un pie en el África subsahariana y otro en el mundo árabe, del que Argelia es bandera–, las crisis de ambos países comparten un sustrato económico y unas degeneraciones políticas que hacen pensar en un efecto contagio similar al que tuvo lugar hace apenas siete años, cuando las ansias de libertad corrieron como la pólvora por la región.
El poder en la sombra
Lejos de resultar suficiente, la marcha de Buteflika bien podría ser un punto de inflexión para los cambios mucho más profundos que ansía el pueblo argelino, que no ha abandonado las calles desde finales de febrero: así lo cuentan en Le Monde Diplomatique Akram Belkaïd y Lakhdar Benchiba, quienes ponen el acento en las críticas al entorno de Buteflika, en especial sus hermanos, Said y Nacer. Los manifestantes, cuentan, exigen en fin del régimen de Buteflika en su conjunto, y el establecimiento de una Segunda República. Muchos demandan una Asamblea Constituyente. Ante todo, ponen encima de la mesa una pregunta: ¿quién corta el bacalao en Argel?
“El movimiento no tiene precedentes. Desde la independencia, en julio de 1962, Argelia no veía protestas como estas, pacíficas y extendidas por todo el país, incluidas las ciudades del sur”, escriben los periodistas argelinos, en un texto que aúna la crónica sobre el terreno con el análisis político de altos vuelos. “Cada viernes, al arrancar el fin de semana, cientos de miles de personas marchan por las calles, al grito de ‘Silmiya’ (pacífico). Las protestas aúnan a gente de todas las edades, especialmente jóvenes, que hasta ahora habían mostrado poco interés en la política. Otros días, se mantiene la iniciativa mediante sentadas y marchas con abogados, investigadores, académicos, periodistas y funcionarios jubilados”.
Para los autores, los argelinos llevan años preguntándose quién les gobierna de verdad, ante un Buteflika enfermo y desaparecido de la vida pública. “Todo termina redundando en la identidad de los décideurs (los que toman las decisiones), un término utilizado por primera vez por Mohamed Boudiaf, cofundador del FLN (Frente de Liberación Nacional), a su regreso del exilio en enero de 1992”. El exlíder opositor utilizó el término para justificar su pacto con el diablo en forma del régimen que había vilipendiado durante años, y aceptar así un cargo gubernamental en un momento clave, sin revelar quiénes se lo habían pedido, y que siguen haciendo y deshaciendo en el país magrebí.
“Nadie sabe a ciencia cierta quiénes son, ni cómo, o después de qué negociaciones, los ‘Eneristas’ decidieron ponerle fin a la Primavera Argelina –la transición democrática que arrancó después de las revueltas de octubre de 1988, cuando las tropas dispararon sobre cientos de jóvenes manifestantes (la cifra no oficial de muertos fue de 600)”–, señalan. “El Gobierno había presentado varias reformas, incluida la autorización de un sistema de partidos y la liberalización de los medios. La crisis de hoy es igualmente opaca, aunque las circunstancias sean diferentes. Una pancarta portada por un manifestante en Argel en marzo rezaba: ‘¿Quién mueve los hilos de la marioneta Buteflika?’.
Otra se preguntaba: ‘¿Por qué deciden los décideurs?’. Estas preguntas no son nuevas. Para encontrarles respuesta, es útil recordar cómo consolidó Buteflika su poder personal en el corazón del régimen”. Los periodistas apuntan a una serie de empresarios cercanos al hermano del expresidente, Said Buteflika, incluyendo algunos cuyas empresas eran modestas en los 2000, pero han crecido gracias a contratos adjudicados por un Estado que ha redistribuido los ingresos del petróleo para alimentar “el capitalismo de connivencia”. Los décideurs, así, serían oligarcas que quitan y ponen primeros ministros y reclaman programas de privatizaciones, incluido en el sector de la energía. Son, huelga decirlo, los primeros interesados en minimizar los cambios, también tras la caída de Buteflika.
Pero no lo van a tener fácil. “Desde el 22 de febrero, fecha de la primera gran manifestación, se hizo evidente que Argelia está gobernada por una regencia”, apuntan Belkaïd y Benchiba. “El movimiento demanda ahora un cambio de régimen que vaya mucho más allá de la retirada del clan del presidente. El eslogan ’Yatnahaw ga’ (que se vayan todos) está por todas partes”. La resiliencia de las manifestaciones ha demostrado, concluyen, “que los partidos de la alianza presidencial, los oligarcas y las organizaciones de masas serviles al régimen no pueden impedirle al pueblo que tome las calles, ni siquiera pagando a matones para que alteren el orden en las marchas. La cantinela de la ‘desestabilización’ exterior no ha convencido al pueblo argelino, habitualmente sensible a cuestiones de soberanía. Es hora de que el Ejército termine el viraje dejando de lado la política”.
La revolución no será violenta
El pueblo sudanés es tozudo. Una y otra vez, se empeña en demostrar que es posible derrocar a un régimen opresor sin recurrir a la violencia. En The New Yorker, el escritor ganés Anakwa Dwamena relataba la extraordinaria historia de Sudán, un país que, desde su independencia en 1959, ha logrado tumbar a sendos gobiernos autoritarios, en octubre de 1964 y abril de 1985. El texto, escrito semanas antes de la caída de al-Bashir, ofrece una mirada larga a los antecedentes de la revuelta contra el presidente, que llegó al poder en 1989 aupado por un golpe que dio inicio a la Revolución Islámica en su país, que hoy ocupa el puesto 167 de 189 en el ranking de desarrollo de las Naciones Unidas, y se ha visto superado por una crisis en torno a la subida en el precio de los alimentos, medicinas, combustibles y transporte.
Dwamena acude a uno de los líderes de la revuelta del 64, el ahora profesor emérito de la Universidad de Missouri Abdullahi Ibrahim, para analizar la fortaleza de la rebelión que terminó por tumbar a Al Bashir. “Esta gente lleva en el gobierno treinta años y nunca se habían enfrentado a una amenaza como esta”, declara Ibrahim, que señala orgulloso que el legado de su revolución de los sesenta está a buen recaudo entre los jóvenes que hoy ponen en solfa al régimen sudanés. “‘Ni siquiera es comparable a la de los rebeldes de las montañas de Darfur”, añade, en referencia a la región en la que se llevó a cabo una campaña de asesinatos y violaciones masivas contra civiles entre 2003 y 2008, por la que la Corte Penal Internacional de la Haya tiene en busca y captura a Al Bashir.
Las protestas se han minimizado en los medios como ‘revueltas por el pan’ o un coletazo de la primavera árabe”, escribe Dwamena, que detalla a través de una de sus víctimas la feroz respuesta del régimen de Al Bashir a las protestas que arrancaron en diciembre de 2018. “Pero ambas descripciones suponen una lectura errónea de la situación en Jartum. Sudán tiene una larga historia de desobediencia civil pacífica (…). Para mucha gente en Sudán, el gobierno actual, que llegó al poder tras un golpe que anuló los avances de las protestas civiles de 1985, siempre ha sido un error a corregir”.
Según el escritor, lo que subyace tras las protestas es una concatenación de factores, entre los que priman los económicos. “En los años del boom petrolero, entre finales de los 90 y los 2000, había un contrato implícito entre el gobierno y las clases altas: al gobierno se le dejaba en paz a cambio de que mantuviera grandes subsidios a la producción de petróleo, el pan y la protección de la violencia”, señala. “Una economía tambaleante ha hecho de cada vez más sudaneses, no sólo las clases bajas, víctimas de la economía de Estado militar. Casi la mitad de la población vive por debajo del nivel de la pobreza, de acuerdo con las últimas estimaciones, y la inflación ha subido un 30% en relación con el año pasado. Con la respuesta de mano dura del gobierno a las protestas, más gente ha caído víctima de la violencia del Estado”.
Sin puertas al campo
En ese contexto, resulta casi milagroso que los manifestantes hayan logrado desembarazarse del cabecilla de la deposición de Al Bashir, el exministro de defensa Awad Ibn Auf, practicante del cambio estilo Gattopardo. Ibn Auf se había erigido en un principio en líder de un gobierno militar “de transición” que iba a durar la friolera de dos años.
Como cuenta la BBC, los manifestantes siguieron en las calles durante cuatro días tensos y sangrientos tras el derrocamiento de al-Bashir, acampando a las puertas del cuartel general del ejército de Jartum hasta forzar la salida de Ibn Auf. “Los manifestantes celebraron su salida abrupta”, informaba la cadena británica, “pero la Asociación Profesional Sudanesa, que ha estado liderando las protestas, anunció que las sentadas continuarían: ‘Exigimos a las fuerzas armadas que aseguren el traspaso inmediato de poder a un gobierno de transición civil’, proclamaron en un comunicado en Facebook. “Además, reclamaron la abolición de ‘decisiones arbitrarias por parte de líderes que no representan al pueblo’, y la suspensión del uso ‘de todos los símbolos del antiguo régimen, que protagonizó crímenes contra su pueblo. Hasta que no se cumplan por completo estas demandas, debemos continuar con nuestra sentada en el Comando General de las Fuerzas Armadas’”.
El redactor jefe para África de la cadena, Fergal Keane, concluye: “El régimen avanza a trompicones desde que arrancó esta fase de las protestas. Los viejos modos de la coerción no han funcionado, y se enfrentan a una sociedad civil bien organizada y disciplinada. Este es un paso atrás y lo más probable es que no sea el último. Estamos en un momento apasionante: hay que tener en cuenta el papel fundamental de las mujeres, las redes sociales y la sociedad civil en todo esto. Sucede en Sudán, pero lo significativo de estas fuerzas trabajando pacíficamente por el cambio es universal. Sí, es algo muy precario, pero también está lleno de posibilidades”.
El partido se juega en casa, y fuera
Conviene no subestimar la precariedad de la coyuntura. Las fuerzas contrarrevolucionarias son variopintas, y no todas endógenas. En una entrada del blog de política internacional Informed Comment, el periodista británico especialista en la región Jonathan Fenton-Harvey señala al Golfo Pérsico para encontrar a los probables aguafiestas, tanto para Sudán como para Argelia. “Tanto Arabia Saudí como los Emiratos Árabes Unidos bien podrían intentar interferir con fuerza en la transición política del país y detener su progreso”, escribe Fenton-Harvey. “Esto podría asegurar su propio dominio regional y aplastar cualquier transición democrática positiva que pueda ser vista como inspiración por fuerzas reformistas en sus propios países; y socavar una presencia islamista más fuerte después del golpe”. La clave podría estar, una vez más, en la historia: en 2013, Arabia Saudí y los Emiratos apoyaron la toma del poder de los militares en Egipto, propiciando el ascenso del general Abdelfatá al Sisi, y aniquilando por completo la Revolución de la Plaza de Tahrir. Lo hicieron para acabar con el gobierno de los Hermanos Musulmanes, aliado del rival de ambas potencias del golfo, Qatar, y limitar de paso todo asomo de democratización en el mundo árabe.
Algo parecido podría suceder en Sudán, donde el ejército sigue esforzándose por asegurarse el poder después de la revolución que depuso a Al Bashir y forzó la dimisión de su sucesor. La participación militar de Sudán en la guerra de Arabia Saudí y los Emiratos en Yemen hace que estos vean al Ejército sudanés como un importante aliado.
Tanto Arabia Saudí como los Emiratos, escribe Fenton-Harvey, “se están esforzando por mantener a Sudán de su lado, en gran parte para alejarlo de la órbita de Qatar y Turquía. No es sólo que Sudán fuera receptor de ayuda militar de ambos, sino que el apoyo del régimen saudí y el de los Emiratos aumentó en especial durante las protestas, al tiempo que Jartum se alejaba de Qatar, según se cuenta para mejorar su seguridad política y económica. De momento, el golpe es especialmente favorable a los Emiratos Árabes Unidos, ya que el ejército ha arrestado a varias figuras de los Hermanos Musulmanes ligados al régimen sudanés. Abu Dabi es hostil al islam político, en especial a los Hermanos Musulmanes… y ambos regímenes han reprimido a la organización y otras islamistas que tratan de expandir su hegemonía regional. Por eso, apoyar al Ejército sudanés les puede seguir resultando beneficioso”.
El periodista concluye con una voz de alarma: “Salvo que desde dentro de Sudán se tomen medidas para salvaguardar el proceso revolucionario de la injerencia de fuerzas externas, la historia se podría repetir y la transición podría serle útil a las ambiciones geopolíticas de Arabia Saudí y los Emiratos, en lugar a los deseos del pueblo sudanés”.
No hace falta remontarse a la primavera egipcia para encontrar las manos ensangrentadas del régimen saudí injiriéndose en la región. Hace una semana, The Wall Street Journal relataba cómo Riad untó con decenas de millones de dólares al señor de la guerra libio Jalifa Hafter, que despliega a sus mercenarios para tratar de tomar el control de Trípoli en una ofensiva desde el Este del país. La ofensiva, que amenaza con hacer saltar por los aires al gobierno reconocido por las Naciones Unidas y desatar otra guerra civil, ha desplazado ya a 6.000 personas de sus casas, y se ha saldado hasta la fecha con al menos 58 muertos y 275 heridos.