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Sinodalidad: expresión básica del ser cristiano

Copy of 9.1_Cortesía synod.va

Por Pedro Trigo, s.j.

El papa Francisco nos ha dado esta consigna: “el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia del tercer milenio”1. Como nosotros creemos que es verdad que la sinodalidad (el caminar juntos) es el camino que Dios quiere para los cristianos, es indispensable que nos aclaremos sobre lo que implica en concreto que los cristianos caminemos juntos en el camino de la vida en seguimiento de Jesús. Y que nos aclaremos, de manera que deseemos caminar juntos, porque lo veamos como lo más humanizador y que nos determinemos a vivir así. Trataremos de mostrar cómo quiere Dios que caminemos juntos. Es indispensable hacerlo, porque ese no ha sido el modo de vivir el cristianismo que ha vivido y que ha propuesto la institución eclesiástica en el segundo milenio ni en parte del primero.

La sinodalidad no se realiza primordialmente en lo institucional ni en las decisiones

Acaba de tener lugar el II Seminario Internacional de Teología del Grupo Iberoamericano de Teología sobre la “Renovación eclesial en clave sinodal y ministerial”. Las ponencias estaban muy bien pensadas y eran muy analíticas y pertinentes, pero ninguna arrancaba desde la base. Se referían, sobre todo, a instancias de decisión en las que de un modo u otro todos tuvieran lugar y a superar la malformación multisecular de los clérigos que desde su formación se preparan para mandar, aunque, en el mejor de los casos, lo hagan sinceramente para bien de los que les son encomendados y de modo campechano y cordial.

También otros documentos de instancias más o menos oficiales adolecen de lo mismo. Lo más que hacen es referirse a la necesidad de caminar juntos, ya que ese es el sentido de la solidaridad. Pero no se explana para que se vea lo más concretamente posible lo que entraña este caminar juntos, no en coyunturas específicas sino en la cotidianidad.

Esto es lo que trataré de explicitar. Comienzo con una nota personal.

Lo más radical no es la pro-existencia sino la con-sistencia

Cuando comencé el ministerio pensaba que ya había dedicado muchos años a prepararme (del año 1959, cuando comencé mi noviciado, al 1972, cuando me licencié en Teología), y que, por tanto, había llegado el momento de olvidarme de mí y entregarme en cuerpo y alma a los demás. Naturalmente que sí pensaba que no podía dejar la oración y alguna lectura y un mínimo descanso y la convivencia con la comunidad; pero la mayor parte de mi tiempo y de mis energías, de mi echarle cabeza a las cosas y de ponerle corazón tenía que ver con el apostolado, con entregarme a aquellos a los que el Señor me enviaba. Ellos tenían que estar en el centro de mi vida y de mi atención.

Así comencé y así iba viviendo con toda dedicación. Pero, aunque eso no estaba en mi horizonte vital, porque pensaba que aquellos a los que Dios me enviaba eran personas fundamentalmente necesitadas de ayuda y yo era el ayudador, fui experimentando que ellos me hacían bien, que me ayudaban. No solo que me daba nota estar con ellos, sino que ellos me acompañaban a mí y que me aportaban concretamente2. Y esa experiencia llegó a tanto que después de un tiempo me salió decirles: “No crean que yo estoy aquí por ustedes. Yo vengo, como los demás, porque necesito venir”.

A ellos les gustó que les dijera eso, que en abstracto suena chocante. Ellos captaron que, aunque yo les ayudaba muy específicamente, por ejemplo, en la lectura orante comunitaria del evangelio, de manera que mi aporte era a la larga imprescindible, en el fondo yo iba porque necesitaba alimentarme de la Palabra de Dios como todos y porque, como a los demás, ella me hablaba también a través de ellos. Era verdad y sigue siendo que me hacen falta esos encuentros y que no los suple la lectura orante que hago cada día en la oración de la mañana (que también es imprescindible). Lo mismo podemos decir de los encuentros de fin de semana para tratar de algún punto específico. Me alimenta, tanto estar con ellos, como lo que sale de ellos en los grupos y lo que comparten en las plenarias.

Yo me siento, como ellos, de la comunidad. Y no solo los quiero cordialmente, sino que los estimo, los valoro, los aprecio. Es cierto que ellos agradecen especialmente mi aporte; pero saben que en el fondo lo que soy es su hermano y específicamente su hermano en Jesús de Nazaret, como lo son unos de otros. Esta pertenencia es para mí algo muy sentido y valorado y forma parte de lo que yo soy. Ellas y ellos no vienen después. Están en el fondo. Yo no soy ante todo un individuo, sino este hermano de ellos.

Naturalmente que no soy hermano solo de los de la comunidad. Esta fraternidad es constitutivamente abierta y por eso trata de no excluir a nadie e incluye positivamente a muchos otros. Y las fraternidades distintas no están en competencia. Por el contrario, unas se acuerpan a otras. Esto es así. Lo digo con toda sencillez y agradecimiento.

Pues bien, desde esta experiencia, insisto que no programada, sino a contrapelo con mi actitud inicial, que pensaba que era una actitud que hacía justicia a mi condición de cristiano, entregado a los demás y sobre todo a los pobres y solidarios, desde esta experiencia que he tratado de describir sencillamente, voy a referirme al núcleo básico en el que se decide la sinodalidad.

No estamos hechos, sino en camino y caminando juntos como hermanos

Lo más elemental es que nos consideremos como “no hechos”, ni en cuanto humanos ni como cristianos. Que nos consideremos fundamentalmente abiertos y que consideremos que ninguna acción nuestra tiene el poder de definirnos. Que siempre continuamos abiertos. Y esto no solo en el sentido de que siempre nos falta; sino en el más radical de que nuestras acciones nos pueden hacer o deshacer, personalizarnos o despersonalizarnos, hacernos cristianos o separarnos de nuestra condición de hijos de Dios en el Hijo y de hermanos en el Hermano universal. Así pues, estamos radicalmente en camino.

Ahora bien, como para nosotros humanizarnos es constituirnos en hijos y hermanos, ese proceso es radicalmente relacional. Ser hijos y hermanos no depende solo de nosotros; depende ante todo del Padre que en Jesús nos hace hijos y del Hermano universal que nos hace hermanos y de tantas hermanas y hermanos que se dejan llevar por el Espíritu de Jesús y que nos llevan en su corazón. Esto implica que este camino de humanización solo lo podemos hacer con otros, con muchos otros, dejándonos acompañar y acompañando.

Definirnos como hijas e hijos y como hermanas y hermanos implica no definirnos por ninguna otra cualidad o dedicación. Yo soy miembro de mi familia y en ella nos queremos todos como hermanos; pero esa pertenencia no puede definirme. Soy de mi país y me siento entrañablemente unido a él y responsable; pero, aunque en mi caso mi país está ligado a mi vocación, esa pertenencia tampoco me define. Soy jesuita, cura y teólogo interdisciplinar; pero tampoco me definen estas pertenencias y dedicaciones. Incluso siendo, como son, especificaciones de mi ser cristiano y queridas como tales por Dios. Lo son, pero vienen después. La relación de hijo de Dios en el Hijo y de hermano de todos en el Hermano universal es lo que tiene que llevar la voz cantante en mi vida.

Esta última relación es el contenido radical de la sinodalidad. Relacionarme con todos como hermano en Jesús de Nazaret, cultivar asiduamente esa relación y aceptar entrañablemente la de ellos. Como se ve, la sinodalidad, caminar juntos como hermanos en Cristo, no es algo que viene después; por el contrario, es lo que me va constituyendo persona. No es un complemento, una cualificación; es lo más radical, lo más básico, lo más elemental.

Si me defino como cura y me entrego absolutamente a los demás, no soy persona ni cristiano porque no soy hermano. Ser cura y cualquier otra especificación, para que sea lo que Dios quiere, es un servicio que especifica mi ser hermano, pero que no lo agota: ser hermano es anterior a ser cura y mucho más amplio que ser cura. Pero, sobre todo, que ser hermano es escatológico y ser cura no lo es. Ser cura es un servicio para esta vida. Un servicio sagrado, pero para esta vida. Ser hermano, con una entrega de sí gratuita, horizontal y abierta, es una relación eterna.

Así pues, a lo que tengo que aspirar es a ser hermano y dentro de esa relación básica ejercitar el don recibido, en mi caso, por ejemplo, el de ser jesuita y cura y teólogo interdisciplinar. Pero solo puedo ser hermano de este modo abierto, si acepto la fraternidad de Jesús, si me acepto en su corazón y, por tanto, acepto como hermanos a todos los que están en él, que son todos los seres humanos y por tanto sin excluir a nadie.

Por tanto, para ser cristiano explícito y consecuente, la primera relación que tengo que aceptar es la de Jesús ya que en esa relación se incluye ser hijo de su Padre y ser hermano de sus hermanos.

Iglesia cátolica
Cortesia: laciviltacattolica.es

Jesús basó su pro-existencia en su con-sistencia y su ámbito fue la cotidianidad

Jesús es el primero que practicó la sinodalidad y lo hizo a fondo. La pro-existencia, en contra de lo que se dice y suena muy bien decirlo, no lo definió. Ella, el ser para los demás, lo ejercitó desde su ser con los demás: con-sistencia. Y esto lo fue tan a fondo que no tuvo dónde reclinar la cabeza. Por eso, el que dio todo, también tuvo que recibir todo. Nos dice el evangelio que “entrando en un pueblo, una mujer llamada Marta, lo recibió en su casa” (Lc 10,38). Pues bien, el día en que no hubo una Marta, Jesús durmió viendo las estrellas. Y lo mismo podemos decir del alimento. Jesús vivió con los demás en la cotidianidad, en el día a día. En esa cotidianidad es donde hizo los milagros y donde hizo la proclamación del Reino. Allí fue donde vivió como Hermano de todos y así nos reveló a su Padre.

En esa cotidianidad es donde tenemos que seguir a Jesús y vivir como hermanos de todos desde el privilegio de los pobres y sin excluir a los tenidos como pecadores. Eso, en el individualismo reinante, es lo más contracultural. Pero solo así nos vamos haciendo humanos y cristianos. En esto consiste, ante todo y, sobre todo, la sinodalidad que se nos pide. Su ámbito no es, ante todo, el de la institucionalidad y el de las decisiones, sino el elemental de la vida cotidiana. Desde él tiene pleno sentido trabajar por una institucionalidad que la salvaguarde, de manera que las decisiones la expresen. Pero lo más sustancial se decide en la vida cotidiana, en el día a día. En la medida en que haya una masa crítica de cristianos que la viven, las decisiones que la institucionalicen vendrán lógicamente. Por eso nuestra atención tiene que dirigirse sobre todo a esta vida con los demás, con todos, sin excluir a nadie, recibiendo y dando gratita y horizontalmente, como hermanas y hermanos en Jesús de Nazaret.

Sinodalidad y democraciaSinodalidad y democracia

Aunque este es un tema lateral al que venimos tratando, es una consecuencia lógica. En efecto, si los cristianos vivimos con los demás en relaciones fraternas, si estamos acostumbrados a no obrar por nuestra cuenta o al servicio de instituciones que se absolutizan, sino con los demás, en principio con todos, buscando el bien común en el que se realiza nuestro bien personal, es obvio que no podemos obrar de modo distinto en el ámbito político, siendo él tan importante para la consecución del bien común. Si estamos acostumbrados a conversarlo todo, a aportar cada quien su punto de vista para decidir en conjunto lo que conviene a todos, este hábito de deliberar no puede no aplicarse al ámbito político. No nos resignaremos a dejar ese ámbito en manos de unos profesionales que trabajan para su provecho o son peones del gran capital. En vez de eso, constituiremos la verdadera opinión pública, que acuerpará o pedirá cuentas de lo que van haciendo los políticos y a la larga les persuadirá a que sean expresión de la voluntad popular.

Podemos decir que el ejercicio asiduo de la sinodalidad es el mayor aporte que los cristianos podemos hacer a la vida pública. Sobre él, vienen las vocaciones específicamente políticas ejercidas con este espíritu. En nuestra coyuntura internacional y nacional, en el que la política sufre un desprestigio tan grande, es un estímulo más para ejercitar la sinodalidad, ya que ella es un caldo de cultivo óptimo para que se dé de modo consecuente la deliberación, en el sentido más genuino de la palabra.

“El gran desafío de este proceso sinodal que hemos iniciado es un cambio de cultura eclesial que debe pasar del yo al nosotros, a esa visión comunitaria y, por otra parte, lo que eso significa en la vida cotidiana, una cultura nueva del consenso, no una cultura donde unos deciden y el resto ejecutan pastoralmente algo, sino una cultura del consenso donde todos estén involucrados como Iglesia pueblo de Dios”.

–Rafael Luciani, teólogo venezolano, miembro de la Comisión Teológica del Sínodo de los Obispos sobre la sinodalidad, que tiene como tema: “Por una Iglesia sinodal: comunión, participación y misión”.

Notas:

  1. Conmemoración del 50 aniversario de la institución del Sínodo de los Obispos. 17/10/2015.
  2. Esto lo tematicé en (2008): “Las CEBs como encuentro histórico”: “Ingredientes del encuentro”, “Lo que aportan los agentes pastorales”, “Lo que aportan los cristianos populares”, “Transformación resultante del encuentro”. En: El cristianismo como comunidad y las comunidades cristianas. Miami: Convivium Press. 154-160.

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