Por Antonio Pérez Esclarín
Vivimos en la Sociedad del Conocimiento y hay consenso en considerar la educación como la llave del progreso, pues es el medio fundamental para combatir la violencia, aumentar la productividad, construir ciudadanía y lograr un desarrollo sustentable. La educación es el pasaporte a un mañana mejor, pues, como ya lo intuyó Bolívar, los países avanzan al ritmo de su educación. Sin educación o con una pobre educación será imposible el progreso, la prosperidad y la paz.
Durante algunos años, los voceros del Gobierno señalaban entre sus logros esenciales la educación de calidad abierta a todos. Hoy no está en peligro la calidad, que nunca la hubo, sino la propia educación pues escuelas, liceos y universidades se están quedando sin alumnos y sin maestros y profesores. Por ello, uno no entiende cómo es posible que en Venezuela permanezcamos tan insensibles e inactivos ante el colapso de la educación. Si en verdad amamos al país y deseamos que supere la profunda crisis en que está hundido, debemos unirnos todos para salvar la educación como medio esencial para salvar a Venezuela.
Todos los países que lograron levantarse de situaciones precarias ocasionadas por guerras, tragedias, cataclismos o políticas desacertadas, encontraron en la educación un puntal esencial para salir de abajo e iniciar el camino hacia la prosperidad y la convivencia.
Por ello, necesitamos emprender juntos una especie de cruzada en pro de la educación. Esa cruzada va a necesitar de educadores corajudos, creativos, que no se rinden, sino que asumen las dificultades y problemas como oportunidades para inventar y recrear la educación necesaria, pues saben bien que educar es formar personas honestas y responsables y ciudadanos productivos y solidarios.
El quehacer del educador es misión y no simplemente profesión. Implica no sólo dedicar horas, sino dedicar alma. Exige no sólo ocupación, sino vocación. El genuino educador está dispuesto no sólo a dar clases, sino a darse.
A su vez, el Estado, que representa el interés común y ejerce un poder conferido por la sociedad, debe vigilar y garantizar que el derecho a la educación de calidad para todos y todas se cumpla en términos de equidad, lo que implica compensar las desventajas de los más pobres para que las diferencias de origen no se conviertan en desigualdades y se reproduzca la pobre oferta educativa para los más pobres. Esto de ningún modo indica que el Estado debe ser el único ejecutor de las políticas educativas, sino que debe también coordinar y apoyar los esfuerzos de las familias y de la sociedad para garantizar educación de calidad a todos.
Por eso, necesitamos un Estado eficiente y eficaz en el cumplimiento de los derechos esenciales de todos, en especial de los que cuentan con menos posibilidades. El buen funcionamiento del Estado es condición para garantizar las políticas públicas y el disfrute por todos de los derechos esenciales.
Un Estado ineficiente o que confunde deseos con realidades, proclamas con hechos, que cree que tiene todas las respuestas y que no necesita la ayuda de nadie, que equipara la crítica a la traición, es una tragedia para todos, sobre todo para los más pobres.
El Gobierno debe evitar la tentación de subordinar la educación a sus intereses partidistas o para imponer una ideología particular. La función del Estado no puede ser estatizadora: debe ser eminentemente socializadora, y apoyar las iniciativas sociales orientadas a garantizar una educación de calidad para todos.